Por una vez, los planes de los ingleses salieron mejor de lo que habían pensado. El Conquistador fue rápidamente empujado hacia la costa y pudo abrirse en el canal una brecha suficiente como para que el
Oxford
pasara sin dificultad. Arropado por la oscuridad, el navío avanzó despacio pero sin titubeos hasta una distancia de poco más de media milla del castillo de San Felipe y, desde allí, comenzó a disparar contra el mismo.
El navío disparó unas trescientas balas a corta distancia y volvió a remontar la dársena antes de que desde el castillo pudiera organizarse el contraataque. En cualquier caso, el objetivo se había logrado: la brecha estaba abierta en el canal y los navíos podrían ir y venir cuando quisieran hasta las mismas murallas de la fortificación. Último paso antes de la conquista completa de la ciudad.
Lezo sabía que los ingleses intentarían envolverlos y, aunque Eslava montó, una vez más, en cólera cuando supo que el Dragón y el Conquistador no sólo habían sido mandados barrenar, sino que ya no bloqueaban el paso a la dársena interior, el almirante ni se inmutó. No tenía tiempo y, además, sabía que era inútil hacerlo. Él estaba seguro, lo había estado desde el principio, de que si alguna posibilidad de victoria tenían, por remota que esta fuera, se hallaba defendiéndose en el castillo de San Felipe. Por remota que esta fuera. O no tan remota, no.
El almirante se encerró en la fortificación junto a los quinientos soldados que pudo reunir. El resto se hallaban destinados a la defensa de la muralla de la plaza y algunos pocos cientos todavía se ocupaban de tareas de contención tanto en las playas de La Boquilla como en diferentes rincones desprotegidos de la dársena interior. Por desgracia para Lezo, cuando estos hombres se replegaran hacia la ciudad, la orden del virrey era que pasaran a engrosar las filas de las tropas que defendían la plaza, no el castillo de San Felipe. Una vez más, el virrey prefería dividir los pocos efectivos disponibles en lugar de concentrarlos en el punto donde serían más útiles para castigar al enemigo.
Sin embargo, Lezo ya no discutiría más con Eslava. Si así estaban las cosas, adelante. Se las apañaría con sus quinientos hombres. No le importaba. Si lo pensaba despacio, aquellos quinientos soldados constituían lo mejor del pequeño ejército cartagenero: un par de centenares eran hombres de Desnaux provenientes de la dotación que había defendido el San Luis, ciento cincuenta más pertenecían al contingente habitual del San Felipe y el resto estaba constituido por artilleros provenientes de los navíos de línea de Lezo, ahora todo ellos hundidos o en manos del enemigo. Los mejores artilleros a este lado del Atlántico, qué diablos. Con esos quinientos hombres, Lezo se habría lanzado a conquistar Jamaica si se lo hubieran ordenado, de manera que, ¿por qué no defender Cartagena desde el grandioso y perfectamente dotado castillo de San Felipe? Arrojarían a esos hijos de puta al mar para que los peces dieran buena cuenta de ellos. Por supuesto que sí.
Empezando por ese maldito navío que dos noches atrás había logrado entrar en la dársena interior y situarse tan cerca del San Felipe que incluso a la luz de la luna pudieron distinguirse las caras los unos de los otros. En aquella ocasión no se logró repeler la agresión, pero si volvía a intentarlo no le resultaría tan sencillo.
Lezo ordenó que hasta el último hombre del San Felipe se dispusiera a dar la vida en la batalla final. Lo cual era bastante probable que ocurriera, pero, desde luego, no completamente seguro. Eso sí, de lo que no debía caberle duda alguna a nadie era de que allí y desde ahora hasta el desenlace de la contienda, todos trabajarían día y noche, sin descanso, hasta que reventaran o les reventasen. La victoria está siempre más lejos de los ociosos.
Al frente del castillo situó al coronel Desnaux. Al mismo Desnaux que había perdido el San Luis, sí. El mismo Desnaux de las estrategias erróneas que les condujeron a una pérdida inútil de hombres y municiones. Pero, a diferencia que en el canal de Bocachica, en el San Felipe no existían opciones: se trataba de repeler el ataque enemigo cuando este llegara desde los cuatro puntos cardinales. Y algo así era lo que Desnaux sabía hacer mejor que nadie. Ordenar la defensa en los baluartes y tras los parapetos, repartir órdenes, ocuparse de que todos los cañones estuvieran bien servidos, de que no les faltara pólvora a los fusileros ni víveres a los que se retiraban a descansar. Para el trabajo ordinario en la batalla, Desnaux era perfecto.
Con los ingleses en la dársena interior y en la isla de la Manga, el asalto al castillo era cuestión de poco tiempo. El que tardaran en organizar un ataque cabal y seguro. Porque Lezo sabía que ese sería el proceder del enemigo: asegurar las inmediaciones de la fortificación, establecer campamentos y desembarcar artillería para batir las murallas desde todos los ángulos posibles. Podrían haberlo hecho de otra forma y atacar rápidamente y por sorpresa, pero algo así no resultaría propio de un general inglés. Lezo los conocía demasiado bien y sabía que nada sucedería hasta que quien estuviera al mando se hallara completamente seguro de que estaba atacando con todas las posibilidades de victoria en su mano.
Lo cual le daba un margen de tiempo maravilloso para urdir un plan defensivo a la altura de las circunstancias.
En primer lugar, tenía que poner a sus hombres a cavar en torno al castillo. Zanjas, trincheras, fosos, trampas y todo lo que les diera tiempo a realizar. Que no fuera para ellos sencillo el acercamiento. Que tuvieran que apostar sus cañones lo más lejos posible de las murallas del San Felipe. Eso aumentaría sus posibilidades de resistir. Y, en segundo lugar, algo, desde luego, mucho más audaz: ¿y si lograban engañar a los ingleses? No sería fácil, pero había que intentarlo.
Aquella misma tarde, Lezo ordenó a Desnaux que cualquier hombre que no estuviera destinado en tareas de vigilancia, debía tomar palas, rastrillos, azadas y todo lo que allí hubiera y sirviese para remover la tierra, y salir a campo abierto. Los ingleses iban a avanzar por tierra hacia el lugar en el que se encontraban ellos, de manera que harían todo lo posible por entorpecer dicho avance. ¿Y qué otra mejor forma de hacerlo que cavando fosos?
Desnaux no tardó en organizar los grupos de trabajo y pronto más de cuatrocientos hombres se hallaron en el exterior de la fortificación cavando bajo una incesante lluvia: la mitad de ellos ocupados en la tarea de volver más profundo el foso existente y la otra mitad excavando uno nuevo a cien pasos del primero.
Tres horas después de comenzar las labores, Lezo cruzó la puerta del castillo y caminó entre los hombres. Observaba el trabajo que estaban desarrollando, pero también otra cosa: necesitaba dos hombres para una misión especial y tenía que escogerlos entre toda aquella chusma.
—¡Vosotros! —dijo dirigiéndose a dos soldados que cavaban en el foso exterior—. ¡Dejad lo que estáis haciendo y conmigo!
Lezo daba las órdenes directamente a pesar de que lo adecuado habría sido hacerlo a través del capitán al mando de la compañía a la que pertenecían los soldados. Pero no había tiempo que perder.
—¡No tengo todo el día! —exclamó sin darse la vuelta mientras regresaba de camino a la fortificación.
Lezo tenía dificultades para caminar en el barro con su pierna de madera. Aun así, se las arreglaba para moverse más rápido que el resto de hombres. Llegó el primero a la puerta del castillo, la cruzó y aguardó a que Desnaux, los soldados elegidos y su capitán se presentaran ante él.
—¡Nombres! —exigió cuando los tuvo cerca.
—¡Olaciregui!
—¡Echevarría!
Los dos hombres tenían alrededor de unos treinta y cinco años y no parecían demasiado listos. De hecho, su capitán se había sorprendido de que el almirante en persona los hubiera elegido para cualquier cosa. Podían cavar zanjas, disparar mosquetes y colaborar en las tareas menos importantes del servicio de un cañón, pero poco más. Soldados de poca monta que jamás llegarían a nada.
—Tengo una misión para vosotros dos y quiero que la cumpláis al pie de la letra.
Lezo nunca solicitaba voluntarios por muy peligrosa o audaz que resultara la tarea. Él elegía a los hombres que necesitaba y a los hombres sólo les restaba aceptar. O asentir con la cabeza, que era todo lo que aquellos dos soldados parecían capaces de hacer a pesar de que su capitán, situado detrás de Lezo, se desgañitaba para que respondieran como todo un almirante merece.
—Así me gusta… —continuó Lezo—. Bien, el plan es sencillo y estoy seguro de que sabréis seguirlo al pie de la letra. Quiero que os dirijáis al campamento inglés y que os hagáis pasar por desertores. Tenéis información y queréis ayudar con ella al avance inglés. Es importante que desde el principio solicitéis una recompensa a cambio. Hacedlo o levantaréis sospechas. Las levantaréis de todas formas, pero sabréis que os han creído si una hora después de realizar vuestra propuesta, seguís con vida. ¿Comprendido?
Los soldados no parecían demasiado listos, no, pero hasta un tonto de remate habría entendido lo que el almirante acababa de exponerles. Tenían que hacerse pasar por desertores. ¿Con qué fin? Con el fin de facilitar información errónea al enemigo, por supuesto.
—El siguiente paso para los ingleses es tomar el convento de Nuestra Señora de la Popa, en lo alto del cerro — expuso Lezo—. Si lo consiguen, podrán batir nuestra posición desde allí sin peligro alguno para ellos. Así que vosotros dos vais a conducirles hasta lo alto del cerro, vais a ganaros su confianza y vais a engañarles.
—Nada nos garantiza que quieran tomar el convento de Nuestra Señora de la Popa —intervino Desnaux.
—Nadie nos garantiza nada, pero si yo fuera el general inglés al mando, es lo que haría tras haber desembarcado en la isla de la Manga y haber abierto el canal de acceso a la dársena interior. Es lo único que les falta: una posición desde la que dañarnos sin ser dañados. Cuatro o cinco cañones allí arriba pueden disparar más allá de las murallas del San Felipe. Directamente al corazón del castillo.
—Almirante, no estoy cuestionando sus decisión, pero, ¿realmente está seguro de que estos dos tarados conseguirán engañar a los ingleses? En el pasado hemos mantenido diferencias en cuanto a la estrategia a seguir, pero ahora mismo yo digo que conozco bien a mis hombres. Y porque los conozco, no estoy seguro de que esté tomando la decisión correcta.
—¿Estos dos hombres son idiotas?
—De remate, señor. No sé ni cómo diablos consiguen recordar sus nombres.
—Pues los recuerdan. Y eso es todo lo que necesito.
Lezo se acercó al primero de los soldados. Se situó cerca de su rostro sucio de barro y le habló a menos de un palmo de distancia.
—¡Nombre!
—Olaciregui.
—¡No oigo nada!
—¡Olaciregui, señor!
—¿Y qué eres tú, Olaciregui?
—¡Un desertor, señor!
Lezo se volvió hacia Desnaux y asintió endureciendo la barbilla y estirando el labio inferior.
—Servirán —concluyó—. Este par de tarados son mi par de tarados. Lograrán que los ingleses no hallen la senda correcta hacia la victoria.
14 de abril de 1741
Durante la última semana, Washington había insistido tanto y con tanta persistencia para que Vernon le permitiera desembarcar al frente de una compañía que, finalmente, el almirante no tuvo más remedio que acceder. Sabía que el muchacho no estaba preparado para dirigir nada, pero supuso que a nadie haría daño desembarcando en el campamento de la isla de la Manga y poniéndose a las órdenes del general Wentworth. Ganar su primera batalla supondría en el joven capitán, sin duda, una experiencia que jamás olvidaría.
Sin embargo, Washington no se conformó con el rol que Vernon habría deseado para él y asumió, desde el mismo momento de desembarcar, un protagonismo del que pronto acabaron hartándose el resto de oficiales. A oídos del propio Wentworth llegaron algunas quejas, incluidas las del propio Washington, que el general atajó de raíz: suficientes dolores de cabeza le estaba ocasionando la disparidad de criterios que Vernon y él mantenían acerca del modo de encauzar el ataque final a la plaza, como para que ahora el protegido del almirante fuera a quejarse de que el trato que se le daba en tierra no era el adecuado. Carecía de tiempo y de energía suficientes para dedicárselas a aquel asunto. Si Washington deseaba tomar iniciativas, adelante. Nada podría ir peor de lo que iba.
Porque, a estas alturas, las cosas se habían torcido bastante para Wentworth. Demasiados hombres se encontraban enfermos, la moral de la tropa era cada día más baja y los suministros de alimentos y agua potable no terminaban de llegar con fluidez. Y, por si esto fuera poco, aquella maldita lluvia no les daba un respiro de día ni de noche. Tan siquiera podía ya recordar cuándo había sido la última vez que vistió ropa seca…
Washington era incapaz de ver lo que tenía frente a los ojos. Los hombres no enfermaban, los hombres no morían y ni siquiera la lluvia caía en torno a él. Lo cual a Wentworth no le parecía ni mal ni bien si no fuera porque el muchacho tomó pronto la costumbre de seguirle allá donde tuviera que ir: si Wentworth salía del campamento de la isla de la Manga para dirigirse al del Manzanillo, Washington le acompañaba; si Wentworth retrocedía hasta la retaguardia para interesarse personalmente por las rutas de abastecimiento de víveres, Washington le seguía de cerca; y si Wentworth se reunía con sus ingenieros para estudiar cuáles eran los puntos más débiles del castillo de San Felipe, Washington se unía desenfadadamente al debate.
Lo cual era más que suficiente para el general. De acuerdo, tenía que soportarlo porque era el protegido de Vernon, pero no necesariamente debía admitir que le siguiera a todas partes y participara en las deliberaciones que mantenía con sus oficiales. De manera que cuando alguien se presentó a él y le contó algo acerca de unos desertores españoles, no se lo pensó dos veces y aprovechó la ocasión para quitarse de encima al muchacho.
—Washington, tenga la bondad de comprobar de qué se trata —dijo. Y se dio media vuelta para ocuparse de asuntos verdaderamente importantes.
Washington vio en aquella orden del general la oportunidad de demostrar por sí mismo lo que valía. A Vernon, por supuesto. Mientras Wentworth se interesaba por los hombres que, al parecer, estaban enfermando, él se encargaría de un asunto de la mayor relevancia. Desertores, nada menos. Con un poco de suerte, podrían facilitarle información muy importante. Wentworth había hecho bien en confiarle un asunto tan delicado.