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Authors: Alber Vázquez

Tags: #Aventuras, Bélico, Histórico

Mediohombre (23 page)

—Pero señor, nosotros les haremos frente con nuestros cañones. Mis hombres saben disparar, se lo aseguro.

—No lo dudo, capitán, pero ¿de cuántos cañones dispone? ¿Diez? ¿Veinte?

—Catorce, señor.

—Catorce… Con catorce cañones podrá aguantar durante seis horas. Algo más si consigue que sus hombres se comporten como verdaderos héroes. ¿Y cuál será el resultado final?

—No comprendo, señor…

—El resultado será el mismo. Van a ser derrotados. Siento decírselo de forma tan directa, pero no tienen nada que hacer. Eslava les ha enviado a morir en este agujero. Pero yo no quiero que algo así suceda. Y no, desde luego, porque sienta algún tipo de aprecio por la compañía de usted y de sus hombres. No… Lo que yo necesito es brazos capaces de empuñar un arma para defender el castillo de San Felipe. Por eso quiero que la mayor parte de esta dotación salga de aquí con vida: porque me harán falta dentro de no mucho tiempo.

Ortega jamás habría esperado que el almirante en persona se desplazara hasta su posición con la intención, precisamente, de decirle lo que le estaba diciendo.

—¿Me pide, señor, que perdamos? ¿Que no luchemos contra en enemigo…?

—No, no le estoy pidiendo eso. Le pido sólo que cuando vea que todo está perdido, no trate de ser un héroe. No quiero héroes en este castillo. Quiero hombres regresando sanos y salvos de una posición que, hagan lo que hagan, van a perder sin duda alguna.

—Me cuesta mucho acceder a lo que me pide, señor.

Lezo alargó su único brazo y lo puso sobre el hombro del capitán.

—Ortega, escúcheme. Si quiere ser un héroe, le aseguro que en unos días yo mismo le daré la posibilidad de serlo. Pero no aquí, ¿entiende? No en este matadero. Esto es lo que va a hacer: cuando los ingleses se acerquen, comience a disparar contra ellos; dé justa respuesta al avance enemigo. Pero en cuanto las cosas se pongan feas, tome hasta el último de sus hombres, baje el puente levadizo y salga corriendo hacia la ciudad. Como si hubieran visto al mismísimo demonio.

* * *

Los disparos contra el castillo grande de Santa Cruz comenzaron una hora después de haber amanecido. Se acercaron tres navíos de línea y, tras maniobrar para situarse en posición, abrieron fuego sobre el Santa Cruz. Fuego de cañón perfectamente coordinado para que el retroceso no sacara de la línea a ninguno de los navíos. Uno tras otro, los cañones barrieron las murallas del fuerte y pronto, tras un intenso batido, consiguieron abrir la primera de las grietas en ellas.

—¡Cargad de nuevo! —gritaba Ortega—. ¡Fuego! ¡Fuego!

Tras dos horas de encajar veinte veces más balas de las que ellos eran capaces de disparar, de lo que habrían sido capaces de disparar incluso si sus hombres no estuvieran medio paralizados por el horror, el estruendo y el polvo, Ortega comenzó a barajar seriamente la posibilidad de seguir al pie de la letra las indicaciones de Lezo. Cartagena se perdería o se conservaría, él no podía saberlo, pero de lo que sí estaba seguro era de que al Santa Cruz no lo salvaba nadie.

Jamás se había sentido tan encerrado e indefenso. Aquella fortificación, que todo el mundo llamaba castillo grande pero que era minúscula y poco defendible, jamás debería haberse construido pues, como estaba comprobando en sus propias carnes, se hallaba tan expuesta a todo fuego enemigo que rápidamente se convertía en una ratonera.

Ni una sola de sus balas había logrado hacer blanco en los navíos ingleses. No podía asegurarlo con certeza, pues desde que comenzaron los disparos hasta el momento presente, apenas había tenido tiempo para observar al adversario en el mar. Sin embargo, tenía la convicción de que así era. Y la tenía porque, de cuando en cuando, daba un fugaz vistazo hacia el agua y veía que los tres navíos de línea ingleses continuaban disparando sin inmutarse. Como si para ellos aquello fuera sólo un trámite más o menos molesto antes de entrar verdaderamente en batalla.

Ortega se vio a sí mismo llegando a Cartagena con los sobrevivientes del Santa Cruz tras haber abandonado la fortificación y reconociendo ante el virrey que ni una sola de sus balas había siquiera rozado al enemigo. Sacudió la cabeza para apartar de sí esa imagen. ¡No! No se iría con las manos vacías.

—¡Artilleros! —gritó mientras una bala de cañón inglesa caía en el mismo baluarte en el que él se encontraba—. ¡Apuntad bien! ¡Al navío del centro! ¡Vamos, un disparo alto, en la arboladura!

Los artilleros de Ortega hicieron lo que su capitán les ordenaba. Apuntaron con tres cañones distintos hacia el navío inglés que disparaba flanqueado por los otros dos e hicieron fuego. Los tres tiros se quedaron cortos y fueron a caer en el agua.

—¡Maldita sea! —exclamó Ortega—. ¿Dónde diablos habéis aprendido a disparar vosotros? ¡Vamos! ¡Vamos! Refrescad de inmediato esos cañones. Y volvedlos a cargar. ¡No hay tiempo que perder!

No había tiempo que perder, desde luego que no, pues su derrota avanzaba aún más deprisa de lo que Lezo había supuesto: podía contar cuatro hombres muertos y una decena de ellos heridos de diversa gravedad.

—¡Fuego! ¡Fuego!

Ortega se desgañitaba y sus hombres trabajaban duro en el servicio de los cañones, pero no había forma de enfilar un buen disparo. Uno sólo, por Dios. A estas alturas, no pedía más. Sólo quería llegar a Cartagena y, con la cabeza bien alta, asumir la derrota pero informar de que uno de los navíos atacantes se hallaba tocado. Uno sólo. No era tanto pedir.

La moral de los hombres comenzaba a decaer. Lo cual no estaba nada mal teniendo en cuenta que únicamente llevaban un par de horas de enfrentamiento. Cuatro hombres muertos y la moral del resto por los suelos. No era un gran balance, desde luego. Si su ascenso dependía de la actuación que desarrollara en el Santa Cruz, iba a ser capitán durante muchos años más.

De pronto, tras hilar una nueva tanda de disparos al agua, Ortega sintió que Dios había escuchado sus plegarias: el Dragón, fondeado no muy lejos del Santa Cruz y a tiro de cañón de los navíos ingleses, viró levemente para situarse en posición de abrir fuego. Y, en cuanto lo estuvo, su capitán, fuera quien fuera, no lo dudó y disparó una andanada de advertencia.

Ortega jamás vio y jamás olvidaría algo tan bello pues nada más bello existe en el mundo que un navío de dos cubiertas y sesenta y cuatro cañones abriendo progresivamente fuego desde una misma banda. Tras cada disparo, el casco se balanceaba con suavidad y dulzura, como la cuna de un bebé.

—¡Nos apoyan desde el Dragón! —gritó un hombre.

—¡Sí! —respondieron varios casi al unísono.

—¡Vamos! ¡Vamos! —interrumpió Ortega—. ¡Seguid trabajando, gandules!

Ahora que les daban cobertura desde el mar, se hacía imposible detenerse. Tres soldados que no eran cabos de cañón pero que estaban actuando como si lo fueran, repitieron la orden del capitán.

—¡Adelante! ¡Tenemos que mandar a esos hijos de puta al fondo de la bahía!

Pero Ortega sabía que algo así ya no era posible. Esos hijos de puta quizás acabarían o no en el fondo de la bahía, lo desconocía, pero estaba seguro de que si así era no sería porque él y sus hombres lo habrían propiciado. Esta era la quinta vez en su carrera que entraba en batalla y por Dios que jamás tuvo tan mala suerte… Aunque, también era justo decirlo, tampoco nunca tuvo frente a sí, y a tan corta distancia, a tres navíos sin otro objetivo que acabar con él.

El Dragón volvió a disparar. Una andanada completa desde proa a popa. Ortega escuchó el sonido de las detonaciones y supo que estaban disparando con cañones de a dieciocho y a veinticuatro libras. Posiblemente, mitad y mitad. Treinta y dos cañones en total repartidos en dos cubiertas. Más de un minuto escupiendo fuego y hierro. Y, esta vez, logrando un blanco claro. El navío de línea inglés más cercano al Dragón recibió tres impactos en el casco y cinco más en la arboladura. Los soldados del Santa Cruz, que vieron desde los parapetos cómo del navío enemigo saltaban cientos de pedazos de madera por los aires, prorrumpieron en gritos. No habían sido ellos, pero eran de los suyos quienes lo lograban.

El navío de línea inglés quedó descolocado por los disparos y los daños que, en el velamen, habían ocasionado. Ahí tenía Ortega su disparo. Ahora o nunca.

Mandó cargar de nuevo los cañones. Se notaba que los hombres apenas confiaban en sus posibilidades. Nadie se movía porque nadie se mueve de una batería hasta que el capitán lo ordena, pero en sus miradas no quedaba esperanza. De acuerdo, unos cuantos disparos más y seguirían las indicaciones de Lezo. Allí, en el Santa Cruz, se podía resistir todavía durante mucho tiempo, durante días y días si era preciso, pero, como bien había dicho el almirante, carecía de sentido. Los ingleses acabarían por demoler la fortificación a balazos. Lo harían incluso si, por algún remoto motivo que ahora a Ortega no se le ocurría, comenzaban a atinar los disparos y lograban hundir los tres navíos de línea que les atacaban. Jamás sucedería tal cosa, pero si la providencia se apiadaba de ellos y les concedía tan inmenso favor, llegarían desde la retaguardia tres nuevos navíos de línea y sustituirían a los vencidos. Y volverían a disparar sobre ellos con furia, con paciencia, con oficio.

—¡Cabo! —ordenó Ortega al hombre que tenía junto a sí—. ¡Dispóngalo todo y abra fuego! Y esta vez, por el amor de Dios, haga blanco en el objetivo.

La orden estaba dirigida tanto a él como al resto de cabos que servían en la batería. Una andanada más. Una y podrían marcharse. Ortega lo tenía decidido. Hicieran blanco o no, se marcharían de allí pues en el Santa Cruz sólo restaba muerte para ellos.

Los navíos de línea ingleses estaban batiendo la fábrica del castillo y esto dificultaba, si cabe, todavía más las labores en los cañones pues cada vez que una bala se estrellaba en la muralla, toda la edificación vibraba como si estuviera construida de pergamino. Ortega dejó de observar las labores de sus hombres y miró, a través del humo y del polvo, hacia el mar. Una pequeña balandra se acercaba por detrás a los navíos de línea enemigos. Quizás transportara munición, víveres, Dios sabe qué… Pero si les abastecían desde la retaguardia, significaba que no se hallaban simplemente tanteando las defensas cartageneras. No, aquello era un ataque definitivo.

Si Ortega había albergado alguna duda, la visión de aquella balandra aproximándose a los enormes navíos se la amputó de cuajo. Evacuaría la fortificación y sobre su honor como militar ya se hablaría cuando correspondiese. Y dada la inmensa diferencia de fuerzas en liza y la determinación por parte de Lezo en defender la plaza hasta las últimas consecuencias, quizás nunca.

Los cabos señalaron la dirección en la que los cañones debían disparar y varios artilleros empapados en sudor tiraron con fuerza de ellos para situarlos correctamente:

—¡Con más ímpetu! ¡Movedlo un poco más! ¡Así está bien! ¡Disparad!

Los cañones del Santa Cruz abrieron fuego por última vez. Al menos, desde manos españolas.

* * *

Cuando Ortega y sus hombres comenzaron a caminar a paso apresurando en dirección a las murallas de Cartagena, comenzó a llover de nuevo. Una lluvia intensa y vertical que les calaba hasta los huesos y que hacía que la suciedad de sus rostros y brazos resbalara hacia abajo dibujando gruesos surcos en la piel. Nadie decía nada. Nadie habla en medio de una retirada.

Habían dejado atrás dieciocho hombres muertos. De una dotación de cien y tras sólo cinco horas de batalla, suponía una más que lamentable pérdida. Sobre todo y teniendo en cuenta que el enemigo no había sido tocado una sola vez por ellos. No lo había logrado. Por mucho que lo buscó, el disparo que le devolvería cierta honra al menos ante sí mismo, no tuvo lugar nunca. Ni siquiera en esa última andanada tan meticulosamente preparada. Agua para todas las balas del Santa Cruz.

La ciudad no estaba demasiado lejos. Si caminaban a buen paso, llegarían a las puertas de la muralla en poco más de una hora. Allí podrían guarecerse y descansar. Sin duda, Eslava pediría al capitán que rindiera cuentas del abandono del castillo grande de Santa Cruz. En cuanto tuviera noticias de su llegada. Le mandaría llamar y le preguntaría por qué ya no estaban disparando, como era su deber, a los navíos ingleses. Ortega trataría de explicarle lo inútil de la resistencia. En el Santa Cruz y con sólo cien hombres a su cargo no se podía plantar cara a tres navíos de línea perfectamente abastecidos. Eslava le respondería que no estaban solos en la contienda, que él en persona había ordenado al Dragón que abriera fuego contra los invasores. ¿Acaso no lo había hecho? Sí, por supuesto que lo había hecho. Y con gran fortuna, pues desde el principio hizo blanco en el enemigo. ¿Entonces? Entonces nada. Simplemente, que la suerte no les había acompañado. Suerte que, sentía decirlo pero creía que era su deber hacerlo, también daría la espalda al Dragón. Se les acabarían las balas o llegarían más navíos de línea ingleses al canal de acceso a la dársena interior. Algo sucedería y no sería bueno para los navíos españoles. Estaban perdidos.

El virrey sufriría un ataque de ira. Si para entonces aún no lo había sufrido. Maldeciría a Ortega y a cada uno de sus hombres. Les llamaría cobardes y opinaría que todos ellos eran indignos de vestir el uniforme que llevaban puesto. También negaría que el Dragón y el Conquistador fueran a ser derrotados tan deprisa. Él había decidido situarlos donde estaban y él sabía bien lo que hacía. ¿Se creía un simple capitán que estaba en disposición de darle lecciones de estrategia militar?

Y entonces, tras hundir la cabeza en el pecho para, después, volverla a levantar y así buscar el camino de salida de la estancia, su mirada se cruzaría con la de otro hombre allí presente. Un hombre oculto casi en la penumbra. Un hombre de perfil inconfundible. Y sabría que había hecho lo correcto.

CAPÍTULO 13

12 de abril de 1741

Las tropas de Wentworth iniciaron el desembarco sin demasiadas dificultades y, antes del mediodía, el general había logrado situar diez mil soldados en posiciones adelantadas de las islas de la Manga y el Manzanillo. Tras la caída de la fortificación de Santa Cruz la tarde anterior y la posterior voladura que, esa misma noche, los españoles habían realizados de los dos navíos de línea que ellos mismos situaron en el canal de acceso a la dársena interior de Cartagena, el camino hacia la ciudad se hallaba completamente allanado. Por fin Wentworth sentía que la suerte se aliaba con él. Durante las últimas semanas, todos sus intentos por avanzar se habían visto envueltos en dificultades, pero ya nada le detendría.

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