Read Memorias del tío Jess Online

Authors: Jesús Franco

Tags: #Biografía, Referencia

Memorias del tío Jess (8 page)

Rosalba Neri en
99 mujeres
(1961).

Capítulo VII

All that Jazz

A los veinte años yo era un joven optimista, o más bien un iluso. Pensé que no me sería difícil conseguir un trabajo como músico. Ignoraba algo esencial: estés donde estés, en Nueva Orleans o en Petrel, siempre hay alguien que ha llegado antes que tú. Hice algunos intentos, rebusqué por aquí y por allá pero nadie me hizo ni puto caso. Por fin, un trombonista catalán, que conocía de los
café concert
de jazz, me orientó un poco: «Yo me fui a El Águila. Allí van a jugar al dominó bastantes directores de orquesta. Tú llegas allí, te tomas un café y preguntas. De repente consigues algo». Al día siguiente me fui a la cervecería El Águila, un local oscuro y siniestro, detrás de la Gran Vía. Allí había, en efecto, varios grupitos de señores circunspectos enfrascados en sus fichas de dominó. Vi a José Gea, que tocaba ¡en Pasapoga! Lo había visto y hasta grabado con el maldito hilo magnético. Estaba concentradísimo, jugueteando con las fichas. Yo lo saludé tímidamente:

—¡Buenas tardes, señor Gea!

Y él, sin mirarme:

—Hola.

Otro de los jugadores, desconocido para mí, se cachondeó después de dirigirme una breve mirada:

—¡Señor Gea! Tire de una puta vez, excelencia.

Era Fernando García Morcillo, el compositor más popular de España. En un país normal, en un tiempo normal, Fernando, con quien me unió, después, una verdadera amistad —compuso
La vaca lechera, María Dolores, Santa Cruz
y muchos éxitos más—, se habría hecho millonario y habría paseado por el Caribe en su yate, pero como vivía en España, y en la España de Franco, nunca se enteró de lo que era un
hit
ni salió de su apartamento de la calle Mayor. El era, además, un formidable trombonista de jazz, lo que no le ayudó precisamente en su carrera. Yo me quedé detrás de Gea viéndole jugar, hasta que me dijo, sin mirarme:

—Quítate de ahí, chaval, ¡que me estas gafando!

Di un salto hacia atrás, bastante acojonado, y ellos rieron. Fernando me miró:

—¿Pero tú qué quieres?

Me pilló tan en bolas la pregunta que sólo pude balbucear: «Yo… es que… toco la trompeta… y el piano».

—Chaval, vete a la plaza Mayor, por la mañana. Hay que empezar allí. ¿Sabes leer música?

Dije que sí.

—Pues vete a la plaza Mayor —repitió—. Allí puedes encontrar algo. Eres joven y tienes mucho pelo. Te irá bien, ya verás.

Me fui de allí sin terminar de entender qué relación podía haber entre saber leer música y tener mucho pelo. Pronto me enteraría. (Por cierto, Fernando García Morcillo tenía un pelo negro, crespo y rizado, como un mulato. Daba la impresión de estar recién llegado del Caribe, él, que era un extremeño purísimo).

A la mañana siguiente descubrí el mundo del
show business
casposo. De doce a tres la plaza entera era un mercado, una bolsa del espectáculo cutre. Allí, en plena plaza, se formaban orquestas, espectáculos de
varietés
, de circo. Los agentes (entonces se llamaban representantes), los músicos, y hasta los sastres llamados «teatrales» se buscaban allí la vida, y por supuesto, las vocalistas, las
canzonetistas
incipientes o en decadencia:

—¿No la conoces? Es Lola Clavijo. Ganó el concurso de
Los Chavatillos de España
hace unos años.

Los encargados de las fiestas de los pueblos venían directamente a la plaza, muchas veces con un destartalado autocar. Normalmente trataban con algún conocido de fiestas anteriores:

—Quiero dos vocalistas que estén buenas.

—Tengo un malabarista y un mago estupendo.

—Pues métetelos en el culo. Quiero un payaso tipo Sepepe. ¡Ah! Y una orquesta, pero, ¡ojo!, sin violines ni mariconadas. Unos tíos que toquen fuerte. Tíos jóvenes y machos.

—¿Te van dos saxos?

—¿Tocan fuerte?

—Suenan como diez. Uno es de Valencia.

—Bien. Si están por aquí, enséñamelos.

—Aquel alto, el de la bufanda, y el gordito.

—¡Hostias! Dos calvos.

—No te preocupes. Tienen peluquín.

Un músico no podía ser calvo. Una orquesta debía dar una sensación de alegría, de dinamismo y juventud. Ibas a la plaza Mayor, y como fueras calvo o tuvieras grandes entradas o el pelo muy canoso, te jodías. Los pobres tíos tenían que recurrir a soluciones drásticas: el peluquín o el tinte La Carmela. Entre toda la orquesta se compraban un solo frasco. Esto podía dar resultados insospechados: todo un conjunto de viejos fondones con unas cabelleras rojas exactamente iguales. Alguno, más coqueto, se pegaba el peluquín con engrudo o «sindeticón» (el Super Glue de aquellos tiempos), pero la mayoría se lo plantaba, como una boina, y al primer rapto rítmico el «gato», como se llamaba al peluquín, se les movía sin control. Sólo servían para el jazz
cool
, donde todo era reposado e intelectual. Pero ese estilo en la España de entonces era vilipendiado o simplemente ignorado. De hecho, sólo lo practicábamos unos pocos músicos catalanes, Vlady Blas y yo, y, desgraciadamente, todos éramos jovencitos con hermosas pelambreras. Un saxo estupendo, Martí, viejales ya, perdió la
cabellera
en pleno solo y se le cayó en la campana del saxo, que empezó a sonar horrible. García Beitia, un pianista muy elegante, se la quitaba de vez en cuando para secarse el sudor. Le echaron de más de un local.

—Pero si es el mejor.

—Tráeme uno con pelo.

—¿No le importa que sea malo?

—De eso no se da cuenta más que el maestro Arbós, y no creo que venga al Maracas Club de Trijueque esta noche. En cambio, la calva la ven todos. ¿Traes un buen batería?

—Claro. Ha tocado en la plaza de toros. Redobla como Dios.

—¡Ah!, este año vamos a probar con algo de fuegos artificiales si son baratitos.

—Tienes suerte. El saxo valenciano te los hará como el mejor y por un precio fenómeno. Y una boca menos a alimentar.

—¿Seguro que sabrá hacerlos, sin sacarle un ojo a alguien?

—Ya te he dicho que es valenciano. De Tabernes.

Lo enfatizó, como si Tabernes fuera el Oxford de la traca y el petardo.

—Y las vocalistas estarán buenas, ¿seguro?

El improvisado mánager miró a su alrededor, hasta descubrir a una cuarentona al borde de la obesidad.

—¿Ves a aquella jamona del traje de flores? ¿Ves qué domingas… y qué cachas?

—Puede ser mi madre.

—Déjame terminar, hombre. Ellas son hijas de ésa. De mojar pan. Pero a éstas hay que pagarles. Tienen mucha categoría.

El encargado del pueblo sacaba una gruesa cartera sujeta con un ancho elástico:

—Yo no quiero entrar en detalles. Te doy a ti tres mil pesetas y tú te arreglas con ellos.

A la mañana siguiente salía el autocar desde aquel mercado de ganado, camino de la feria. Aunque no solían hacerse largos recorridos —casi nunca eran más de cien kilómetros—, con las carreteras de entonces, con obras, tramos sin asfaltar, se podía tardar tres horas en llegar a El Molar, por ejemplo. Si salíamos de la plaza Mayor a las nueve de la mañana, avistábamos el pueblo hacia las doce, eso si no hacíamos ninguna parada. A veces una de las chicas, o sus madres, que venían indefectiblemente con nosotros, pedían que el conductor hiciese una parada en pleno campo. Las chicas solían hacerlo con timidez:

—Por favor, pare un momento, tengo que hacer una cosa.

Si el chófer no reaccionaba, la madre tomaba las riendas del asunto.

—¡Pare,
jodio
! ¡La niña se está meando!

Todos aprovechábamos para estirar las piernas o descargar también nuestros riñones. Si el lugar era llano y pelado, la madre ponía su gabán a modo de biombo, amenazando:

—¡El que se asome por aquí se puede llevar una hostia! Si la fiesta era muy importante, nos alojaban en la fonda del pueblo, en uno de aquellos locales, al pie del camino, que anunciaban «Comidas-camas», donde todos los hombres dormíamos en una estancia carcelaria, llena de camastros metálicos, sin más comodidades que unos colchones viejos y unas mantas. Las mujeres dormían en cuarto aparte donde, ¡oh, refinamiento!, podía haber hasta un orinal de loza.

Nuestra jornada solía ser inhumana: a la una, sesión vermú en el
casino
en la que, en principio, debíamos tocar música suave, de ambiente (o sea,
La Raspa
). Luego nos echaban de comer, un almuerzo ligero —judías con costillas o patatas con bacalao— y el «director artístico» nos daba las últimas instrucciones:

—O tocáis en serio o vais de cabeza al río.

Luego, venían las corridas de toros —una becerrada— con
maestros
locales, donde teníamos que tocar pasodobles, además de los clarines y timbales —o sea, el batería y yo a la trompeta— y, por fin, ¡el baile!, donde la estrella era
La Raspa
tocada a hostia limpia durante horas. Si éramos lo bastante bestias, la cosa iba de maravilla. Nos subían a la tarima unas jarras de
sangría
, una mezcla de vermú, coñac, anís y vino —todo ello apócrifo—, que las hijas del jefe nos daban entre sonrisas y guiños.

—Sois unos machos tocando.

Una de ellas, sobrina del alcalde, me tocaba el culo y me metía la lengua en la oreja, musitando:

—Quiero tener un hijo gaitero como tú.

Lo malo es que ella era bizca, sudorosa y tenía unas tetas que desbordaban por todas partes.

—No llevo refajo. Toca, toca.

Y yo tocaba. Pero tenía el labio al rojo vivo de soplar con toda mi alma. Aquella noche triunfamos y además cogimos un pedo de esos que te dejan resaca para tres días. Tirado en mi camastro metálico, mientras aquel inhóspito y maloliente local giraba a mi alrededor, decidí que si no me pagaban mi peso en oro nunca repetiría una experiencia similar. Pero sí me lo pagaron, o casi. Por una parte porque yo era un real de hilo, en aquellos tiempos. Segundo porque, gracias a la moza sin refajo, nos dieron una propina mayor que el sueldo, y nos llenaron de chorizos, salchichones y salchichas y unos garrafones de un tinto pastoso, que debía rondar los 15 grados. Pero no valía la pena. Aquello no tenía nada que ver con lo que yo quería hacer en la vida. Y mucho con lo que yo no quería hacer. Mientras regresábamos a Madrid, dando tumbos en aquel autocar desvencijado, mi espíritu mantenía una sorda lucha, entre Debussy y las longanizas, entre Billy May vestido de esmoquin impoluto y el morapio de 15 grados.

Y yo, astuto que era, decidí sin consultar a nadie, ni siquiera con la Benigna, mi nueva fan tetona, el camino a seguir. Volveríamos a ese pueblo y a mil pueblos como ése, pero con un conjunto decente, ensayado, con arreglos comerciales, pero que sonara bien. Haríamos una labor educativa. Por bestias que fueran, se darían cuenta de la diferencia. Hasta la Benigna se humanizaría, refinaría sus gustos y me ofrecería un coñac de marca. Cuando el autocar se detuvo en la plaza Mayor, me di cuenta del hastío y la impotencia que ensombrecían todos los rostros. Todos menos el mío. A pesar de que aquel regreso para adentrarse de nuevo en el Madrid de las medias palabras, de las lágrimas escondidas, donde la posibilidad de éxito nos había sido desterrada por Ley Orgánica, no era el ideal de la vida; ni siquiera nos permitía «la sucia esperanza».

Llovía finamente y los soportales de la plaza estaban más oscuros que nunca. Era muy temprano aún y la ciudad me recordaba los más tristes versos de Neruda. De repente me acordé de la chocolatería de San Ginés. Ya debía de estar abierta. Los invité a todos, pero sólo vinieron la madre y las hijas y uno de los saxos, Garcés, que de verdad era clarinetista. Había estudiado tanto y amaba tanto su instrumento que hasta tenía cara de clarinete. El era viejo, enjuto y calvo, aunque para actuar se ponía un
gato
negro sobre su breve cráneo.

Nos sentamos alrededor de una mesa de mármol y mojamos nuestros churros en un espesísimo chocolate. A todos nos pareció riquísimo, y esto nos animó bastante. El local estaba limpio y vacío, a excepción de dos tranviarios que apestaban a anís. La madre me pidió que les diera trabajo a las chicas. Lo necesitaban de verdad. El padre había
palmao
en la cárcel, unos meses atrás y, según me contó, «nos ha
dejao
en cueros. Yo era tonadillera cómica, pero con esas desgracias no podría hacer reír ni a la caja de la risa. Recomiéndemelas…». Le dije que yo no era nadie y que me temía mucho que mi ayuda no sirviese de nada.

—¿Quién le mandaría meterse en política, al cabrón de él?

Inmediatamente incluí a aquellas dos pobres chicas en mi futuro conjunto. Haría de ellas dos Andrew Sisters.

—¿Cómo se llaman de apellido las chicas?

—Miranda, como yo.

Y añadió en voz baja, que contrastaba con el follón que armaban discutiendo los dos tranviarios:

—Nos íbamos a casar, cuando los de la Social se lo llevaron. Ellas eran así de pequeñas.

Yo no hice caso al minúsculo tamaño de las chicas.

—¿Miranda? Eso suena bien. Las hermanas Miranda. ¡¡Las Miranda Sisters!! ¡Como Carmen Miranda y su hermana Aurora!

Pedí otra ración de churros y desperté a Garcés, que había empezado a roncar. En cambio, las dos hermanas parecían entusiasmadas, no sé bien si porque yo les estaba transmitiendo mi optimismo o por el nuevo chocolate con churros.

Empezamos enseguida a ensayar, en casa de Garcés, primero, y en casa de otro músico, después. Este último era muy bajito y tocaba el contrabajo peor aún que yo, pero tenía un piano en casa, tan cutre como el resto. Pero nada podía amilanarme. Conseguí la colaboración de un par de músicos que no estaban mal, sobre todo un joven acordeonista alemán. No hay que olvidar que en la mayoría de los sitios donde tocábamos no había piano. Los pianos entonces eran casi un signo de riqueza. Nuestra base armónica, pues, solía ser el acordeón-piano que, aparte del teclado, tenía unos botones que daban los bajos e iban guiando a los otros músicos. El alemán era joven y tocaba bastante bien. Nunca supimos si era un nazi o un comunista infiltrado, porque no hablaba nada. Usábamos el cuaderno de Garcés. El y todos los instrumentistas casposos teníamos un bloc en el que escribíamos, a mano, la música y las letras de nuestro repertorio. El que ejercía de
band leader
sacaba su cuaderno, cinco minutos antes de empezar la sesión, y, mientras pasaba lentamente las hojas, nos consultaba:
¿Bésame mucho?, ¿La niña de Embajadores?, ¿El vaquero seductor?

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