Read Memorias del tío Jess Online

Authors: Jesús Franco

Tags: #Biografía, Referencia

Memorias del tío Jess (25 page)

Unos días antes de iniciarse el rodaje, Juan Antonio me llevó a cenar a la parrilla del Hilton. Una pasada. A él le encantaba hacer de maestro de ceremonias. Era un entendido en cocina, en vinos y alcoholes diversos. Un grupo inglés tocaba durante y después de la cena. Era una buena banda a lo Joe Loss, el Glenn Miller británico. Sonaba alegre y educada. A Bardem le iba perfecta para las escenas de club de finos. Bardem hablaba muy bien algunas lenguas. Habló con el jefe de la banda, el pianista, que enseguida aceptó participar —sonido e imagen— en el film. Después Juan me dijo cuánto podía ganar yo, y me pareció una miseria esplendorosa. Luego, me añadió una propina: componer y tocar los cuartetos del viejo café concierto de provincias. Todo esto era magnífico pero, ¿cuál iba a ser mi cometido? El me pidió que fuera algo así como su ayudante personal, pero, sobre todo, mi misión era la de «ojo lúcido del cinema». Si yo le veía desfallecer o aceptar algo que significara una renuncia a la calidad, tenía que decírselo en un rincón y desaparecer durante un rato.

—¿Por qué?

—Si te quedas, discutiré hasta la muerte que llevo razón.

Fue como otorgarme su confianza. Yo estaba jodido: tenía que luchar hasta la última gota de sangre para que la película fuese cojonuda.

Salimos del Hilton con una —sólo una— copa de más. Juan estaba feliz. Estuvimos dando saltos como dos gilipollas por un desierto paseo de la Castellana, remedando a Fred Astaire, a Gene Kelly y hasta a Eddie Cantor. Alguien conocido debió de pasar por allí. El caso es que al día siguiente, la comidilla del café Gijón era que Juan y yo éramos maricones y estábamos liados. Nos hizo tal gracia que la siguiente vez que fuimos al café entramos cogidos de la mano, nos apoyamos en la barra y Juan Antonio, con voz atiplada me preguntó:

—¿Qué vas a tomar, vida?

Y yo respondí:

—Una tisana, corazón.

La gente rompió a reír. Porque si algo estaba claro era que Juan Antonio y yo no éramos unos maricones.

Romina Power en
El conde Drácula
(1969).

Capítulo XV

Dos cabalgan juntos

El primer día de rodaje profesional de mi vida fue una noche. Iniciamos el film en el teatro Fontalba, en la Gran Vía, un local precioso, que fue devorado poco después por un banco o dos. Como en aquel entonces los teatros hacían dos sesiones —a las siete y a las once— nosotros no podíamos entrar, ni siquiera a preparar, hasta la una y pico de la madrugada. Luego, la cosa solía durar hasta bien entrada la mañana. Teníamos casi una semana de rodaje, allí, con unos doce actores, la mayoría de teatro, o sea que los pobres curraban un promedio de catorce o quince horas. La semana laboral era aún de seis días, lo que agrandaba el esfuerzo. Pensad en un actor —Manuel Alexandre, por ejemplo— chupándose dos veces una comedia de Jardiel o Mihura, con su tiempo de maquillaje, vestuario, etcétera, y yéndose después, disparado, al rodaje. Al cabo de tres días todos ellos eran como zombis. Se dormían de pie, mientras ponían las luces, ¡y qué luces! Cinco veces más potentes que en nuestros días. Sólo las dos protagonistas femeninas y Fernando Rey no hacían doblete. Aun así, ellas acabaron ojerosas y extenuadas. Para Bardem fue un desafío dirigirlas con la seguridad con que lo hizo. Por fin, fueron la argentina Elisa Galvé y Emma Penella las que encarnaron a las dos «heroínas», y los dioses quisieron que la elección fuera acertada. Bardem no conoció a su personaje principal —Ana en el film— hasta que llegó de Buenos Aires tres o cuatro días antes del rodaje, tras un viaje de veinte horas. Ya no era ninguna jovencita, o sea que las ojeras rozaban el suelo de Barajas cuando la vimos aparecer. La otra, Emma, estaba todo el tiempo en Madrid, pero ni Bardem, ni Manzanos se decidieron por ella hasta el último minuto. Emma era amiga mía, y yo sabía que en potencia era una actriz y un
animal
cinematográfico perfecto para el papel. Ya empezaba a ser importante. Había hecho
Carne de horca
con Ladislao Vajda, con mucho éxito. Yo la conocía —igual que a sus hermanas, Elisa Montes y Teresa Pávez— desde el conservatorio, y sabía que habían nacido para esto. Tenían una personalidad y una energía rompedoras, en lo que hicieran. A Bardem no le gustaba la voz de Emma —grave y rota— pero ése era uno de sus mayores atractivos. Siempre la habían doblado, y eso atenuaba su poder expresivo, su garra. La hice venir a la oficina, y ella se presentó maquillada y vestida para el papel. A Bardem casi se le cayó la baba. El resto del reparto era magnífico, compuesto sobre todo por actores de teatro, que Juan conocía bien. Sólo Fernando Rey era ya famoso en el cinema.

Antes de pasar el
cast
definitivo a producción, Bardem me llevó de mañana al Gijón. Allí estaba Manuel Alexandre, que debía de ser para Juan Antonio el
ojo lúcido
del teatro porque sometió la lista a su aprobación. Manuel hizo algunas sugerencias, que fueron atendidas. Manuel Alexandre era muy joven, pero no lo parecía. Pequeñito, enjuto, alopécico, de ojos brillantes y expresivos, enamoradizo y solitario, Manolo era y es aún un verdadero vocacional, uno de esos actores sólidos y seguros que ennoblecen un reparto. Recientemente ha recibido galardones y premios diversos. Y no lo han hecho lord, porque en España no hay lores. Manolo merece esas distinciones desde hace mucho. Desde
Los jueves, milagro
, por ejemplo. En aquellos tiempos solía ir al café por la mañana, cuando el local estaba casi vacío y se sentaba en una de las mesas del fondo con un libro de poesía. Allí, en la semipenumbra, tenía aspecto de joven poeta desesperado. Producía ternura a cualquier ser bien nacido su presencia pulcra entre los sombríos mármoles de las mesas vacías y los terciopelos. Mantenía el libro abierto —Neruda, Barba, Apolinaire— como esperando que Manet viniera a inmortalizarlo allí mismo. Estoy seguro de que apenas leía unas líneas, unas estrofas. En realidad, esperaba a que una mujer hermosa fuera a sentarse cerca, sola también. El la miraría con aquella mirada lánguida, mil veces ensayada ante el espejo de su pequeño cuarto de baño, llena de tiernas promesas, de hondo misterio. Ella, a su vez le miraría fugazmente primero, con curiosidad y sorpresa. Y luego, poco a poco, se posarían sus ojos en los de Manuel, dulces y amorosos a la vez, y cruzaría lentamente las piernas, para dejarle entrever, un instante, el nácar de sus muslos. El corazón de Manolo latiría desbocado, ante la pasional y lasciva oferta, no por discreta menos clara para él. ¿Qué hacía ella a continuación? Mirándole con velada pasión pasaba su índice sobre su labio superior y lo dejaba deslizarse perezosamente hasta la comisura, en una insólita provocación sensual. Se la llevaría de allí. Con un pequeño gesto haría comprender a la bella lo imperioso de sus deseos. El saldría primero. La esperaría al volante de su Sport. Ella subiría a su lado y partirían hacia la aventura y quién sabe si hacia la felicidad eterna. De pronto, llegaba el novio de
Ava Gardner
, la besaba y ella a él.

—¿Cómo llegas tan tarde Pepe Luis? Manuel Alexandre no ha dejado de mirarme ni un instante.

Este era el modo de ligar de Manolo Alexandre. Tenía la ventaja de ser gratuito e inofensivo. Pero a partir de aquel momento, él odiaría a la chica por su materialismo y al pobre Pepe Luis por separarle de un amor que se presentaba apasionado y duradero. Manolo solía mantener diez o doce romances metafísicos de ese tipo y sentía celos y hasta odiaba a los intrusos que osaban acercarse a las elegidas de su corazón. Entonces podía ser hiriente y hasta grosero.

—Te he visto ligándote a Paula.

—Es la protagonista de la película. Estaba saludándola.

—¡Cómo os aprovecháis los de dirección de las pobres chicas! ¡A saber lo que le habrás prometido!

Rodando una película en la sierra de Madrid, en la que había cuatro o cinco chicas estupendas —recuerdo ahora a Aurora de Alba, María Martín, Ángela Tamayo y María Piazzai (una italiana bizca que estaba buenísima)—, Manolo tenía celos de todos porque ellas eran
suyas
. Se puso tan insoportable con sus mordacidades, que los del equipo decidimos gastarle una broma pesadísima, lo reconozco. Ramón Fernández,
Tito
, era el
script
, yo era ayudante y los hermanos Pacheco los de la cámara. Esperamos a que se durmiera, le embadurnamos la cara de mermelada, le metimos en el cuarto una ternera joven, y nos fuimos al bar. El animal pronto empezó a darle lametones en la cara. Manolo despertó angustiado, gritando. Encendió la luz. Y salió como loco a por nosotros, armado de un cortaplumas que blandía amenazador.

—Tened cuidado con nosotros, los débiles. Mientras vosotros pensáis en pegar o patear, ¡yo pienso en matar!

Y nos miró con un ojo asesino que ríete tú de Peter Lorre. Todos salimos disparados, por si acaso.

Recuerdo con añoranza aquellos tiempos de caspa y zozobra, en los que los técnicos y los actores éramos camaradas y amigos, y gozábamos como nadie rodando, preparando lo que fuera. Los equipos, por orden del sindicato vertical, debían tener como mínimo dieciocho técnicos, pero la mayoría nos llevábamos de puta madre, trabajábamos como bestias y, después, seguíamos juntos. El tiempo de rodaje era un tiempo para recordar con cariño y
saudade
. Porque había menos egoísmos, menos envidias, menos vanidades y triquiñuelas. Eramos más pobres, y quizá por eso, valorábamos más las horas de un trabajo que nos apasionaba a casi todos. Y además todos éramos antifranquistas, éramos la oposición hasta tal punto que en Madrid sólo había un realizador, Jesús Pascual, catalán para más inri, que estuviera con el régimen.

Llegábamos al café:

—¿Habéis visto al franquista?

Todos sabíamos de quién se trataba. Claro que en las altas esferas, entre directores y productores de películas de INTERÉS NACIONAL, primero, o INTERÉS ESPECIAL, después, había gentes que se daban la lengua con ministros y cardenales, y se llevaban todos los premios y subvenciones. Ésos —ahora mismo siguen siendo más o menos los mismos lobos— no contaban más que como anécdota o chascarrillo. Pero algo nos unía a todos los demás: el enemigo común, que estaba en su castillo de El Pardo, Drácula sorbedor de
sangre
de todo un país. Yo no era sino el último criado de «Jonathan» Bardem e íbamos a iniciar una peligrosa y desigual cruzada.

Llegué al rodaje nervioso, una hora antes, cuando la función teatral no había finalizado. El equipo de electricistas y maquinistas ya estaban allí, descargando unos proyectores enormes y pesadísimos, irnos cables de más de 100 metros. Se empezaba a instalar, sobre la acera, un generador, y los chicos de la luz probaban las conexiones. Teníamos un jefe de eléctricos llamado Jesús como yo, pero cien veces más fuerte. Con su aspecto de gañán, sabía más que nadie y estaba inmunizado contra la corriente eléctrica. Metía los dedos en los enchufes para comprobar si había corriente. Sacudía después la mano y decía muy tranquilo: «220, vale». A veces le vi una reacción más violenta, probando las tomas:

—¡Hostias! ¡Esto está en alta!

O sea, en alta tensión. Casi como la silla eléctrica, pero a él apenas le afectaba. Este hombre se convirtió poco tiempo después en una referencia sobre la eficacia de los técnicos españoles ante los americanos de Hollywood, que, a la sazón, empezaban a rodar en España. Tenía unas manos enormes, razón por la cual todos le conocían por El Manitas y salvó del ridículo al mismísimo Stanley Kramer, uno de los productores y directores más importantes de América. Rodaban la película
Orgullo y pasión
con un reparto fuera de serie: Cary Grant, Sofía Loren, Frank Sinatra. Fue, creo, la película que abrió camino a las grandes coproducciones que darían prestigio y renombre al cine español. Estaba basada en una novela de Forrester, y narraba un episodio heroico de nuestra guerra de la Independencia, en la que, como casi nadie recuerda, los ingleses ayudaron a los españoles a zafarse de Napoleón —ésa sí debió de ser la primera coproducción hispano-británica—.

En la secuencia capital del film, los guerrilleros españoles, con la ayuda técnico-táctica de los ingleses y un cañón enorme, se cepillaban las murallas de Ávila e invadían la ciudad, en poder de los franceses. En la secuencia, una de las más espectaculares del cine mundial, intervenían medio ejército español, miles de figurantes y un equipo de efectos especiales de Hollywood, que había preparado durante meses la coordinación de explosiones, destrozos, etcétera. Kramer invitó al rodaje a las autoridades, al cuerpo diplomático, a corresponsales y militares. Todo estaba preparado para que cuando Kramer, subido en un practicable, gritara «¡acción!» por el micrófono, se armara la de Dios: la muralla de Ávila saltaría por los aires —una falsa muralla, gracias a Zeus— y la muchedumbre hispano-inglesa invadiría la ciudad por los boquetes abiertos a cañonazo limpio. Un ayudante de Kramer pidió silencio. Todos, invitados y participantes, españoles, británicos, americanos y hasta un japonés contuvieron la respiración. Kramer arengó a los presentes diciendo que la secuencia inmortalizaría el heroísmo y el coraje de dos pueblos unidos contra el tirano. Luego dio la voz de: «¡¡Acción!!». Se escucharon dos o tres pedos y la muralla soltó un poco de humo blanco. Eso fue todo. Kramer no sabía qué decir ni cómo disculparse. Y ahí surgió, imponente, la mastodóntica figura de mi amigo Jesús
el Manitas
, que estaba en el equipo como un mandado más. Se fue a por Kramer y con su tosca manera de hablar le dijo: «Esos maricones que se ha traído usted de tan lejos no saben un carajo de esto. Deme dos minutos y verá la que armamos». Un ayudante dio a Kramer una versión edulcorada de las palabras de El Manitas. Con la oposición de todo el equipo de efectos, que miraba con suficiencia a mi tocayo, Kramer dijo O.K., que lo intentara. Cinco minutos después, El Manitas gritó:

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