Y la temporada de lluvias se aproximaba. Vernon sabía qué significaba algo así: que los doscientos enfermos y los treinta y cinco muertos por vómito negro que ya llevaban contabilizados hasta ahora, no suponían nada al lado de lo que llegaría cuando comenzara la lluvia. Un desastre tan desproporcionado que pondría, de verdad, toda la campaña en peligro.
Existían dos formas de hacer frente a los mosquitos: dar media vuelta y regresar a Jamaica o tomar, de una vez por todas, la plaza y acantonar allí a tropas y tripulaciones. Cualquier otra opción les condenaba al batallón de los mosquitos. A morir lentamente bajo la fiebre y la desesperación que produce la impotencia. Y Vernon no estaba dispuesto a permitir que algo así sucediera. De modo que tenía que lograr que sus hombres abandonaran cuanto antes el insalubre manglar de Tierra Bomba y que todos los navíos pudieran desembarcar en zona segura a sus tripulaciones. Así de simple y, dada la marcha de los acontecimientos, así de complicado.
¿Por qué las tropas de Wentworth no asestaban un golpe definitivo a los hombres de Lezo?
Se lo preguntaba y así se lo hizo saber a los miembros de consejo militar reunidos, una vez más, a bordo del Princess Carolina:
—¡Dónde están los granaderos de Wentworth! —exclamó de una forma poco habitual en él—. ¡Maldición! ¿Por qué seguimos cañoneando día y noche y el fuerte de San Luis no cae?
Nadie se atrevió a responder. Ogle, Lestock, Gooch, Washington y el resto de los oficiales presentes prefirió callar. En realidad, nadie podía ofrecer una respuesta clara. Al menos, no una que contribuyera a aplacar la cólera de Vernon.
Porque el avance terrestre estaba siendo más complejo de lo esperado y porque los españoles, encerrados sobre sí mismos, se estaban defendiendo como el que ya no tiene nada que perder. Si todavía no se habían rendido, no cabía esperar la posibilidad de que lo hicieran en el futuro. Así que había que ganar Cartagena palmo a palmo. Y emprender un tarea de este tipo, llevaba tiempo. Incluso a Vernon.
—Wentworth está haciendo su trabajo, almirante —intervino, por fin, un siempre conciliador Gooch—. Lo que sucede es que su trabajo no es fácil. Lo hemos enviado a un lugar donde nuestros hombres jamás pisan en firme, donde la pólvora se humedece en cuanto no se protege adecuadamente, donde la noche es aprovechada por los españoles para atacarnos por sorpresa, causar bajas y hundir la moral de la tropa.
Vernon sabía de sobra que Gooch tenía razón. Bien, ¿y qué? Todo lo que le estaba contando le parecía cierto, pero no menos cierto era que, si no avanzaban, caerían todos muertos bajo el vómito negro.
—Tenemos que sacar a nuestros hombres del manglar. Es vital que así sea —expuso Vernon—. Si no lo hacemos, caerán todos enfermos y morirán antes de que hayan tenido la oportunidad de entrar en combate.
—¿Sacarlos? —terció Washington—. ¿Cómo vamos a sacarlos de ahí?
—Desconozco el modo, muchacho —le respondió Vernon—, pero sí sé que no aguantarán en ese paraje durante mucho tiempo. Y, lo que es peor, extenderán la fiebre a todas las tropas, incluidas las embarcadas.
—No es necesario —replicó, taciturno, Ogle—. La fiebre hace días que llegó a bordo. Es un milagro que no haya más hombres enfermos. Un verdadero milagro.
—Entonces, ¿cuáles son nuestros planes? —preguntó Lestock.
—¿Cuál es su opinión al respecto, comodoro? —le devolvió la pregunta Vernon—. Usted ha luchado en el canal y se ha situado con su navío muy cerca de las posiciones españolas. Con sinceridad, ¿cuál es su parecer?
Lestock se echó hacia atrás en su silla y respiró hondo. Una pregunta de ese tipo proveniente directamente del almirante suponía, ciertamente, un reto. Y una gran responsabilidad. Según lo que contestase, el almirante podía tomar la decisión de respaldar sus palabras y convertir en orden una opinión. La posibilidad de que algo así sucediera bastaba para que Lestock no se tomase a la ligera su respuesta.
—Hemos disparado miles de balas contra las murallas del San Luis. Contra el fuerte de San José y los cuatro navíos españoles anclados en el canal. Incluso, algunos de nuestros navíos han logrado situarse tan cerca de ellos como para castigarles con fuego de mosquetes desde cubierta.
Lestock hizo una pausa para tomar aire y pensar bien lo que iba a decir. El resto del consejo, Vernon incluido, le miraba fijamente.
—Pero hay un hecho indiscutible —continuó el comodoro—: resisten. No sé cómo diablos lo consiguen, pero lo hacen. Mientras nosotros batimos sistemáticamente sus defensas, ellos se protegen y aguardan. Después, nos dan réplica. Han logrado hallar el modo relevarse y contar siempre con hombres de refresco en las baterías.
—¿Podrán aguantar mucho tiempo en una situación tal? —preguntó Gooch.
No lo sabía. ¿Cómo iba a saber Lestock una cosa así? Ni siquiera Lezo podría darle una respuesta concreta.
—Lo desconozco. Sé que no pueden aguantar indefinidamente y sé que nosotros tampoco. Sé, también, que su rapacidad de aguante es bastante inferior a la nuestra y…
—¡No! —intervino Vernon—. Ese es el problema. Que nuestra capacidad de aguantar mengua cada día y lo hace a gran velocidad. ¡Nuestros hombres están enfermando! Si no logramos situar a las tropas fuera del manglar y del alcance de los mosquitos, estamos perdidos. ¡Perdidos! De manera que no me hable de nuestra capacidad de aguante. No, si no va a ajustar su análisis a una realidad que cambia a cada momento. Que cambia a peor, por supuesto.
Lestock no dijo nada. Observó al resto de miembros del consejo, agachó la cabeza y tuvo la sensación de que todos hacían lo mismo. Vernon comenzó a dar vueltas en el estrecho camarote. ¿Cuál era la solución a sus problemas? ¿Qué podían hacer?
—Continuemos disparando —dijo Washington—. Acabaremos con ellos tarde o temprano.
Vernon asintió con la cabeza. Continuarían con el cañoneo intensivo hasta que los españoles fueran derrotados, el último de ellos cayera enfermo o Dios dijera basta.
* * *
Agresot y Pedrol, dada la facilidad con la que habían causado bajas en las filas inglesas, tomaron la decisión de atacar de noche y dormir de día. De esta forma, cuando caía la tarde, salían al manglar, caminaban durante un rato y, en cuanto se topaban con el primer campamento de casacas rojas, les disparaban a bocajarro. De hecho, poco a poco fueron abandonando toda táctica propia de un ejército regular y se comportaban a la manera propia de los indígenas: golpear por sorpresa y salir huyendo antes de que el enemigo tuviera tiempo de reaccionar. Un sistema poco honorable, pero que en Tierra Bomba resultaba tremendamente eficaz.
Por si esto no fuera suficiente, atacar de noche les mantenía alejados de los mosquitos. De esos mosquitos que durante el día acribillaban sin descanso a las tropas inglesas y que las estaban diezmando por momentos.
Ambas patrullas abandonaban el fuerte al mismo tiempo, pero una vez atravesado el foso, cada una seguía un camino distinto. Habían convenido que lo mejor era actuar por separado, en áreas acotadas sobre un mapa y evitando que cada capitán invadiera el terreno del otro: lo último que deseaban era caer víctimas de fuego amigo.
Así, tras despedirse, cada patrulla deambulaba más o menos sin rumbo fijo por el área asignada y atacaba a los ingleses tantas veces como pudiera. Siempre, por supuesto, evitando correr riesgos innecesarios.
Verdaderamente, los ingleses, increíblemente superiores en número a los sesenta hombres de Agresot y Pedrol, no parecían demasiado capaces de establecer una organización mínima que garantizara su seguridad en Tierra Bomba. Al contrario, cada día se volvían más perezosos y, por lo tanto, mucho más vulnerables.
El propio Lezo se había extrañado de la situación cuando los dos capitanes le rendían cuentas:
—¿No se mueven? ¿No repelen los ataques? —preguntó.
—No. Casi nunca —respondió Agresot.
—¿Y qué hacen? —se interesó Lezo.
—Se quedan quietos. Tumbados en el suelo la mayor parte de las veces. Les disparamos a bocajarro y mueren en silencio. Eso es todo.
—No puede ser que no estén organizados —dijo, incrédulo, Lezo—. Es normal cierto desconcierto al principio de un desembarco, pero, a estas alturas, sus oficiales deberían haberlo dispuesto todo para que los campamentos no fueran tan vulnerables. Sobre todo cuando ha transcurrido tanto tiempo desde el primer ataque.
—Pues seguimos atacando por sorpresa. Salimos de la espesura, apuntamos, disparamos y nos marchamos corriendo. Nada más. No salen en nuestra búsqueda. En algunas ocasiones, ni siquiera escuchamos disparos tras de nosotros. Nada. Sólo silencio y algún lamento.
—Algo muy extraño…
—Si me lo permite, señor —intervino Pedrol—, creo que están enfermos. La mayoría de ellos, al menos. El manglar está plagado de mosquitos en esta época y los casacas rojas no están acostumbrados a ellos. A buen seguro, a estas horas la mayor parte de la tropa habrá sido picada. Y ya sabe qué pasa cuando algo así sucede.
Claro que lo sabía. Que los mosquitos de Tierra Bomba estaban logrando enviar al otro mundo muchos más ingleses que toda su fuerza artillera. De una forma rápida y silenciosa. Si a esto le añadía la eficacia con la que sólo sesenta soldados echaban una mano a los mosquitos, las noticias no podían ser mejores.
¿Serían capaces de rechazar a Vernon en Bocachica? No, no era posible. Los ingleses, incluso en la peor de las tesituras, completaban una fuerza de combate inmensa, descomunal. Vernon mandaría enterrar los cadáveres y enviaría hombres de refresco. Así de sencillo. Más y más soldados contra alguien que no puede hacer lo propio. Porque si cien hombres mueren en el manglar, doscientos llegan y los sustituyen. Si mueren estos doscientos, se envía a cuatrocientos a sustituirlos. Y si los cuatrocientos caen, tres mil desembarcan y arrasan todo a su paso porque, frente a ellos, la dotación cansada y harapienta del San Luis sólo causa risa.
De manera que no. Se alegraba de que las patrullas estuvieran provocando daños a los casacas rojas. Claro que se alegraba. De eso y de que, a consecuencia de los ataques y de la enfermedad, la moral de la tropa inglesa estuviera, a buen seguro, por los suelos. Pero algo así sólo retrasaría la toma de Bocachica. Vernon sabía cómo romper el canal y a Lezo no le cabía la menor duda de que, tarde o temprano, lo lograría. Sólo tenía que hacer lo correcto. Y el almirante inglés lo estaba haciendo. Aunque Desnaux no quisiera creérselo. Aunque el cretino de Eslava se pusiera de parte del coronel e ignorara las recomendaciones de Lezo.
Los ingleses habían disparado, en lo que llevaban de campaña, miles de proyectiles contra los fuertes de San Luis y San José y los cuatro navíos de línea que taponaban la bocana. Miles. Podrían haber fundido veinte campanas con ellos y aún habría sobrado hierro para una docena de anclas. Pero lo peor no era eso: lo peor era que apenas habían dado comienzo a su ataque; que podían seguir disparando día y noche, sin tregua, durante tanto tiempo como quisieran. Lezo lo sabía y Desnaux no. Lezo tenía encomendada la defensa de Cartagena por Eslava y Desnaux tenía a Eslava. Imposible competir contra eso.
28 de marzo de 1741
Al general Wentworth, varios disparos lo despertaron en mitad de la noche. Desde el día en que desembarcara junto a sus tropas de tierra, no había podido dormir más de tres horas seguidas y, cuando lo lograba, su sueño era siempre superficial e intranquilo. Todo iba mal. No tan mal como en el Princess Carolina deseaban creer, pero sí lo suficiente como para que él, antes que nadie, se sintiera insatisfecho por la marcha de los acontecimientos.
Estaban estancados. Había logrado desembarcar con éxito gran parte de la infantería que actuaba bajo su mando, un número considerable de artilleros y tantas piezas como había solicitado. Pero no lograba que todo encajara. No en aquel maldito manglar que amenazaba, si las cosas no cambiaban rápido, con torcer para siempre el rumbo de la campaña.
Por si sus propios problemas para organizar adecuadamente un ataque no fueran suficientes, los españoles no cesaban de hostigarles desde días atrás. Cierto era que no causaban excesivos trastornos y que podía asumir unas cuantas bajas cada noche, pero no habían ido hasta allí a morir como perros enjaulados. No, todo lo contrario: constituía su deber cosechar orgullo y gloria para Inglaterra y por Dios que lo iba a conseguir. Él, Wentworth, no se arredraba fácilmente.
Y menos frente a un hatajo de cobardes españoles que atacaban a traición amparándose en la oscuridad de la noche. Así, cuando el fuego de mosquete le despertó, se puso en pie de inmediato y salió de su tienda para organizar, personalmente si se hacía preciso, la réplica a los atacantes. Sin fruto alguno, porque cuando quiso llegar hasta el oficial a cargo del campamento y organizar la defensa, ya no había, en las inmediaciones, un solo enemigo al que combatir.
Wentworth no pudo contener su enfado y comenzó a dar gritos en mitad de la noche. Cuatro muertos más. Y nueve heridos, dos de ellos muy graves. De eso tendría que informar por la mañana. De eso tomarían buena cuenta en el Princess Carolina. Como si lo estuviera viendo. Gooch, Ogle y todos los demás criticarían sin piedad la incapacidad de las tropas comandadas por él para empujar hacia buen puerto la campaña militar.
Al final, tarde o temprano, Vernon perdería la paciencia. Y algo así podría suponer la suspensión del ataque terrestre. No estaban progresando y morían hombres. A cambio, el fuerte de San Luis no mostraba señales de debilidad y todo seguía como al principio. De manera que, ¿qué impediría a Vernon cambiar de estrategia? Nada. Lo decidiría en el seno de su consejo y los demás aplaudirían servilmente la decisión. Wentworth regresaría a bordo, le serían agradecidos los esfuerzos emprendidos y Lestock asumiría todo el protagonismo de la campaña. Atacar por mar ya que por tierra no se ha conseguido nada.
¡Y no! ¡No, por Dios! Wentworth no podía consentir que algo así sucediera. Tenía que organizar el ataque terrestre. ¡De inmediato!
—Que se presente Johnson —ordenó el general.
—¿Ahora, señor? —repuso el capitán al que se había dirigido—. Aún faltan más de tres horas para que amanezca.
—Me da exactamente igual. Que venga Johnson. Ahora.
William Johnson era un ingeniero recién llegado a Tierra Bomba y que Vernon había enviado con la orden de presentarse de inmediato a Wentworth. Así lo había hecho, pero el general opinó que la necesidad de sus servicios no era tan apremiante y lo relegó a un segundo plano. Si era necesario, se le mandaría llamar. Que esperara órdenes. Que observara por si era preciso consultarle más adelante.