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Authors: Jesús Franco

Tags: #Biografía, Referencia

Memorias del tío Jess (6 page)

Mi
Ritmo en las ondas
, en Radio SEU, seguía adelante con total impunidad. Era una emisora supercasposa, con jóvenes tan llenos de talento como faltos de recursos. Gracias a ellos, fuimos desmarcándonos del sindicato y sus doctrinas y haciendo una programación casi normal. Había hasta un concurso con premios en metálico (UNA PESETA por respuesta acertada). El presentador decía «¡una pesetuela!» para suavizar la afrenta, sin duda. Era un joven de voz muy agradable que pronto se hizo famoso, en otras emisoras, claro: ¡José Luis Pécker! También anduvieron por allí Vicente Marco, Gallardo Rimbauy Ángel Echenique. Todos predestinados para la gloria radiofónica. Había a la sazón, además de Radio Nacional de España, dos emisoras privadas que se llevaban toda la audiencia: Radio España y Radio Madrid. La primera era supercutre, pero populachera y sin pretensiones. Su cabeza audible era un locutor hortera y eficaz, Ángel Soler, que fue popularísimo durante años. Tenían el estudio, muy modesto, en la zona de Alonso Martínez, es decir, un barrio muy céntrico, residencial y burgués. Hacían concursos, seriales radiofónicos, programas de música sinfónica, o ligera, pero todo ello entre tres o cuatro personas. Mis hermanos y yo la poníamos a veces para divertirnos. Solían equivocarse cada dos por tres. Iban tan
pillaos
que leían los autores o los intérpretes de un disco sobre la marcha, lo que daba como resultado cosas como:

—Y ahora, un popurrí de boleros por la Sinfónica de Londres…

O:

—Antonio Machín en
Coriolano
de Beethoven.

En verano, de noche, solían dejar las ventanas abiertas, y se colaban sonidos de la calle y ladridos de perros. Una vez, llamé a la emisora. Les dije que el programa era muy interesante pero que hicieran callar a los perros. La respuesta fue que hacía mucho calor y que los perros también les molestaban a ellos, y siguieron tan tranquilos. Lo malo es que todos hablaban muy redicho y muy claro cuando aseguraban que la jovencísima cantante Mimí del Pozo era un caso
de procacidad
o se indignaban retrospectivamente por las fechorías de Juliano
el Apestoso
(querían decir el emperador Juliano el Apóstata) o te ofrecían la romanza de
Manon
, de Lescaut, interpretada por Gounod. Pero Ángel Soler era un fenómeno de la comunicación y, dado que en aquellos tiempos nadie sabía nada de nada, iban tirando, en su caos mental. Proliferaban los programas de ritmos modernos, comentados de modo casi siempre didáctico y pedante. Nosotros, en la caspa de Radio SEU, hicimos durante algunas semanas la chufla de aquello. Encontramos un disco titulado
Cantos de canarios a dos voces
, dirigidos por el canaricultor señor Menéndez. Y lo pusimos con un comentario tipo: «El solo del canario flauta destaca por su ágil trino, bien secundado por el contra trino del canario tenor, muy al estilo de Coleman Hawkins». U otro de monjes tibetanos tocando aquellas trompas enormes, que no se lo saltaba un gitano. Se lo tragaron sin una voz de protesta, ni fuera ni dentro de la emisora. Por fin, decidimos ser menos sutiles. Grabamos una melopea infecta, imitando los ritmos del quinteto del Hot Club de Francia y lo presentamos como un producto del Hot Club de Cuenca. Ahí sí hubo reacción: una carta de las autoridades locales indignadas por nuestra burla de su ciudad, de tan preclara cultura y ejemplo de belleza arquitectónica. O sea, que alguien oía nuestro programa, aunque sólo dieran señales de vida para jiñarse finamente en nuestros muertos. Por fin, estaba Radio Madrid, adonde iban a parar las gentes que valían, como Julia Calleja, Antonio Calderón, Manuel Mendo o mi propio hermano Enrique. Crearon un estilo de radio serio, profesional. Y al mismo tiempo era un grupo loquísimo, divertido, pero donde todos trabajaban como fieras. Lo malo es que varias veces al día tenían que conectar con Radio Nacional, que era la matraca oficial, el panfleto y el trágala. Sólo ellos podían dar las informaciones políticas, eran el NO-DO de la radio. Por eso la gente normal no podía verlos ni en pintura. Todas las noticias de agencias extranjeras pasaban por su censura antes de emitirse, y al pobre español de a pie le llegaban —si le llegaban— incompletas y manipuladas.

En Radio Madrid tenían cabida desde las versiones de los clásicos —con su compañía de teatro radiofónico—, adaptadas y dirigidas por Calderón o Méndez Herrera, con actores que abrieron un camino de buen hacer moderno, como Teófilo Martínez, Juana Ginzo, Manolo Bermúdez, Matilde Conesa, Popoto y Boliche, Tip y Top. Muchos de ellos empezaron en Radio SEU, hasta que alguien se interesó por ellos.

Howard Vernon y María Silva en
Gritos en la noche
(1961).

Capítulo VI

Inocencia y juventud

Mi condición de «ayudante» de mi hermano me permitió frecuentar a algunos elementos de Radio Madrid. Era un grupo de gentes vocacionales, eficientes, trabajadoras y loquísimas. Orson Welles decía que «para trabajar en el
showbusiness
, no es necesario estar loco, pero ayuda muchísimo»… y no hay que olvidar que él era, básicamente, un
showman
. El jefe de programas de cine, Mendo, era un vivo ejemplo de esa demencia. Sabía muchísimo, montaba unas bandas sonoras que ya hubiera querido para sí la Paramount y tenía un envidiable archivo de efectos sonoros, totalmente secreto. Lo guardaba celosamente en un armario, cerradísimo. Si le pedías algún sonido, decía: «Mañana te lo doy».

—¿Por qué no ahora?

—Porque no.

Yo descubrí su secreto, una noche, porque él solía escribir hasta altas horas de la madrugada, sólo, en su despacho enorme, sin más luz que la de la lámpara de su mesa. Hablaba, cantaba o gritaba, siguiendo febrilmente el texto que escribía.

—Johnny, nunca debiste venir a Carson Bay.

—He venido a buscarte, te sigo amando. Uhhaaaauuuuu (música de violines, escribía él).

—Eres un loco, Baxter te matará. ¡Pum, pum, pum! (Disparos de revólver).

—¡Ay!

A mí:

—¿Qué quieres?

—Préstame unos molinos de viento.

—Mañana.

—Los necesito ahora.

—¡Vaya por Dios!

Metió la mano en un enorme tintero manchándosela de tinta hasta el puño, y sacó una llavecita, que limpió con un trapo negro antes de dármela.

—Abajo, a la izquierda.

Era un disco casero. Lo oí. Era fantástico. «Te gusta, ¿eh?», dijo con orgullo.

—¿De dónde lo has sacado?

—El secreto está en que no es un molino de viento.

—¿Ah, no?

—Es una mezcla de cafetera, camarote de velero y serpiente de cascabel.

—¿Y qué tal si pusieras un molino de viento de verdad?

—¡Bah! No suena a molino.

Yo le respondí que seguramente llevaba razón.

—Claro que sí, por eso pongo la llave en el tintero. Estos sonidos tienen muchos novios, pero nadie quiere mancharse de tinta hasta los codos.

—¿Y tú?

—Tengo un jaboncillo especial.

Sus manos ya estaban limpias. Por eso trabajaba por la noche. Para custodiar sus tesoros. Cuando tenía hambre o sed, llamaba al café Iruña, muy cerca.

—Soy Mendo. Mándeme al chico con una cerveza y un bocadillo.

Una noche se le cruzaron los cables y marcó el número de su casa. Le respondió su mujer, adormilada.

—Manolo, soy yo, tu mujer.

Y él reaccionó furioso.

—¿Qué coño haces tú a estas horas en el café Iruña?

El caso más llamativo fue el de Ángel Echenique, uno de los mejores locutores de la emisora. Hacia el 1 de noviembre, unos jefazos de Galerías Preciados, nuevos y flamantes almacenes, buenos clientes de la emisora, llamaron indignados: «Tenemos el almacén lleno de gente que quiere ir al cementerio. Parece ser que en vuestras guías comerciales anunciáis que los autobuses salen de aquí». Todos los jefes se fueron al locutorio. Ángel estaba anunciando: «Autobuses para el cementerio salen cada media hora de… Galerías Preciados». El jefe de programas se lo llevó a su despacho.

—¿Qué es esa estupidez que estás diciendo en la guía comercial?

El pobre Ángel estaba desolado:

—Ya sé que los autobuses salen de la plaza de Callao, pero llevo un mes que sólo hablo de Galerías Preciados, y me sale sin querer. Como están tan cerca…

Fue insultado, amenazado.

—¡Como lo digas otra vez, vas a ver lo que es bueno!

A la siguiente tanda de anuncios, todo el personal estaba alrededor de la
pecera
, o sea el locutorio, viendo y oyendo al pobre Echenique que, con voz insegura, dijo:

—Autobuses para el cementerio salen cada media hora de… de…

Se hizo un silencio expectante, durante el cual Ángel se convirtió en el rey del suspense, dejando a Alfred Hitchcock en mantillas.

—Salen de… de…

El jefe de programas, en voz baja:

—Vamos, chico. ¡Dilo! ¡Tú sabes decirlo!

—Salen de… ¡GALERÍAS PRECIADOS!

Salió por los aires de la
pecera
. Le llevaron al médico y le abrieron un expediente. El dijo que una fuerza interior le obligaba a decir aquello. Entonces le dieron quince días de descanso y le prohibieron volver a anunciar Galerías Preciados. Pero el remedio fue peor aún que la enfermedad. Unas semanas más tarde volvió a la emisora, muy tranquilo y repeinado, hizo sus emisiones muy bien, como siempre, hasta que llegó su primera tanda comercial. Los almacenes SEPU, en la misma manzana que Radio Madrid, se gastaban una millonada de entonces —o sea, una caspa de ahora— en popularizar el eslogan: «Quien calcula, compra en SEPU». Pero Ángel dijo, muy serio: «Quien calcula, compra en… ¡Almacenes Capitol!». ¡Esta vez sí que se armó! Mientras dos enfermeros se lo llevaban en volandas hacia la ambulancia del psiquiátrico, gritaba, lleno de razón: «¿Por qué quien calcula no puede comprar en Capitol, si le da la gana?». Y uno de los jefes le respondió indignado:

—Porque a nosotros nos paga SEPU, imbécil.

Una razón de peso.

Esta fue mi toma de contacto con el mundo de la publicidad. Días más tarde, Mendo me informó de que Ángel estaba en un pabellón de reposo, en la sierra.

—Tiene estrés.

—¿Tres qué?

—Es una enfermedad nueva, americana. ¡La llaman así, no sé por qué! Allí se da mucho.

—¿Y en qué consiste?

—¿No has visto
Recuerda
? Pues es lo que tenía Gregory Peck, pero sin Ingrid Bergman.

—Está jodido, entonces.

Le compadecimos un rato, tomando unas cañitas de cerveza. Le dije que pensaba volver a Radio SEU, o sea, a la futura Radio Juventud, porque allí lo tenía más fácil.

—¿Por aquello de que en la tierra de los ciegos el tuerto es rey?

—No, por aquello de que es mejor ser cabeza de ratón que culo de león.

—Creo que el dicho no es así, pero haz lo que quieras. Eres un niño. Tienes tiempo.

—Tengo casi veinte años —protesté yo, que ya me consideraba un hombre hecho y derecho.

—Pues eso. Un niño.

Y me volví a Radio SEU, confiando en terminar el salto hacia la gloria, porque por el momento estaba en el aire, en plena voltereta.

En aquella casa de locos, la gente entraba y salía sin control. A mí, un mendigo llegó a pedirme limosna mientras leía un comentario musical, en directo. Debió de ser algo así como:

—La riqueza armónica de Duke Ellington…

—Una limosnita, señorito.

—¿Qué coño hace usted aquí?

—Tengo cuatro churumbeles…

—¡Váyase al carajo, hombre! ¿No ve la luz roja?

—No.

En efecto, ¡se había fundido! Le di dos pesetas, le eché rápido y seguí con naturalidad:

—Duke Ellington, en su arreglo de
My old flame

Un día robaron los dos magnetófonos de hilo que poseía la emisora: dos cacharros vetustos ya entonces, pero que nos servían para grabar conciertos o sesiones de jazz. Protesté ante el jefe de programas, un hombre flemático que fumaba en pipa, llamado Zuasti. El escuchó un poco mi última grabación —la orquesta de Luis Rovira, de Barcelona, que era la mejor de España—.

—¡Esa música vuestra es tal mierda, que tampoco hay que exigir muchas finuras!

Este Zuasti debía de ser un vasco. Digo debía porque en aquellos tiempos ser vasco o catalán estaba muy mal visto y casi nadie reconocía semejantes orígenes si no era bajo tortura. Y si alguno lo confesaba, pensaba enseguida que tú eras un soplón y añadía: «Pero ¡cuidado! Yo soy español, nacional sindicalista».

Un día me llamaron a declarar sobre los hilos magnetofónicos robados. Había un policía sentado en una mesa y otro que escribía a máquina con copia de papel de calco:

—¿Quién cree usted que puede haber sustraído esos aparatos?

—No sé. Cualquiera.

Me miraron extrañados:

—¿Qué quiere decir? ¿No hay control?

—El otro día un pobre me pidió una limosna, a micrófono abierto.

—¿Y qué le pasó?

—Creo que, entre todos, se sacó un par de duros y se fue.

Los dos polis cruzaron una mirada de inteligencia —por decir una frase hecha—. Pasé a ser el sospechoso número uno. Por fortuna aquellos dos cacharros aparecieron enseguida. El ladrón, un chaval que dormía en la emisora, aunque oficialmente fuese «guardián de noche»… se trincó los aparatos y los vendió. El pobre no era un profesional del choriceo, porque tres días más tarde estaban en un escaparate de la calle Desengaño —a pocos metros de la Gran Vía—, donde los recuperaron
los hombres de Harrelson
tras unas eficaces
pesquisas
. O sea, que alguno había ido de putas por la zona y se había dado de morros contra el escaparate donde los exhibían. El chaval pasó un par de meses en el trullo y tras salir se convirtió en un estupendo locutor, que gozó durante algún tiempo de gran popularidad. Yo no me enteré de nada hasta unos meses más tarde, cuando Zuasti, chupando su pipa, me llevó a su despacho y me aseguró que él nunca pensó que yo fuera culpable.

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