Read Memorias del tío Jess Online

Authors: Jesús Franco

Tags: #Biografía, Referencia

Memorias del tío Jess (9 page)

—Esa no la conozco.

—¿Cómo que no? Es de Juanito Sánchez. Do, fa, do, si, si.

—¡Ah sí! Es un
swing
.

Dos semanas más tarde volvimos a tocar en el pueblo aquel de la sierra de Madrid. Yo no digo que tocáramos bien, ni que las voces de las Miranda Sisters estuvieran siempre afinadas, ni que los vestidos de las chicas parecieran de Edith Head, ni que los solos del alemán sonaran a Joe Mooney o a Pete Jolly, pero, en conjunto, aquello tenía una cierta dignidad. Al segundo número los mozos empezaron a rumorear y la pobre Benigna me preguntó qué nos pasaba. Y al cuarto número, cuando las Sisters aquellas empezaban lo de «Era un vaquero seductor y cuando se acercaba demasiado yo le decía: “¡Ay, Jim, por favor!”», los mozos nos cogieron en volandas y nos tiraron al puto río, a las Sisters, y a todos los demás menos al alemán, que se puso a repartir hostias y consiguió escapar con su acordeón. Se refugió en el ayuntamiento y dio tales gritos en su bárbara lengua que acojonó a todo el mundo. Paletos y autoridades se quedaron de piedra. Pensé de repente que Hider debió de llegar al poder gracias al sonido hiriente del alemán. No hacía falta comprender ni una palabra para saber que se estaban cagando en tus muertos y que te la estabas jugando. El propio delegado de Falange nos llevó hasta el tren. Nos pagaron medio sueldo y nos largaron para Madrid. Antes de salir, la Benigna nos trajo unos bocadillos, llorosa. Me confesó que lo tenía todo preparado para que nos pegáramos el revolcón en el cobertizo —lo había barrido y todo—. Me dio un beso de tuerca que sabía a ajos, y terminó diciéndome, dolida:

—Pero ¿por qué habéis tocado esas mierdas?

Me volví a mi feria del ganado musical. Tenía que trabajar, ganar unas pelas aunque fuese tocando
La Raspa
hasta la muerte. Pero entonces sucedió el milagro, en la persona de mi extraño acordeonista alemán. Apareció en la plaza Mayor y habló por fin. En una jerga lenta y casi incomprensible me hizo saber que unos conocidos suyos nos ofrecían trabajo: «Ellos dinero, sí, sí, dan fiestas privadas, muy mucho privadas. Ellos siempre quieren que yo orquesta, pero buena, no caca como todos aquí. Yo digo a ellos que tu conmigo posible grupo como Joe Mooney». Casi me desmayé de emoción. Quise saber quiénes eran aquellos santos, pero Abby volvió a su mutismo. Sólo añadió:

—Sábado fiesta prueba. Si bien, muchas fiestas. ¡Ah! No uniforme. Sólo limpio decente, corbata. 1.000 pesetas cada uno y comida y copas, muchas copas buenas.

Yo no salía de mi asombro. El hizo un esfuerzo.

—Tú conoce Joe Mooney. Único hombre en España que conoce Joe Mooney.

Me miró, sonriendo por primera y única vez.

—¿Tú conoce Jean Freber?

Claro que lo conocía. Era un músico formidable, que tocaba el acordeón francés, un instrumento endemoniado que no tiene teclado, sino botones para las dos manos. Freber era solista con Bernard Hilda, la mejor orquesta que había llegado a España desde el año catapún, con un éxito inenarrable.

Le respondí al estilo jefe indio.

—Claro que yo conocer Jean Freber. Yo gusta muchísimo. El muy bueno músico.

—El mío tío. El enseña tocar mí.

—Pero él no alemán. El francés.

Abby hizo un gesto ambiguo.

—El francés, y no francés. Como yo alemán, y no alemán.

Se encerró de nuevo en su mutismo.

Nuestra primera actuación, unos días más tarde, funcionó de maravilla. Fue en un club privado, misterioso, muy elegante. Estaba abarrotado de público bien trajeado, que hablaba en francés —era la única lengua foránea que yo conocía decentemente—, pero también en alemán —tras cuatro años de estudiarlo sólo conocía al pie de la letra un poema de Rilke—. Parecía que les gustaba nuestra música. Al final de una
soirée
sin incidentes, y un poco alegres por el champán que nos servían sin cesar, nos pagaron bien y nos despidieron hasta unos días más tarde. Abby nos dijo que estaban muy contentos con nosotros, y sobre todo con nuestra educación y comportamiento, y que sólo nos pedían que añadiéramos dos temas populares de Europa central a nuestro repertorio, ya que la mayoría de los invitados procedían de aquellas latitudes y estarían muy complacidos si las tocábamos. Me dio dos partituras para canto y piano, bastante sencillas.

—Estudiároslas, y traeros un buen violinista. A esta música le va mucho el violín.

Yo le expliqué que a la plaza Mayor no iban los buenos violinistas.

—Sólo unos rascatripas.

—Yo lo traeré. No te preocupes. Le pagaré yo aparte.

Nada que objetar. Al día siguiente Abby se presentó al ensayo en compañía de un viejo violinista.

—El maestro Berkoff.

El anciano pasó los dos temas con nosotros. Eran nuevos para mí. Bajo sus indicaciones, enseguida sonaron decentemente. Abby los tocaba como si no hubiera hecho otra cosa en su vida, y no digamos el viejo violinista.

Luego, a mí me pidió que tocara con sordina y al batería le enseñó un ritmo que parecía casi español. Andaluz, sobre todo.

Le pregunté de dónde era esa música, de dónde era él. El viejecito —viejecito, pero con qué energía— me informó: «Centroeuropeo, de Lubiana. Y él es de Bratislava», añadió, señalando a Abby, como toda explicación.

Tocamos para aquellas gentes muchas veces. Lo pasaban pipa cuando, al final de la noche, ya bien cargaditos de alcohol, nos pedían su música. Abby nos traía nuevas partituras y, al cabo de unos meses, la mitad de nuestro repertorio lo formaban aquellas melodías misteriosas cuyo origen desconocíamos. Algunas llevaban unos títulos más misteriosos aún:
Mazel-tov, Lilith
o
Komp, Yon Kippur
. Nuestra audiencia, con aquella música, se desmadraba dentro de un orden. Hacían corros, batían palmas. Bailaban hasta la extenuación, y nos pagaban mejor. Ninguno de nosotros —me refiero a los músicos españoles— tenía ni zorra idea de que tocábamos para la comunidad judía de Madrid, el «lobby judío» como se dice ahora, que en aquel tiempo ya era muy fuerte. Estaba oficialmente prohibido —«las insidias judeomasónicas», el general Franco
dixit
—, pero tolerado bajo cuerda. Nosotros, por los extraños meandros del destino, habíamos caído de pie, por razones que nada tenían que ver con la música. Eramos correctos, limpios, no comíamos bocatas de chorizo en las pausas, ni cogíamos unos pedos agresivos, ni intentábamos tocarle el culo a ninguna dama en los rincones, y además —y esto era lo menos importante— tocábamos lo mejor que sabíamos y nos esforzábamos por mejorar.

Pocos días después, Berkoff me llamó a casa muy excitado. Yo estaba durmiendo y corrí sonámbulo al teléfono.

—No hay Abby para mañana. Tú busca otro bueno.

Tenía poco tiempo.

—¿Y si no encuentro un acordeonista?

—Un
Klavier
… o un
Posaune
… Tú busca.

—¿Y Abby? ¿Qué le pasa?

—¡Pobrecito! ¡El en
Gefagnis
!

Y me colgó. Me metí bajo la ducha. Esto me aclaró la cabeza, pero seguía sin saber qué carajo tenía que buscar, ni dónde estaba Abby. «En
Gefagnis
», había dicho Berkoff.

«Será su pueblo», pensé yo. «Le ha entrado la morriña y se ha ido al pueblo».

Me fui desesperado a la plaza Mayor. No había casi ningún músico, sólo algún impresentable. Llamé por teléfono a varios conocidos. ¡Azpiri! Un buen clarinetista.

—¿Estás
chalao
? Son las fiestas de San Isidro. Todo dios trabaja.

Hizo una pausa. Luego:

—Como no quieras a Cuesta…

Cuesta era un buen músico y una excelente persona. Tocaba el bombardino en la banda del Retiro.

—¿Y qué carajo hago yo con un bombardino?

—Me han dicho que ahora toca también el trombón.

Aquello me pareció un disparate, pero le dije:

—¡A ver qué vida! Si no hay otro…

Me presenté en el club con Cuesta, que era un chico delgado y altísimo, valenciano él. Me disculpé con Berkoff, y añadí:

—Sólo he podido encontrar un trombonista.

A Berkoff se le iluminó la mirada.

—¡Tú buen amigo! Tú trae
Posaune
. ¡Gracias muchas!

Así descubrí que un trombón, en alemán, era un
Posaune
y, poco después, que un
Klavier
es un piano. Y con la ayuda de un diccionario minúsculo, que Berkoff llevaba siempre en el bolsillo, supe que el sitio donde estaba Abby, el
Gefagnis
aquel, no era su pueblo, sino la cárcel. Le había pegado en los morros a un requeté borracho y empeñado en ponerle su boina roja. Yo conocía ya las crisis de cólera de Abby, y no me extrañé, menos aún cuando supe que el requeté era un capitoste de los tradicionalistas de Pamplona, que había venido a Madrid por San Isidro a ver las corridas de feria, no a que un acordeonista foráneo le rompiera los morros.

Me preguntaba qué pensaba hacer Berkoff con un trombonista. Pues bien: quedó como los ángeles. Era un excelente músico, y bastó que el viejo dijera: «Toca, como broma,
dixieland
y tirolés juntos». Aquella mezcla aberrante sonaba muy cachonda y, unos minutos más tarde, nuestra audiencia se lo pasaba bomba con aquella mezcla de Sidney Bechet y fanfarria de Baviera. Nuestra versión del
Barrilito
mereció una ovación y un par de botellas de champán. Aquellas gentes me parecían unos ángeles, felices con casi nada. No sabía aún que la mayoría eran escapados de los campos de exterminio nazi, que el régimen de Franco había acogido secretamente en su seno.

Aprendí un montón de cosas con aquellos judíos. La primera, que el puto general era cien por cien de raza judía; la segunda, cuál era el origen de mi nombre. Francos era como se llamaba a los franceses en la Edad Media. Cuando un rey chulo —no sé si fue Enrique IV— expulsó a los judíos de Francia, se vinieron a España, parte por el Pirineo aragonés, parte por el País Vasco. Estos últimos escaparon, acojonados por los vascos, hacia el oeste, y se establecieron en Galicia (ésa era la rama del general). Los otros se quedaron en Cataluña y Aragón (la rama de mi familia), o sea, que yo podía dormir tranquilo. Aunque aquel
desgraciao
se pareciera a mi padre, yo no tenía nada que ver con él. Ni remotamente.

Los judíos, en cambio, hablaban de Franco con respeto. Pensé que era por prudencia y para no complicarse la vida. El caso es que eran muchísimos. Entre ellos había algunos artistas famosísimos, que los señoritos ricos de Madrid aplaudían cada noche en
boites
y teatros. Sobre todo Bernard Flilda, que dirigía una
big band
judía al cien por cien que fue durante muchos años la reina de la noche madrileña. Bernard cantaba con gusto las baladas, y muchas pijas se pirraban por él, mientras sus parejas intentaban disuadirlas con elegancia:

—¿Pero no ves que es un maricón francés?

Creo, incluso, que el marqués de Villaverde llegó a pegarse con él, porque miraba demasiado a Carmencita Franco mientras cantaba
Tú y yo, perdiéndonos en la noche
. Puede que a Bernard le gustara la hija del dictador, que dicho sea de paso, estaba buenísima, pero supongo que lo haría más bien siguiendo una regla de cortesía francesa según la cual los invitados deben flirtear con la señora de la casa. Ella no era la dueña de Pasapoga («Pasa y paga», lo llamaban los castizos), pero era la hija única del dueño y señor de España. El caso es que al pobre Bernard le sacudió Villaverde, con el soporte moral de sus guardaespaldas, y que le sacudieron por franchute maricón, no por judío. La raza seguía siendo un secreto de Estado, y esto permitió que el incipiente
showbiz carpetovetónico
se enriqueciera con editores como Salinger, músicos como Freber o Misraki, directores como Saslavsky o Klimonsky, operadores como Goldberger o Gaertner, y otros muchos, que nos enseñaron la profesión de cineastas a muchos españolitos que vivíamos de espaldas a la industria. El hecho es que gracias a aquellos guateques suntuosos, yo pude empezar a liberarme de la siniestra plaza Mayor, y comprarme el primer
sweater
y el primer
bluejean
. Además, rehice mi conjunto y, gracias a Abby y compañía, tocamos, durante una temporada, para «los finos».

Actuamos en el Casino de Madrid, que oficialmente no era el casino, a pesar de su nombre, pero donde los
elegidos
se jugaban fortunas al póquer o al bacarrá. (Debo recordar, a los más jóvenes, que el juego estaba rigurosamente prohibido en España). Actuamos en el Club de Campo, en el RACE, y llenamos de sonidos exóticos los salones de baile de los recónditos palacios del viejo Madrid en aquellas ostentosas fiestas de puestas de largo o de aniversario. Cada vez nos pagaban mejor, y eso me permitió tocar con músicos excelentes, como Joe Moro, un gran trompetista bilbaíno, que grabó muchos discos de éxito, o el mismísimo Tete Montoliú, que era casi un niño, pero que ya tocaba como los ángeles. Durante muchos años Tete, que era ciego, y yo, mantuvimos una sincera amistad. El fue mi guía en mis primeros viajes a Barcelona, donde vivía con su padre, un excelente músico también. Madrid no le gustaba nada, y eso que para un ciego, la capital del Reino, entonces, podía resultar atractiva: no ver tanta camisa azul, tanta flecha cubriendo edificios enteros, tanto coche oficial con matrículas PMM —Parque Móvil Ministerios—, los madrileños decíamos «Para Mi Mujer», o ET —Ejército de Tierra—, «Esta También», no ver en todas partes los retratos del dictador o su estatua ecuestre, o la guardia mora rodeando el Mercedes regalo de Hitler, o los grises patrullando, teman que hacer mucho más llevadera una ciudad que, por lo demás, tenía un aire limpio —entonces—, agua riquísima —entonces—, gente pacífica —entonces— y si aguzabas el oído aún podías escuchar a alguno de la saga del maestro Apruzzese tocar con el codo un organillo en una esquina de la Cava Baja. Tete decía que aquella era una música alegre tocada por gente triste. El, que hoy está reconocido como uno de los más grandes pianistas del jazz moderno, tuvo siempre un ácido sentido del humor. El gran Don Byas, un músico negro, genial, de la orquesta de Count Basie, le dijo un día: «Tocas como un negro».

—Es que soy negro, tú. Cada mañana me miro al espejo y me veo negro.

Tema los demás sentidos tan desarrollados que podía percibir la presencia de sus amigos. Una vez, en París, leí en aquella mágica publicación semanal que era
La semana de París
, en la que te informaban de todos los eventos de los siete días venideros, que Tete tocaba en un club de jazz del Barrio Latino. Esa misma noche me presenté allí. El local estaba abarrotado y me tuve que sentar en una banqueta, al fondo. Tete estaba actuando, acompañado de un bajo y un batería franceses. Estaba tocando como los ángeles, o mejor. El público guardaba ese silencio que sólo he encontrado en cualquier club de jazz cuando los solistas están tocados por la varita mágica. Cuando terminó vi en su rostro aquella leve sonrisa que sólo aparecía en sus labios cuando se lo pasaba como Dios.

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