Read Memorias del tío Jess Online

Authors: Jesús Franco

Tags: #Biografía, Referencia

Memorias del tío Jess (10 page)

Después de las ovaciones y saludos, su lazarillo, el batería, se lo llevó hacia el bar. Al pasar junto a mí dijo:

—Hola, Jesús. ¿Cómo tú por aquí?

—¿Cómo sabes que soy yo?

—Tú tienes un perro, ¿verdad?

—Sí.

—Seguro que él sabe cuando llegas, antes de verte.

—Sí. Es cierto.

—¿Por qué quieres que yo sea más gilipollas que tu perro?

El día que tocó conmigo en aquella fiestecita social, yo traje a otros músicos que le gustaban, cubanos como la mujer de Tete. La mitad, más o menos, del público —los jóvenes— estaba encantada y rodeaba a los músicos sin bailar. La otra mitad, la gente
seria
, soportaba con dificultad el estruendo de las tumbas y los bongos y los agudos de las trompetas —éramos tres— en aquel salón vetusto, de terciopelos, mármoles y cornucopias a lo Mariano García (a la sazón el más hortera de los decoradores españoles). En pleno delirio tropical, el marqués de Villaverde, siempre él, se acercó al piano y dijo con frialdad.

—¿No podéis hacer menos ruido?

—No —dijo Tete.

—¿No podéis tocar un vals?

—No sabemos ninguno —dijo Tete con sencillez.

Y siguió aporreando el piano con furia.

Mi vida como músico de jazz —comercial o del otro— iba a durar poquísimo, pero me permitió descubrir mundos y conocer a personas que dejarían en mí una huella difícil de borrar. Ante todo, toqué por fin en una
big band
, la Waldorf, que dirigía Juan Tamarit, un músico solvente y serio con quien aprendí a ensayar, a sacar matices a los arreglos, algunos magníficos, de Jerry Grey o de Fletcher Henderson. Pero hacíamos un repertorio muy variado, incluso tangos y baladas con cuerdas. Y entonces yo tenía que
doblar
.; es decir, que tocar algún instrumento más. Ni corto ni perezoso, me compré un contrabajo a plazos. Franco Orgaz, que era uno de los dirigentes del Hot Club, me avaló las letras, gentilmente. Como había empezado a ligar con algunas chavalas de las
boites
y tenía un contrabajo más grande que yo, decidí alquilar un estudio, para ofrecer un techo decente a las chicas y al instrumento. Unos meses antes, retransmitiendo un concierto sinfónico, uno de los más celebrados locutores de Radio Nacional, anunció: «En este momento aparecen en escena los profesores de la Orquesta Nacional con su instrumento en la mano —breve pausa—, el musical, naturalmente». La idea de tener un lugar para mí, mis ligues y mi instrumento, me parecía la perfección. Hice una pequeña mudanza, ayudado por un conocido, Odón Alonso, pianista de León, que terminaba su carrera, y que iba camino de ser un gran concertista. Era un loco posromántico sin saberlo, que recitaba a Neruda y a Barba Jacob mientras transportábamos el contrabajo a altas horas de la noche por las calles desiertas. El también tocaba algo de jazz, con más
swing
que mi hermano Enrique, aunque Dios tampoco le había llamado para ser Oscar Peterson. Era enamoradizo e inconexo. Cuando le presenté a mi hermana Tina, presentí que aquello era el flechazo, y deseé con todas mis fuerzas que no llegase a más. A los pocos meses se casaron. A mí, hacer de Cupido me repateaba las tripas, pero ése fue sólo el principio. Después he hecho ese estúpido papel muchas veces, demasiadas.

Asimismo, conocí a otro personaje excepcional: un peruano becado en Madrid para estudiar cine. Se llamaba Enrique (Paco, para los amigos) Pinilla —ha muerto hace poco, en su país, reconocido como uno de los mejores compositores y directores de orquesta de América Latina— y, sin su amistad, posiblemente yo no habría llegado a ser realizador, ni guionista, ni compositor. Era otro loco casi furioso, pero un loco benigno, que venía de estudiar en París, y que renovó mis apagadas inquietudes con un empuje definitivo. Pinilla era alto, desgarbado, una mezcla de indio quechua y del Loco Carioco al cincuenta por ciento. Era novelista, discípulo de Joyce. Estaba escribiendo una novela enorme y andaba siempre con su manuscrito inacabado bajo el brazo. Era compositor dodecafónico, discípulo de Dalla Piccola. Tocaba, muy en serio, el piano, el charango y la quena. Era un humanista preclaro, a sus veintipocos años. En cine, tenía una cultura que me daba cien vueltas. Por otra parte, las temporadas que había pasado en París le habían permitido contar con una información política que no poseíamos en España. Como era extremadamente inteligente y sensible, estaba claramente del lado de la izquierda y, sobre todo, de la libertad y la democracia. Toda esta ciencia infusa podría haber hecho de él un hombre pretencioso, un líder doctrinario. Pero nada más lejos de su manera de ser. Era sencillo y divertido, y como, además de tener el acento cadencioso, el habla peculiarísima de su tierra, era tartamudo, casi nadie lo tomaba en serio. Y eso, a él, lo divertía sinceramente. Su tartamudez era muy peculiar. Hablaba rápido y fluido, y en una conversación normal usaba —y bien— el doble de palabras que un universitario de la España de entonces y diez veces más que uno de ahora. Pero, de vez en cuando, se atascaba ante una labial y entonces miraba a sus expectantes interlocutores y rompía a reír como un loco ante lo ridículo de la situación, ante su propio ridículo.

En aquella España del pecado, la censura y la prohibición fueron para mí la fuente de saber. Le llamaban
El Loco Pinilla
. Vivía de realquilado en casa de una señora, viuda, que daba clases particulares de solfeo y de piano, y que tenía un hijo, joven, pacífico, con una discapacidad mental —autista, supongo—. Se llamaba Luis y solía ir y venir por la casa. Era buen amigo de Pinilla, que le hablaba siempre con simpatía, y así llegaban a conversaciones muy peculiares:

Enrique: Ayer he estado en el cine Voy.

El otro seguía con su deambular mientras preguntaba: —¿En el Voy? ¡En el Voy! ¿Y qué ponían? ¿Qué ponían en el cine Voy?

Pinilla solía entonces
adornar
la programación.

—Ponían dos películas de vaqueros. En colores.

Esto provocaba en Luis un verdadero placer.

—¡En el Voy, en colores! ¡Dos de vaqueros!

Pero el entusiasmo del chico se desbordaba si Pinilla anunciaba:

—Y dos NO-DO.

—¡Dos NO-DO en el cine Voy! ¡Dos NO-DO! ¿En colores?

—¡Uno en colores!

Ante semejante nueva, Luis olvidaba el resto de la programación. Su ilusión máxima era esa perspectiva de un NO-DO en colores…

Se paseaba de nuevo, repitiendo:

—NO-DO en colores, qué bonito. ¡En colores!

A veces, Pinilla le leía su novela. Luis le escuchaba, entonces, en silencio, y sólo subrayaba, con gestos o frases, lo que le parecía interesante.

—«Sabía que esa relación no tenía futuro. En efecto, Ismandro cayó en desgracia».

—¿En desgracia? ¿Cayó en desgracia? ¡El pobre cayó en desgracia!

Con la música pasaba algo parecido. Pinilla tocaba al piano algo atonal, extrañísimo y magnífico, y Luis escuchaba en silencio. Luego Pinilla le preguntaba:

—¿Te ha gustado, Luis?

—Mucho. Me gusta mucho.

A continuación tocaba una melodía vulgar, una tonadilla fácil. Luis perdía el interés y se marchaba, como habría podido hacer yo mismo.

—Tiene unos gustos muy modernos —comentaba Pinilla entonces—. Está en otra dimensión.

Esto me recordaba la reacción de Charlie Parker cuando le hicieron oír su última grabación, poco antes de su muerte, en el manicomio. Oyendo su increíble solo, sonrió y murmuró: «We are playing tomorrow». (Estamos tocando mañana).

Un mañana que todavía no ha llegado.
Bird
sigue siendo el más moderno, el más cósmico músico del jazz.

Gracias a
El Loco
Pinilla yo
gocé
a escritores como Büchner, Mayrink, Wedekind, Joyce, Virginia Woolf, Henry Miller o Katherine Mansfield, a compositores como Hindemith, Alban Berg o Messiaen, o Pierre Boulez, cuyo tratado de composición moderna se convirtió en mi nuevo decálogo. Tuve acceso —tenía un baúl lleno de libros— a Stanislavsky, Dullin o Max Reinhardt, y hasta a Martha Graham. Y de cine, ni hablemos. Lo sabía todo, había visto todo el cine, antiguo y moderno, en la
cinémathèque
de París. Todo el cine que nos estaba vedado por los malignos, a la par que
cebollos
, sicarios del general. «Dirán lo que quieran —decía el ministro Arias Salgado— pero desde que yo soy ministro de Información van muchos más españoles al Cielo». Debía de recibir el
box office
de san Pedro directamente.

Necronomicon
(1968).

Capítulo VIII

Granujas de mediopelo (‘Small Time Crooks’)

Yo habría seguido con mi música, aunque presentía que aquella vida —ensayar-tocar-beber-quizá follar-dormir-ensayar— no podía llenarme. Es cierto que cuando haces un buen solo tocas el cielo con las manos, llegas a una plenitud tan fuerte como la de un orgasmo, pero nadie llena su vida con unos minutos de placer, aunque sean diarios. El jazz, como el flamenco y el rock, o cualquier otra música impulsiva, se puede apoderar de ti, y llevarte a la marginación voluntaria y, por afán de superación, a la droga, que te crea un nuevo
modus vivendi
en el que acabas prescindiendo del único don diferencial del ser humano: el
talento
. Yo tuve la gran suerte de estar rodeado de gentes, como Pinilla, que trazaron mi camino, que despertaron nuevas inquietudes a pesar de la mierda que casi nos ahogaba a todos. Yo, como siempre, me decidí por el sendero más abrupto e incómodo: el de cultivar un poquito, desde mi independencia mental casi
sartriana
, mi inteligencia. «Los pájaros cantan mal», dijo Cocteau, desintoxicándose. Quizá llevaba razón. Pinilla iba con otros
sudacas
, pocos, pero elegidos, a unos cafés cercanos a Cibeles, donde se reunía un mundillo disidente dentro de lo posible. Leí a Ciro Alegría, a Rómulo Gallegos, a Miguel Ángel Asturias, siempre en ediciones argentinas que me prestaban. Entonces, estaba estudiando Derecho en la vieja Universidad, justo enfrente del Conservatorio. Cada mañana, al llegar, me preguntaba por qué tenía yo que cruzarme de acera para estudiar algo que no me interesaba un carajo. Por esas fechas, sabía que los textos, hasta el Código Romano, estaban manipulados, como nos confesó el catedrático Javier Conde, jugándose la cátedra, supongo:

—La asignatura que tenéis que estudiar, no responde exactamente a mis ideas sobre el tema, ni creo que vaya a durar así mucho tiempo. Pero por el momento, hay que aprendérselo todo de carrerilla.

Esa era una de las terribles esclavitudes de aquella carrera. Nada de puntos de vista personales, nada de especulaciones: las respuestas debían ser exactas a los textos estudiados y los códigos aprendidos al pie de la letra. No había más solución que romperse los codos y estudiar así los dos cursos de derecho civil, romano, procesal, penal, etc. Podías tener sobresaliente si repetías el texto como un autómata, sin comprender siquiera de qué coño hablaba el Artículo 27, párrafo cuarto. La mayor parte de mis compañeros —éramos más de quinientos— abandonaba. Sólo seguían adelante los vocacionales del Derecho —un uno por ciento— y los vocacionales a seguir vivos, como yo, por ejemplo. Mi padre veía con muy malos ojos mis compañías, la aparición en casa por generación espontánea de trompetas, maracas y partituras tan difíciles de justificar como
El negro Bembón
o
Let’s do it
.

Y no hablemos de mi famoso contrabajo o de exóticos uniformes con blusa de volantes multicolores.

El primer curso lo pasé gracias a José Luis Dibildos, quien repetía por enésima vez y tenía un librillo de chuletas que era un lujo. Su pupitre estaba justo delante del mío. El primer día de clase, en aquella aula enorme, pasaron lista por orden alfabético:

—Franco Manera, Jesús.

—Presente.

—Póngase de pie cuando yo le hable.

—Lo siento. Es que soy bajito.

Sonó una carcajada cerrada. Dibildos se volvió y sonrió. El profesor me echó una mirada de odio. En un momento había hecho un amigo y un enemigo. Por fortuna, el primero lo fue muchos años y del segundo podría decir, parafraseando a Oscar Wilde, que «era un individuo con una personalidad tan destacada que, si le veías una vez, nunca más te acordabas de él».

Aprobé los exámenes con las materias aprendidas con alfileres y gracias a la confianza en mí mismo que me daban las chuletas de Dibildos. Con José Luis andaba ya Alfonso Paso, que era la antítesis de José Luis. Mientras éste parecía medio dormido —porque lo estaba, sencillamente—, Alfonso era brillante, divertido. Los dos eran ligones tradicionales y frustrados. Creo que del gran número de ligones contumaces que he conocido, éstos eran los que ligaban menos. Ya escribían guiones de cine, y en aquellos días estaban exultantes porque habían conocido a un joven productor y periodista, del diario falangista
Arriba
, llamado Santos Alcocer. Yo me extrañé:

—¿Vais a trabajar con los fachas?

Dibildos respondió muy serio:

—¿Los de
Arriba
? Son comunistas.

Era una broma, pero en él era muy difícil saber cuándo bromeaba. A su lado, un
british
medio parecía más exagerado que Los Morancos. Era un hombre culto, mucho más inteligente de lo que parecía. Su amigo Pedro Lazaga llegaba a la productora y preguntaba: «¿Ha llegado el imbécil?». Entraba en su despacho y le decía, con simpatía: «¡Hola, imbécil!». Y Dibildos no se inmutaba. Me admitieron, más o menos, como subamigo, cuando venían a la facultad, cosa poco frecuente. (Había mil matriculados, pero las clases estaban siempre vacías. En cambio, los billares de la zona, las timbas y los cines con sesión matinal estaban siempre a rebosar. El cine Rex empezaba a las 11, una hora perfecta: podías tomarte un café con churros o un bocata de calamares —infecto, pero baratísimo— y darte una vuelta por la facultad antes de meterte en el Rex).

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