Los españoles habían comenzado a disparar tal y como Desnaux había ordenado: a discreción y sin aguardar instrucciones. Contra cualquier cosa que se moviera allá abajo. Que lo hicieran, que dispararan sin descanso. Todavía podían dar una lección a aquellos malditos ingleses que avanzaban hacia el San Luis. Lo importante era abatir primero a los oficiales que daban las órdenes de tiro. O a cualquiera, qué más daba. Un bastardo inglés muerto siempre es un bastardo inglés muerto.
—¡Trescientos cincuenta! —exclamó el vigía desgastándose para hacerse oír entre el ruido de los disparos de uno y otro lado.
Los ingleses brotaban del manglar como del vientre de una puta. Desnaux, paralizado por el pánico, prefería no mirar. Alderete, arrastrándose, se acercó a él y le dio un poco de agua. El coronel bebió sin mirarle a los ojos. Luego, quiso ponerse en pie para cuidar de los suyos, pero Alderete se lo impidió. Lo mejor era permanecer tumbado. Al menos, hasta que los ingleses, que ya estaban sufriendo bastantes bajas, retrocedieran hacia el manglar.
—¡Quinientos! ¡Quinientos casacas rojas en filas de a ocho hombres! —gritó, una vez más, el vigía desde la garita.
Pero ya nadie podía oírle. Los navíos de línea ingleses habían comenzado a disparar desde muy corta distancia y estaban batiendo con furia el lado opuesto de la fortificación. El sonido de las balas demoliendo cada piedra de las murallas del San Luis era atronador.
* * *
Nunca Lezo se habría alegrado tanto de ver al virrey Eslava apareciendo a bordo de una falúa si no fuera porque llegaba con la intención de dar por perdido lo que ya estaba perdido desde días atrás. Por lo menos, así lograrían salvar unos cuantos hombres. Menos de la mitad de los que originalmente habían defendido el fuerte.
—Descanse, Desnaux —dijo Eslava impresionado por el desolador aspecto del coronel al mando del San Luis—. Estoy orgulloso del trabajo que usted y sus hombres han realizado aquí.
Lezo le miraba sin inmutarse. Se hallaban reunidos a cielo abierto, en la plaza de armas, pues ya ninguna estancia de la fortificación, a excepción de la capilla y las mazmorras en el sótano, se consideraba segura. Los ingleses continuaba cañoneando intensamente por mar y su infantería disparaba casi desde el propio foso del fuerte.
—Ahora tenemos que retirarnos al castillo de San Felipe —continuó Eslava—. No queda otra opción. Es lo único que podemos hacer.
¿Hacía cuántos días que Lezo había advertido de que precisamente esa constituía la única estrategia razonable? Muchos. ¿Qué diferenciaba una orden dada a tiempo de la ahora pronunciada por Eslava? Unos doscientos hombres muertos. Los mejores soldados, los que son capaces de luchar en vanguardia y tanto disparan un cañón como abren fuego de mosquete o cargan a bayoneta. Todos muertos y sus cuerpos pudriéndose en el sótano de un San Luis cuyos muros se venían abajo por momentos.
Por no hablar, claro, de la munición que se había desperdiciado. Miles y miles de balas lanzadas contra un objetivo al que apenas habían causado daño. Miles de balas con las que ya no contaban para cañonear desde el castillo di San Felipe.
—Al menos, hemos ganado tiempo —afirmó Eslava tratando de justificar sus decisiones pasadas—. Las tropas inglesas están diezmadas por la enfermedad y eso ha sido gracias a la heroica resistencia del San Luis.
Lezo estaba de acuerdo en que la defensa del San Luis había sido heroica. Agradecía la concesión de Eslava, y más por la parte que le tocaba. Pero los ingleses estaban muy lejos de hallarse diezmados por la enfermedad. Y, si lo estaban, lo disimulaban bastante bien. Desde luego, ese millar de casacas rojas que se turnaba para disparar a dos pasos de distancia del foso y que, en cualquier momento, lanzaría escalas contra las almenas del fuerte, no parecía demasiado enfermo.
Es lo que sucede cuanto cuentas con tantos hombres como desees para hacer frente a la batalla: siempre existe repuesto inmediato para los que mueren. Y eso sucedía con la tropa inglesa: que eran muchos, que estaban muy bien armados y que su entrenamiento era perfecto para luchar tanto por tierra como por mar. Al final, la fuerza bruta se impone y la potencia gana al corazón. Siempre sucede igual. Lezo lo sabía y, al parecer, Eslava acababa de enterarse por la vía más dolorosa.
Al menos, habían ganado tiempo. De acuerdo, si el virrey precisaba de una salida honrosa a la que aferrarse, que diera por buenos los doscientos cadáveres aguardando la pudrición en los sótanos del San Luis. Ya nadie podía devolverles la vida, así que bien valía su muerte si eso, al menos, servía para que el virrey entrara en razón y ordenara la capitulación del fuerte.
Todavía quedaban varias horas de luz y los ingleses no las despreciaron. Ni una sola. Una y otra vez, intentaban acercase hasta las murallas del fuerte con la intención obvia de lanzar escalas para asaltarlo. A pesar de que el campo de batalla se iba sembrando de cuerpos de casacas rojas muertos o heridos, insistían tanto como fuera necesario. A fin de cuentas, el manglar parecía un vientre inagotable que escupía más y más hombres dispuestos a dar la vida por Inglaterra.
Tras los parapetos del fuerte, también caían soldados españoles. Al final, si se quiere disparar, hay que mostrarse a cuerpo descubierto. Es necesario ponerse en pie, echarse el mosquete al hombro y disparar. En total, no se trataba sino de unos segundos, pero el tiempo suficiente para que la cada vez más nutrida dotación inglesa abriera fuego por doquier.
Lezo contó nueve cuerpos tendidos en el fuerte. Nueve hombres que, sin la menor duda, estaban muertos. A varios heridos, veinte o treinta, los habían llevado a la plaza de armas y allí trataban, como se podía, de curarles las heridas.
Eslava se dirigió hacia él y, con la mirada, solicitó su intervención. Para Lezo, resultó suficiente.
—Tenemos que capitular —dijo Eslava.
Eso significaba rendirse y asumir que todos los hombres de la dotación serían considerados prisioneros. Lezo no temía por él: su rango le protegía de cualquier exceso por parte de la tropa enemiga. Temía por Cartagena pues, lo sabía, sólo con él al frente cabría una posibilidad de enviar a los ingleses de regreso a Jamaica. Con las manos vacías y una expresión estúpida en el rostro.
—No —respondió Lezo.
Eslava no creía lo acababa de escuchar. ¿También en la rendición tenía Lezo que mostrar su discrepancia? ¿Es que este hombre no se cansaba jamás?
—¿Qué? —preguntó con una vocecilla gritona.
—Que no vamos a capitular —aclaró Lezo.
La voz de Lezo no ofrecía duda acerca de sus intenciones. El hombre que había insistido hasta el hastío en la necesidad de rendir el fuerte, que había defendido esta opción hasta hacía un momento, decía ahora que lo mejor era no hacerlo.
—¿Cómo que no vamos a capitular? ¿Qué pretende exactamente, almirante? ¿Que muramos todos entre estos muros?
—En absoluto, señor. Quiero salvar todas las vidas posibles. Pero también quiero salvar Cartagena. Y si capitulamos, será con la condición de que todos nosotros pasemos a ser sus prisioneros.
—¿Tiene miedo del trato que puedan darle los ingleses?
Eslava quería parecer irónico y mostrar, así, una superioridad sobre Lezo de la que él mismo sabía que carecía.
—No temo a los ingleses. Temo que sin mí al frente de la defensa de Cartagena, ésta caiga en dos días.
Lezo no titubeaba ni se andaba por las ramas, lo cual encolerizó al virrey. Al menos en su presencia, podría mostrar cierto decoro y conducirse de forma más humilde y comedida.
Pero Lezo hacía tiempo que había olvidado cómo mostrar dos caras distintas dependiendo de quién estuviera frente a él. Por ello, continuó:
—Tenemos que aguantar hasta la noche y abandonar el fuerte protegiéndonos en la oscuridad. Sacaremos todos los soldados que podamos y todos los oficiales. Voy a necesitar a cada uno de ellos. ¿Qué me dice?
Eslava no supo que responder. Tenía que pensárselo. Sí, lo cierto es que la idea de Lezo no sonaba mal. No carecía de lógica la suposición de que toda posibilidad, remota a estas alturas, de salvar Cartagena, pasaba por mantener a salvo a quienes la mandaban. Él incluido, por supuesto.
—Me retiro a descansar —anunció—. Le comunicaré mi decisión cuando la haya tomado, almirante.
Acto seguido, una bala de cañón proveniente de un navío de línea inglés cayó en mitad de la plaza de armas del San Luis y casi aplasta a Eslava. El virrey, que de tan ensimismado en sus pensamientos que se hallaba no la percibió, comenzó a caminar hacia la capilla del fuerte con la intención de descansar allí. Ni uno solo de los soldados que observaron la sangre fría con la que el virrey se comportó, pudo evitar un escalofrío de incondicional admiración.
* * *
No fue necesario que Eslava tomara ninguna decisión. Los ingleses no sólo no se retiraron cuando el sol se oculto, sino que aumentaron, todavía más, la intensidad de sus ataques. En una ocasión, cuatro casacas rojas lograron amarrar una escala a una de las almenas cercanas a la puerta principal y, para cuando los soldados del San Luis se dieron cuenta, ya se habían encaramado hasta la mitad del muro.
—¡Iluminad aquí! —gritó un hombre—. ¡Que alguien traiga una tea!
Un soldado llegó corriendo con una antorcha en la mano y la inclinó sobre la muralla. Varios disparos provenientes desde la oscuridad silbaron muy cerca pero, por suerte, ninguno impactó en los hombres.
—¡Hay dos hijos de puta subiendo por la escala! ¡Y dos más aguardando abajo!
—Dejádmelos a mí.
Quien dijo esto era un soldado corpulento y sucio al que se le iluminaban dos grandes ojos azules en medio de la noche cuando su compañero le acercaba la antorcha. Estaba desarmado porque varias horas antes su mosquete se había atascado y no había logrado que volviera a funcionar. En cualquier caso, le daba igual, pues él era artillero y no acababa sentirse cómodo con un arma de fuego apoyada en el hombro.
El intenso cañoneo al que había sido sometido el San Luis durante días y días había logrado, literalmente, resquebrajarlo en miles de pedazos. Miles de piedras y cascotes se desperdigaban por todas partes y, en este momento, se convertían a ojos del soldado en munición dispuesta a ser usada contra el enemigo.
Dicho y hecho. Tomó con ambas manos un gran trozo de piedra y lo levantó hasta su pecho. Con gran esfuerzo, lo acercó a la almena, lo empujó fuera y, tras asegurarse de que los casacas rojas estaban exactamente donde quería, soltó la piedra. El grito del pobre diablo al que aplastó la cabeza se debió de escuchar hasta en el último rincón de Tierra Bomba.
—Un bastardo menos —dijo el soldado mientras iba en búsqueda de una nueva piedra para arrojársela al otro casaca roja encaramado a la escala.
El resto de hombres hizo lo propio y poco después todos ellos estaban tirando piedras a los ingleses. Durante un instante, cierta euforia prendió en aquellos soldados agotados y sin esperanza. Durante un instante, porque los casacas rojas, al darse cuenta de lo que sucedía, formaron varias filas de tiradores y batieron la zona desde la que caían las piedras. Mataron a dos hombres y dejaron a tres más heridos.
La noche transcurrió sin novedades. A fin de cuentas, no hacían nada que no hubieran hecho durante el día: vigilar el perímetro del fuerte y abrir fuego en todas direcciones sin apuntar demasiado.
Cuando amaneció, los ingleses dejaron de disparar. No era necesario: cientos y cientos de hombres con el uniforme reluciente y las armas a la espalda rodeaban el San Luis. Los navíos de línea habían dejado de cañonear una hora antes, en lo que, obviamente, suponía una acción coordinada.
Les estaban dando la última oportunidad de rendirse. Y eso mismo era lo que Eslava, recién levantado después de haber dormido toda la noche en la capilla de la fortificación, se disponía a realizar cuando Lezo le detuvo:
—No —dijo el almirante cruzando su único brazo en el camino del virrey.
—¿Cómo que no? —replicó, en un respingo, Eslava—. Voy a capitular, por el amor de Dios.
—No, ya no —repitió Lezo.
—¿Y qué otra cosa podemos hacer, almirante? Quiero que recuerde que no he ignorado su criterio. Hemos aguardado toda la noche, pero no se ha presentado la posibilidad de abandonar el fuerte. ¿Es así?
Era así, pero no porque Eslava lo hubiera sabido de primera mano. A buen seguro, los soldados de su escolta personal se habían encargado de recabar noticias para él. Sin duda, el virrey era el único hombre que aquella noche había dormido a pierna suelta. O, más claramente: el único hombre que había dormido de cualquiera que fuera la manera.
—¡Lezo, apártese! —exclamó Eslava haciendo uso de un inusual tono desafiante—. ¡Apártese! Voy a rendir el fuerte y a pedir que se nos dé un trato justo como prisioneros de guerra. Lo siento, es mi deber y no puedo hacer otra cosa.
¿No podía? No, al parecer, no podía. La decisión de Eslava parecía firme y definitiva. Aquella mañana, en mitad del desastre, habría logrado afeitarse y asearse. Su aspecto, a diferencia del aspecto del resto de hombres bajo su mando, era espléndido. Parecía que, en lugar de a entregarse al enemigo, se dirigía a una fiesta en el palacio del rey. Toda la corte estaría allí y alabaría su sentido de la responsabilidad, su alta capacidad estratégica y, por supuesto, la gallardía con la que había defendido, hasta el último instante, la integridad de Cartagena.
—No —dijo Lezo.
* * *
Alderete tenía un tanto borrosas las cuarenta horas que transcurrieron entre el momento en el que Lezo impidió a Eslava que rindiera el San Luis y aquel en el que él mismo ordenaba, desde la cubierta del Galicia, cañonear con saña los cascos de los navíos españoles. Para que no cayeran en manos enemigas. Para que, varados en mitad del canal, retrasaran en lo posible el avance de los invasores.
En esas cuarenta horas, Alderete no había dormido ni un solo minuto y únicamente se había llevado a la boca un par de bocados y algún sorbo de agua. El resto del tiempo lo había pasado en una nebulosa de combates, discusiones, sangre, lamentos y derrota. Y ahora estaba disparando contra sus propios barcos con absoluta conciencia de que sólo podrían detenerle tomándole preso o reventándole los sesos de un balazo. Lo que primero sucediera.
Lezo estaba obsesionado con sacar tantos hombres como pudiese del San Luis. En botes, en lanchas, a pie si hubiera sido posible. Rescatar soldados del San Luis y enviarlos al castillo de San Felipe. Allí estarían seguros y podrían ser de extrema utilidad en la defensa de la plaza. Porque perder Bocachica, en sí mismo, no suponía perder nada importante. Los ingleses, estratégicamente, daban un gran paso hacia delante pues cortaban cualquier ruta de abastecimiento a los cartageneros y rodeaban la ciudad, la sitiaban, la ahogaban. Conquistaban, en suma, la posibilidad de conquistar Cartagena. Más, obviamente, de lo que tenían hasta ahora, pero nada en sí mismo.