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Authors: Jesús Franco

Tags: #Biografía, Referencia

Memorias del tío Jess

 

Jesús Franco Manera,
Jess Franco
para la posteridad, evoca en este libro los hitos principales de su biografía: desde la infancia y primera juventud en el Madrid de la posguerra, años marcados por la pobreza material y espiritual de la que le salvó su pasión por el cine y la música de jazz, a la época de la rebeldía y el aprendizaje en París.

Jess Franco recuerda sus primeros pasos en el cine, la bohemia de los años cincuenta, su amistad (y también los desencuentros) con Bardem, la colaboración con el Orson Welles más épico de
Campanadas a medianoche
, los primeros triunfos, el reconocimiento en festivales internacionales y también los tremendos varapalos de la censura franquista que le obligaron a trasladarse a París. Poco después rueda
Gritos en la noche
, actualmente considerada una obra maestra del cine de terror, y que inaugura la etapa más prolífica de su carrera.

Casi cuarenta años y más de doscientas apasionadas e inclasificables películas después, el
tío Jess
se ha convertido en un icono para legiones de amantes del cine, fascinados por su peculiar universo, y ha recibido multitud de homenajes. Entre ellos, destaca el ofrecido por la Cinémathèque de París, en 1998: su director, Jean François Rauger, dijo entonces que no se podía comprender el cine de Jess Franco “sin tomar conciencia de que aquello que los lugares comunes consideran defectos, en él son cualidades muy particulares”, quizá la mejor descripción de la esencia de este cineasta inimitable e irrepetible.

Jesús Franco

Memorias del tío Jess

ePUB v1.0

minicaja
14.09.12

Título original:
Memorias del tío Jess

Jesús Franco, 2004.

Diseño portada: Jesús Sanz

Editor original: minicaja (v1.0)

ePub base v2.0

Capítulo I

Gritos y susurros

«El día en que nací yo, mi madre no estaba en casa. Así que bajé y le dije a la portera: señora Patro, he nacido; soy niño».

Miguel Gila comenzaba con esta frase uno de sus monólogos más surrealistas e improbables, pero, en mi caso, bastante cierto. Por supuesto, mi madre sí estaba en casa. Aquella cubana pequeña, gordita y encantadora, siempre estaba en casa. Con los doce hijos que le hizo mi padre, se pasó la vida pariendo, amamantando y acunando. Yo fui el penúltimo de la prole y la pillé a la pobre entre noqueada y ausente. Las malas lenguas, mis tías cubanas, sobre todo, decían que ese permanente estado de gravidez de la pobre Lola Manera le venía muy bien a mi padre para campar por sus respetos e incluso para tener alguna aventurilla; yo nunca me creí semejante rumor, dado que el hombre trabajaba como una bestia para alimentar a tanto energúmeno. Mi padre era médico militar, radiólogo, para más detalles, y bastante bueno, según dicen. Por las mañanas, se vestía de uniforme y se iba al hospital. Por la tarde, se vestía de paisano y trabajaba en su consulta privada. Era un franquista convencido y tan estúpidamente honesto que ni siquiera en los tiempos de mayor penuria —al principio de los años cuarenta— utilizó la cartilla del economato militar. Sólo traía a casa el chusco diario de pan, como cualquier soldado. Por cierto, este chusco, al principio casi negro y repugnante, se fue haciendo, con el paso del tiempo, más blanco y apetitoso, como un incipiente y tímido símbolo de que España «iba bien» o, mejor aún, de que «en España empezaba a amanecer».

A amanecer por cojones. Con medio país encarcelado o escondido, con unas leyes crueles, arbitrarias y bananeras, o simplemente inexistentes. Primaban la delación y el enchufe. Aquélla te llevaba a la mazmorra fría por un quítame allí esas pajas, como en el caso, que conozco bien, de Julián Marías, terrible bolchevique revolucionario, como todos sus lectores saben, a quien mandaron a la trena algunos compañeros de la Universidad por los artículos que había escrito ¡¡en
ABC
!! Al pobre hombre lo metieron en una prisión improvisada en la calle Florida, en pleno centro de Madrid. Mi hermana mayor, Lola, que era ya su novia, se pasaba las noches llorando.

Un día, por no se sabe qué coño de fiesta del «glorioso alzamiento», permitieron que los niños visitaran a sus parientes reclusos, y allí llegué yo, completamente acojonado, con un chusco y una carta. A pesar de que yo era un enano escuálido y
mequetréfico
, fui meticulosamente cacheado antes de entrar en un sótano enrejado donde se hacinaba, como en el metro a hora punta, casi un centenar de hombres tan acojonados como yo. Y allí estaba Julián: flaco, sucio, pero lleno de esa dignidad de castellano viejo. Yo le di el pan y la carta y le dije que Lola estaba bien y le mandaba besos, y él me pidió que le dijera a ella más o menos lo mismo. Los afortunados visitantes no llegábamos a la docena, y los hombres que estaban a nuestro alrededor, sentados en el puto suelo o de pie, agarrados a la verja, me miraban con envidia, por visitar al novio de una hermana, al que yo no conocía, casi. Aquella visita y las dos o tres que la siguieron, sobriamente patéticas, me sirvieron para dejar de odiar, o al menos para odiar menos, a aquel novio pijo y pedante de Lolita, que no quería que yo leyera los tebeos de
El Hombre Enmascarado, Roberto Alcázar
o
Tarzán
, sino
Taras Bulba, Tartarín de Tarascón, Platero y yo
, u otras mariconadas por el estilo. El no tenía autoridad para prohibirme nada, pero le comía el coco a mi hermana que, simplemente, me los quitaba.

Creo que ésta fue la primera censura que sufrí en mi existencia, al menos directamente. Yo era demasiado crío para entender que todo estaba manipulado, censurado, en aquel mundo cerrado que me rodeaba, y que la puñetera censura estético-educativa que yo sufría era, al menos, bienintencionada, aunque no por eso menos obtusa e ineficaz. Aprendí a fingir, a mentir. Escondía mis tebeos cuando oía a mi hermana o a Julián venir hacia mi cuarto. Yo tenía siempre al alcance de la mano
Cuento de Navidad
, de Dickens, y cuando mi puerta se abría, yo aparecía enfrascado en su lectura. A la tercera vez, mi hermana me preguntó escamada:

—¿Estás leyendo otra vez
Cuento de Navidad
?

Con una sonrisa beatífica, ensayada ante el espejo, respondí:

—Me encanta. Es precioso.

Y añadí, para disipar cualquier duda:

—Todo Dickens me encanta.

Mi hermana añadió algo que, todavía hoy, no he alcanzado a comprender:

—Pero, cuidado, Dickens también tiene libros que no son aptos para menores.

Este apto o no apto para menores fue durante mucho tiempo una de las pesadillas de mi juventud. El cine, y todos los demás espectáculos, sufrían una censura doble y hasta triple. Estaba, primero, la junta de censura, que era político-moral y que, por las buenas, prohibía de un plumazo una película cuando la consideraba antifascista, antimilitar, anticlerical; un militar no podía ser traidor, o prevaricador, cornudo, o simplemente chorizo, a no ser que fuera vituperado por todos y, al final, severamente castigado. Una esposa debía ser honesta, fiel y discreta, y su marido un dechado de virtudes. No podía haber curas renegados, apóstatas. El deseo, en general, debía ser puro como una patena, impoluto. Políticamente, no podía verse o decirse nada que pudiera considerarse subversivo: los fascistas eran los buenos y los rojos, los malos. Rojos —esto era sencillo— eran todos los izquierdistas, comunistas, anarquistas, separatistas, republicanos, ateos, masones, protestantes. Lo único bueno eran el MOVIMIENTO NACIONAL y LA RELIGIÓN CATÓLICA. Un anabaptista o un demócrata eran sospechosos, por definición. ¿Y qué decir de la forma? Ni besos en la boca, ni muslos, ni números de revista, ni las desvergonzadas
girls
de Samuel Goldwyn o Busby Berkeley. Los films pasaban de merecer sólo el tajo a ganarse la prohibición por simple «acumulación de escenas sicalípticas».

Se cortaba a destajo. Los muy pérfidos rechazaban la película y mandaban a su propietario un lacónico oficio, comunicándole su prohibición. El hombre, desesperado, pedía una revisión. Amigablemente, el censor sugería de palabra el alcance del problema y sus posibles soluciones, todo, por supuesto, «para ayudarte».

—¿Por qué no aligeras las exhibiciones de la manicura, en la peluquería? ¿O el beso lascivo de los protagonistas?

Entonces se le encargaba a un pobre montador que perpetrase la ejecución. Cortaba, por ejemplo, diez fotogramas de una jovencísima Sofía Loren a la que se le veían fugazmente los muslos al cruzar las piernas, completamente vestida, en una peluquería. O el beso entre los célebres
pornógrafos
Cary Grant y Joan Fontaine en
Sospecha
, de Hitchcock, casto si los hay, y romántico y hermoso. Muchas veces había que volver a doblar y hacer nuevas mezclas de sonido. Si, a su juicio te quedabas corto, te devolvían otra vez la película y ¡vuelta a empezar! ¿Qué podía hacer la escuálida industria ante semejantes golpes bajos? ¿Qué temas tratar? Algún iluso intentó hacer films sobre las guerras coloniales. Pobre incauto. Se podía ver, eso sí, al glorioso Ejército español triunfante, pero no al enemigo. En el film
Alhucemas
, uno de los más surrealistas de la historia del cine, se veía todo el tiempo el lado español, pero no el enemigo. Los cañones, los fusiles, disparaban contra la nada. La tropas avanzaban o atacaban a nadie, a bayoneta calada. Ni siquiera estaba permitido mencionar quiénes eran los otros, y es que nuestra santa censura, asesorada por el mando militar —creo que por Franco directamente—, decidió que era nocivo mostrar a nuestros hermanos los moros despanzurrados por una bayoneta hispana, o saltando por los aires por una granada fratricida. Entonces empezó el auge de otros géneros que hundirían a nuestro cine en el pozo de la estupidez más profunda: la comedia, el folclore y el cine histórico. La comedia, siempre hostigada por cortes y cambios, creó sus primeros engendros, como
La tonta del bote, Deliciosamente tontos, El difunto es un vivo
, o
Feliz al fracasar
. Obras todas de una estupidez que viene avalada por el simple enunciado de sus títulos. El cine folclórico insistió en sus tópicos:
La niña de la venta
, Patio andaluz, o el
remake
de
Morena Clara
, con Lola Flores y Fernán Gómez, que, al menos, daban dinero en Andalucía, y del que surgieron tonadilleras y galanes señoritos, además de algún cómico local, en general bastante zafio. Y por fin surgió el género que encandilaría a autoridades, productores y hasta al público: el cine de levitas y miriñaques, volutas de escayola y pacotillas seudohistóricas.

Pero ese cine, que malformó y desinformó a los españoles, merece un capítulo aparte. Volvamos al gozoso momento en que Lola, mi hermana, claro, y Julián descubrieron que su cruzada en pro de la buena literatura no estaba completamente perdida. Me gustaba Dickens, aunque no me consideraran preparado para ciertos libros suyos. ¿Cuáles, santo cielo? Julián, entonces, lanzó un globo sonda:

—La verdad es que Dickens pierde mucho traducido. Deberías aprender inglés.

La oculta amenaza que encerraban esas palabras me hizo cambiar de libro
oficial
, y durante los meses siguientes fue
Las inquietudes de Shanti Andía
, de Baroja. Y eso, por puta casualidad, me hizo descubrir la literatura. Una tarde, ellos entraron en mi cuarto y yo tuve el tiempo justo de abrir el
Shanti Andía
por la primera página. Se quedaron allí un buen rato, discutiendo sobre el estilo de Baroja, y yo, aburrido, empecé a leer, y seguí leyendo un buen rato, hasta que se decidieran a marcharse. Antes de salir, Lola me dijo, encantada: —¿Te gusta?

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