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Authors: Jesús Franco

Tags: #Biografía, Referencia

Memorias del tío Jess (3 page)

Jess Franco, King Vidor y Orson Welles.

Capítulo III

El sonido de la música

Mi hermano Enrique, bastante mayor que yo, era un buen pianista y estudiaba en el Conservatorio. Apenas volvimos a estar juntos, yo me topé en la casa con un piano que resultó ser de mi hermano Enrique. Se pasaba las horas estudiando y repasando el mismo pasaje de Mendelssohn. Yo había aprendido a escuchar música desde que nací y, de vez en cuando, oía la mísera radio de galena. Un día, que a mí me pareció un día como los otros, pero que luego se convirtió en una efemérides de la hostia, oí muchas marchas militares y unos discursos diferentes y engolados con una voz que me perseguiría durante cuarenta años de
paz
: la del nuevo mandatario del país, el generalísimo Franco, que soltaba unas aviesas paridas a grito limpio con su soniquete penoso. Yo noté el cambio en que dejé de oír los obuses y empecé a oír otros ruidos tan siniestros como los anteriores, los de los
pacos
, grupúsculos irreductibles que no admitían más rendición que la muerte. En Madrid los llamaron «los pacos» por el sonido que hacían sus pistolas, sobre todo en el silencio de la noche. Pero a mí nadie me explicó nada. Mi padre estaba más contento, pero mi tío Emilio, por ejemplo, desapareció durante un tiempo.

Por lo demás, casi nada cambió. Yo y todos mis hermanos seguíamos comiendo mierda, incluido el chusco que traía mi padre, que se vestía de uniforme por las mañanas y que había vuelto a casa. Así me di cuenta, entonces, de la trascendencia que la nueva situación tendría para todos nosotros. Instintivamente, me refugié en la música procurando aislarme de lo demás. No comprendía por qué mi hermana Lola lloraba más de la cuenta, ni por qué Ricardo se encerraba en su cuarto a estudiar y cuando salía, llevaba una camisa azul con unas flechas rojas. Hasta mi hermano Enrique, que parecía el más independiente, se puso a componer unas canciones que hablaban de «montañas nevadas y banderas al viento». Aveces me quedaba un rato junto al piano, escuchándole, aunque repitiera cien veces el arpegio que no le salía muy limpio, o en busca de un acorde perdido. Cuando había una visita en casa, sobre todo mi tía María, que era una sabelotodo y que le aconsejaba sobre cómo debía acentuar una frase musical, Enrique se ponía como loco y procuraba escurrir el bulto. Mi tía explicaba siempre que Enrique, a los seis añitos era un niño prodigio que había tocado para el Rey en el Palacio Real. A mí eso me daba igual; el rey era sólo una palabra sin otro contenido que el meramente figurativo: un señor de barba con una corona y que mandaba mucho. «¿Como el caudillo?», preguntaba yo.

—No, menos —me decía mi tía.

Y yo me imaginaba a una especie de rey de copas, según la iconografía de don Heraclio Fournier, o al rey Gaspar con su camello, haciendo el fantasma, pero mandando poco, a pesar de tanto armiño y tanta corona. Mandando menos que nuestro caudillo, bajito pero con mala leche, a quien yo soportaba por cojones en aquellos rollos semianalfabetos que soltaba por la radio, mezclando a comunistas, judíos, masones y anarquistas en la misma bolsa («así que saco bola, y a quien le toque, que se joda»). Al lado de aquel soniquete monótono y adormecedor, los discursos de Fidel me suenan a guarachas o a merecumbé. Muchos años más tarde sostuve la teoría de que aquellos coñazos tenían como objetivo dormir al personal y que, cuando ya estaba seguro de que España entera estaba roncando, él anunciaba, de pasada, la derogación de cinco artículos del Código Penal, que dejaban a todos los españoles en pelotas y a su merced.

Apenas había contestatarios y, oficialmente, ninguna oposición. Los crios de entonces íbamos a la escuela, oíamos misa a diario y cantábamos el
Cara al sol
con el brazo levantado. Dábamos clase de religión y de formación política, y apenas nos quedaba tiempo para aprender otras cosas. Nuestra generación fue sistemáticamente castrada por unos profes de camisa azul o sotana, que nos aplicaban las doctrinas jesuíticas y fascistas, intentando anular cualquier esbozo de protesta o de simple desacuerdo. Todos éramos germanófilos por decreto. El primer cine que yo vi fue alemán, pero no el de Fritz Lang o Lubitsch, sino los bodrios propagandísticos de Veit Harlan o Gustav Ucicky, dañinos, porque en general tenían una excelente factura técnica. Ese cine, con raras excepciones, no gustaba a los españoles, como tampoco gustaban las estúpidas comedias de Theo Lingen, Hans Moser y compañía. Casi no había cine americano y la censura se encargaba de cortar y cambiar lo que consideraba moral o políticamente peligroso. El doblaje se hizo obligatorio, así los actores decían lo que los censores querían. Los alemanes eran siempre ensalzados, así como algunos italianos, si eran fascistas. Y ¿qué decir del cine español?
Frente de Madrid, Por qué te vi llorar
o
Raza
, basado en un argumento escrito por el propio general Franco. Un cine hecho por imbéciles y para imbéciles, para todos nosotros, pobres españoles machacados y sojuzgados.

«Cada mañana», solía decir yo, «nos tiran una gota helada sobre la cabeza. Cuando consiguen ablandarte el cráneo, ya estás ganado para la causa».

—Señor profesor… —preguntó un día un compañero de clase al profesor de política— odiamos a Inglaterra. Pero ¿por qué?

Además de las clases de religión, un par de veces al año hacíamos ejercicios espirituales, que no eran obligatorios, pero ¡ay de ti, si no los hacías! Y así te creaban unos malsanos sentimientos de culpabilidad: el Señor muriendo en la cruz para salvarme, y yo mirándole las piernas a la prima María Luisa. Y es que yo se las miraba, porque las tenía preciosas, y fingía jugar con Javier, mi hermano menor, para ponerme bajo la mesa y contemplar a gusto sus piernas. Yo estaba convencido de que ardería en el infierno, pero le miraba las piernas.

A ella, y a la chacha, y a toda tía que me diera la oportunidad.

Y ocurrió, para más inri, que no sé por qué razón, me pusieron a dormir en el cuarto de Lola, la hermana mayor, la novia de Julián Marías.

Alguna vez, al principio, ella se desnudó delante de mí. Era la primera vez que yo veía unas tetas y un culo. Ella debió de notarme tan turbado que dejó de hacerlo mientras yo estuviera despierto. Se quedaba a estudiar o a llorar (dependía de si Julián estaba en chirona o no) y yo me hacía el dormido para verle las tetas. Eran apenas unos instantes, pero valía la pena. Y no veía ningún mal en ello. Hasta que un día, en aquellas pláticas tostoníferas del cura José María, —ahora creo que era una maricona— nos amenazó con el infierno si mirábamos a una mujer desnuda. Los siguientes días mantuve una feroz lucha interior entre la teta y la salvación. Y el primer sábado me preparé para tener el valor suficiente de decirle al cura: «Padre, me confieso de mirarle las tetas a mi hermana mayor». ¡Qué lucha, qué sofoco! Apenas pude decir, entre balbuceos: «Padre, a mí me gusta ver mujeres desnudas». Así, sin precisar más. El me hizo una pregunta sorprendente:

—Y en esos casos, ¿qué haces?

—¿Qué voy a hacer? No hago nada.

El no sabía cómo ahondar en el tema:

—¿No te acaricias, no te tocas la cosita?

Mi extrañeza iba en aumento:

—¿Tocarme yo? ¿Para qué?

El me miró defraudado:

—Hijo, si no te tocas ni haces cosas peores… no es un pecado mortal.

Sólo venial. Dos credos y un avemaria.

Esa noche descansé como un rey. Había aprendido algo muy importante: por dos credos y un avemaria podía mirarle las tetas a mi hermana sin limitación de tiempo pero, al mismo tiempo, intuí que, en una situación así, se podían hacer otras cosas además de mirar. Pocos años después, durante las vacaciones, volvíamos un grupo de chicos del río y, al pasar por una era, uno propuso: «¿Queréis que hagamos un concurso de pajas? Al primero que se corra le daremos dos reales cada uno». Me negué y tuve que pegarme con un par de ellos, que me llamaban maricón. Luego empezaron a masturbarse encima de la paja recién cortada. Yo me fui asqueado. No me interesaba nada verlos como locos, meneándosela. Me daban asco aquellos penes enrojecidos, aquellos jadeos y aquel esperma, que brotaba por doquier. ¡Qué diferencia con los cuerpos suaves y tiernos de las mujeres! Aquel atardecer fui consciente de dos cosas: que yo nunca sería maricón y que nunca volvería a comer pan en aquel pueblo. Y además me fui de allí con los dos reales en el bolsillo.

Algún tiempo antes de aquella renuncia mía —extrañamente clara en mi cabeza— a la masturbación colectiva, me inicié en los placeres de la música. Mientras Lolita estudiaba y lloraba, Ricardo (el mayor de mis hermanos) estudiaba medicina todo el puto día, encerrado en su cuarto, y sólo hacía esporádicas salidas iracundas para hacernos callar a los niños; solamente Enrique parecía feliz, repitiendo miles de veces la endemoniada cadencia del
Liebestraum
. Aquello no parecía, además, molestar a nadie, así que aproveché la primera ocasión en que vi a Enrique marcharse, para trepar al piano, y me puse a aporrearlo un rato, sin ton ni son, hasta que Ricardo salió de su cuarto, dispuesto a estrangularme. Repetí esta operación cuantas veces pude, procurando hacer menos ruido. Sólo Javier, el más pequeño, pareció interesarse por mi actividad y quiso colaborar con entusiasmo, golpeando el teclado con sus puñitos cerrados, pero se llevó un guantazo mío y renuncio a Liszt por el momento, volviendo a su estatus de espectador. Fue mi primer fan. Mi madre pasaba de aquí para allá, sin enterarse de nada, como siempre. Sólo una vez ralentizó su pasada para decirme, con aquel acento cubano que no perdió jamás:

—¡Niño, qué mal tocas el piano!

Por fin, un día, Enrique me pilló in fraganti aporreando su querido Rönish y me cogió del cuello:

—No vuelvas a poner las manos en el piano o te romperé un hueso.

Yo no esperaba una reacción tan violenta por parte de Enrique. Si hubiera sido Ricardo, me habría parecido hasta normal.

—¿Por qué? Tú bien que le pegas.

Su furia evolucionó hacia la charla didáctica.

—Los pianos se estropean, se desafinan, si pones mal los dedos y los aporreas.

—Es que a mí me gusta.

—Pues si te gusta, aprende.

Yo acababa de ganar un maestro y él su primer discípulo.

Durante algunos meses, tuvo la santa paciencia —y el tiempo— para enseñarme solfeo e iniciarme en el piano. Yo puse mis cinco sentidos en aquello, a pesar de que aprender a pasar los dedos, hacer escalas o arpegios era un verdadero coñazo. Tenía mucha facilidad para la música, y pronto pude pasar al
Czerny
, que era un librazo gordo lleno de ejercicios de piano que me dejaron aterrado. Mi hermano tenía un posible trabajo y le pasó
los trastos
a un viejecito encantador que había sido profesor suyo, años atrás. Lo malo es que había que pagarle. Pensé inmediatamente que mis clases de pianista habían tocado a su fin, pero, ¡oh sorpresa!, mi padre llegó a un acuerdo con él, a pesar de que estaba en la ruina. Nunca pareció interesarse por mis posibilidades. Supongo que Enrique debió de exagerar sobre mis aptitudes para la solfa. Sólo tuvo una frase de aliento, un día, que yo me escurrí, corriendo por allí con Javier, y me di un porrazo contra un pico del piano que me produjo una brecha en la frente, de la que aún hoy conservo la señal.

—Parece que la música te va entrando —dijo el coronel, divertido.

A partir de ahí, creo que trabajé duro, y demasiado deprisa. Me examiné por libre en el Conservatorio, de solfeo y de dos años de piano, y saqué sobresaliente en casi todo. Pero yo quería tocar, no hacer ejercicios y otras bobadas, tocar a Chopin, a Beethoven. Y me lancé con
Para Elisa
y unos valses de Chopin, cuando debería haber esperado.

A todo esto, mi educación y mi cultura generales, proporcionadas por mi hermana Lola, ayudada —ella pensaba que supervisada— por mi tía María, dejaban mucho que desear. Yo sabía bastante de literatura, de lengua, hasta de latín, pero las ciencias se me daban fatal. Ya habían quedado atrás los tiempos de los exámenes heroicos de los primeros días de la posguerra, como los de Enrique, que hizo un tardío examen de reválida con unos programas llenos de chuletas hechas a mano que ni él mismo entendía. El profesor preguntaba y él buscaba en el programa antes de responder.

—¿Qué está usted mirando?

Con una sangre fría admirable, mi hermano aclaró:

—Estoy consultando algunas notas que he hecho.

La pregunta era de matemáticas, materia en la que Enrique estaba aún más pez que yo. Y el profesor, medio cabreado:

—¿Cree usted que puedo aprobarle?

Enrique, sereno y sincero:

—Creo que no.

Esa sinceridad desarmó al examinador.

—¿Usted a qué piensa dedicarse, hijo?

—Yo soy músico, pianista.

—La verdad es que el álgebra no va a servirle de mucho.

Y le aprobó. Dudo mucho, pensándolo, que aquel
happy end
se hubiese producido si mi padre hubiera sido un coronel del Ejército rojo, pero en aquel tiempo me pareció una maravilla y atribuí el éxito a la sangre fría de Enrique.

Yo tampoco quería ser un científico, o un médico, a pesar de que mi padre intentó, sin mucho empuje, interesarme por la medicina y, sobre todo, por la radiología. Pero yo estaba ya liado con la música y además mi verdadera vocación iba asomando lentamente dentro del alma. Yo sería director de cine, es decir, un hombre con bombachos que, subido en una enorme grúa, altavoz en mano, daría órdenes a un equipo enorme de técnicos y actores. Debo reconocer aquí, modestamente, que casi nunca he llevado bombachos, no me he subido casi nunca a una grúa enorme, no me he servido de un altavoz —y menos de uno de aquellos que yo imaginaba—, y no he tenido un equipo enorme salvo en contadas ocasiones. He procurado, y sigo en ello, ser honrado y sincero, y poner en cada film toda mi energía, todo mi corazón, sin vanidades ridículas ni mayores pretensiones que ofrecer al espectador un rato de felicidad. Porque lo otro, lo de las alfombras rojas y las voces de «The winner is…», forma parte de otro espectáculo, tan circense como llegar a recoger la estatuilla dando un triple salto mortal. El gran John Ford dijo, al final de sus días, que «una obra maestra es el resultado de un trabajo colectivo, no un proyecto o una intención».

Bendito sea.

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