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Authors: Alber Vázquez

Tags: #Aventuras, Bélico, Histórico

Mediohombre (11 page)

Ahora lo importante era trasladar toda la artillería desembarcada a un punto alto en tierra y, desde allí, comenzar a disparar contra la fortificación española que impedía el paso de los navíos ingleses a la bahía interna. Ese era el trabajo que se le había encomendado, era el trabajo que sabía hacer y, vive Dios, era el trabajo que, salvo que una bala española le enviara al otro mundo, haría sin dudar. O se dejaría la piel en el intento.

Wentworth era partidario de una acción rápida por tierra. Tenía las tropas y tenía la artillería de apoyo. ¿Qué más debían aguardar? Dios santo, si los españoles eran pocos, se hallaban mal organizados y los dirigía un loco sin conocimientos sobre el combate en tierra firme. Sólo necesitaba unas cuantas compañías de infantería y tomaría la plaza antes de que los navíos de Vernon forzaran el canal de acceso a la bahía interior.

Maldita sea, cuánto tiempo perdido… ¿Por qué diablos una campaña así se le encomienda a un marino? ¿Por qué, si el auténtico trabajo lo han de desarrollar las tropas de tierra? Sus tropas. Las tropas de general Wentworth. Ellos eran los que hacían lo que había que hacer, los que se echaban cuerpo a tierra y avanzaban paso a paso, ganando el terreno para el rey, eliminado enemigos y, al tiempo, honrando su memoria para siempre al morir por Inglaterra.

Wentworth salió de la playa y se internó en la espesura. Comprobó que el terreno era complicado y que cualquier avance allí sería dificultoso. Pero disponía de un millar de hombres frescos que, de tan aburridos que se hallaban a bordo, celebraron como una victoria la simple noticia del desembarco. Había llegado el momento de demostrar a los marinos de qué era capaz la infantería inglesa.

—Hemos identificado un punto en lo alto de la colina —informó un capitán a Wentworth.

—Bien —replicó, satisfecho, el general—. ¿Hay buena visibilidad sobre la fortificación?

—Magnífica, señor. Y lo mejor es que, debido a las irregularidades del terreno, nosotros nos mantendremos fuera de su ángulo de visión.

—¿Están los morteros dispuestos?

—Lo estarán dentro de poco. Avanzamos despacio para evitar las emboscadas enemigas.

—De acuerdo. Pero no nos demoremos en exceso. Quiero comenzar a bombardear antes de que caiga la noche.

Era lo que Vernon le había ordenado. Desgastar el San Luis desde el norte. Por sorpresa y con intensidad. Antes de que tuvieran tiempo de replantear su defensa. Con un poco de suerte, el fuego de mortero causaría muchísimas bajas en las filas de Lezo.

Y luego, por la mañana, avanzar con las tropas de infantería y tomar los restos del fuerte a golpe de mosquete. Acabando con los que quedaran vivos y no se rindieran de inmediato. Reduciéndolo todo a escombro y acallando su pólvora para siempre.

Wentworth hervía por dentro. El desembarco le hacía sentirse vivo, tan vivo que, guiado por la precipitación, temía cometer alguna estupidez. Y eso era algo que no podía permitirse. No iba a presentarse ante Vernon y su consejo con una derrota como toda respuesta a la orden dada. No, se le había ordenado emprender una estrategia envolvente sobre el fuerte para, así, cortar todas sus vías de acceso y multiplicar los frentes de combate. Que era, exactamente, lo que se disponía a hacer.

Con paso firme, usando en ocasiones su sable para abrirse paso entre la maleza, Wentworth llegó, más de una hora después de haber desembarcado, al punto en el que sus hombres ya terminaban de fijar los morteros en sus bases de madera.

—Estaremos preparados para abrir fuego en breve, general —fue informado por el capitán al mando de los artilleros.

—Quiero que las compañías desbrocen el terreno y se preparen para acampar.

—¿En este mismo lugar, señor?

—Sí, de aquí no nos movemos. Vamos a castigar el fuerte con fuego de mortero durante toda la noche. Que esos malnacidos estén ocupados. No les vamos a dejar ni respirar. Y veremos con qué ánimo amanecen mañana.

—Sí, señor. Lo dispondremos todo para que así sea.

—Mientras tanto, quiero el campamento protegido en todos sus flancos. No me extrañaría que Lezo, a la desesperada, enviara una compañía para hacernos frente. Si algo así sucede, necesitamos estar preparados.

Sin sorpresas y con todo a favor. Ese era el modo en el que a Wentworth le gustaba entrar en combate. Desgastar durante horas al enemigo para, después, arrasarlo con la mejor infantería del mundo. Sin darles ni una sola oportunidad. Llevándolos hasta la extenuación, hasta el umbral de la muerte: que rogaran por su vida si fuera necesario.

Tres horas antes del atardecer, diez morteros estaban listos sobre la colina de Tierra Bomba. Harían falta varios disparos para afinar la puntería, pero disponían de tanta munición como quisieran. De hecho, era algo en lo que Vernon insistía una y otra vez: el acoso al fuerte tenía que ser continuo y sin importar de cuánta munición se hiciera uso.

Los morteros comenzaron a disparar hacia arriba. Los proyectiles, así, describían una larga curva y adquirían gran impulso durante el descenso hacia el objetivo. Los primeros disparos fueron demasiado largos e impactaron lejos del fuerte pero, poco a poco, los artilleros consiguieron afinar la puntería y, por fin, dos balas golpearon, de lleno, en el piso de piedra labrada del San Luis.

Wentworth se valió de su catalejo para observar la fortificación. Los daños no habían sido considerables, pero sí el revuelo que se había causado entre los españoles. Decenas de hombres iban y venían tratando de averiguar desde dónde les estaban atacando. Lo cual, además, carecía de total importancia. La capacidad artillera del San Luis era mucho menor de la que Vernon imaginaba y disparaban hacía los navíos de línea con todo el armamento disponible. No tenían más y, si querían devolverles los disparos, deberían desatender el fuego contra el mar.

En el catalejo de Wentworth apareció la figura de un hombre que se movía frenéticamente de un lado hacia otro. Parecía alguien con autoridad, pues todos los que se hallaban a su lado le seguían allá adonde fuera. Trataban, claro está, de averiguar quién les estaba disparando y desde qué punto. De pronto, el hombre se giró y miró en su dirección. No podía verle desde esa distancia, pero ello no evitó que Wentworth sintiera un sudor frío recorriéndole la espalda. Después, el hombre alzó el brazo y le señaló con el dedo. Un hombre no demasiado corpulento y con una pierna tallada en madera.

CAPÍTULO 7

24 de marzo de 1741

Los ingleses hicieron fuego de mortero desde su posición en Tierra Bomba como si hubieran descubierto por primera vez la alegría de disparar. Tanto y tan constantemente dispararon, que un hombre de la defensa del fuerte de San Luis se plantó en mitad de la muralla norte y se puso gritar insultos a los ingleses. Un trozo de metralla le reventó el pecho y murió allí mismo, desangrado. Hasta más de una hora después, nadie pudo ocuparse de retirar el cadáver.

La orden de Vernon era que nadie dejara de disparar en ningún momento y que, incluso de noche, se mantuviera el sistemático batido de las defensas de la fortificación. Y eso hacían sus tropas. Además, con tanta intensidad que en los muros del San Luis los impactos se contaban ya por cientos. Pronto, si nada cambiaba, una parte de la edificación, incapaz de soportar su propio peso, se vendría abajo.

Desnaux no sabía nada de Lezo desde que, dos días atrás, el capitán Agresot les informara de que Tierra Bomba estaba infestada de ingleses. Anunció que regresaba al Galicia y que allí se quedaría hasta nuevo aviso. Que si no había novedades, no se le molestara. Que en el San Luis se limitaran a disparar tanto como pudieran. Y, en lo posible, que hicieran blanco en el enemigo. Nada más.

Orden que en el San Luis siguieron al pie de la letra. Cierto era que Desnaux comenzaba a estar un poco harto de Lezo, de su talante variable y de unos criterios no siempre concordantes consigo mismos, pero el almirante estaba al mando y obedecería. Porque, por otro lado, tampoco le quedaban demasiadas opciones más. Devolver el intenso fuego a los ingleses e infligirles el mayor daño posible. Siempre, claro, antes de que ellos echaran abajo el San Luis con sus quinientos hombres dentro. Cuatrocientos cincuenta, a estas alturas.

Esa misma mañana llegó la primera alegría de toda la campaña para Desnaux. Hasta ahora, había causado daños en los navíos de línea ingleses, pero nunca suficientes como para que no los pudieran remolcar mar adentro. Sin embargo, por la mañana, unas dos horas después del amanecer, habían logrado encadenar cuatro o cinco estupendas andanadas que hicieron polvo el casco de dos, ni más ni menos que dos, navíos ingleses. Uno de ellos de ochenta cañones.

Por si esto fuera poco, los navíos habían virado fuera de control y se habían situado a sotavento. Y cuando tienes a un montón de perros ingleses encerrados en un cascarón al que el viento no le hincha las velas, sólo te resta una cosa por hacer: descargar sobre ellos la furia acumulada hora tras hora, día tras día, bala encajada tras bala encajada. Puedes, si el humo te lo permite, ver cómo los perros saltan por la borda y nadan, los que saben cómo hacerlo, hacia los botes, las lanchas o cualquier cosa que flote y se les acerque con la intención de echarles una mano. Entonces es cuando llamas a tu mejor artillero y le pides que apunte bien. Un solo disparo contra los que se acercan a auxiliar y si hace blanco, cuatro horas seguidas de descanso y doble ración de aguardiente.

Por desgracia, los dos cascarones abandonados quedaron a la deriva en la línea de disparo del África y del propio Galicia, que durante el resto del día apenas lograron hacer fuego. Por idéntica desgracia, el virrey Eslava hizo acto de presencia en el buque insignia cuando todos los artilleros, sin nada mejor de lo que ocuparse, estaban sacando brillo a los cañones. Todo eso mientras el fuego inglés arreciaba contra el fuerte de San Luis. Ya, pero, ¿qué otra cosa podrían hacer?

—¿Qué clase de holgazanes son los que me sirven? —gritó, colérico, un Eslava que no pareció, por ello, más irascible de lo común.

Había pisado la cubierta del Galicia y llegaba con la intención de reunirse con Lezo. Su intención inicial era haberse dirigido hacia la fortificación, pero le sugirieron, con buen criterio, que en ese momento el Galicia era mucho más seguro porque estaba guarecido por los cascarones a la deriva.

—¡Lezo! ¿Dónde está Lezo? —gruñía con una voz demasiado aguda para alguien que ostenta el mando.

El almirante oyó los gritos desde su camarote y se preguntó por qué diablos el virrey no había tropezado al subir a bordo y se había roto la crisma contra el palo mayor. No sólo no podía disparar contra el enemigo, sino que ahora tendría que escuchar la perorata engreída y vacua de Eslava. Definitivamente, aquel no estaba siendo un buen día.

Lezo se presentó en cubierta y, para cuando lo hizo, al virrey ya le estaban llevando los mil demonios.

—¿Por qué no disparamos, Lezo? —preguntó a viva voz—. ¿Por qué aquí nadie hace nada mientras en el San Luis se están dejando la piel para salvar Cartagena?

¿Por qué nadie ahogó a aquel cretino unos minutos después de nacer? La pérdida para su madre habría resultado mínima e inmensa la ganancia del resto.

Tomó aire y se contuvo antes de responder:

—Es un placer tenerle a bordo, señor. Si mira por la horda, puede darse cuenta de que hay dos navíos ingleses que nos impiden disparar.

—¿Y por qué no los hunden?

—Lo hemos intentado, pero desde esta distancia es prácticamente imposible. No nos resta sino esperar a que la corriente los desplace lo suficiente como para volver a tener ángulo de tiro.

—¿Y cuándo sucederá eso?

—No lo sé, señor. Estamos en el mar y en el mar algo así es difícil de calcular. Quizás en dos horas. Quizás en seis.

Lezo soportaba, estoico, el interrogatorio de Eslava. Tan sólo un pequeño repiqueteo de su pata de palo sobre la cubierta del navío denotaba cierta incomodidad. Por decirlo de alguna manera.

—En cualquier caso, no es eso lo que me trae hasta aquí —dijo Eslava cambiando de tema pero no de tono—. Ha llegado a mis oídos la noticia de que las tropas inglesas han logrado desembarcar.

Lezo, por toda respuesta, señaló el punto de Tierra Bomba desde el que los ingleses llevaban dos jornadas abrasando con fuego de mortero el fuerte de San Luis.

—Las noticias que ha recibido no pueden ser más ciertas —concluyó Lezo—. Han desembarcado y me temo que va no van a irse fácilmente.

—¿Cuántos? ¡Por Dios! ¿Cuántos hombres han desembarcado esos grandísimos hijos de puta?

—Quién puede saberlo… —respondió Lezo sin demasiado interés en mantener las formulas de cortesía que le debía al virrey—. A estas alturas, no habrá menos de un millar de hombres en tierra. Eso, como mínimo.

Lo decía con la mirada fija en el lugar desde el que los artilleros bajo el mando de Wentworth escupían fuego de mortero de sol a sol.

—¡Estamos perdidos! ¡Estamos perdidos!

Vive Dios que Lezo observó al virrey dando grititos como una mujer y sintió que el mundo, definitivamente, estaba del revés. Lo estaba, pues si algo fuera normal y tuviera sentido bajo el cielo, el hombre que tenía ante sí estaría liderando la defensa de la ciudad y el territorio que le habían sido encomendados. ¿Qué hacía en lugar de ello? Lamentarse como si verdaderamente no restara nada sino la resignación ante la inminente derrota. Y de aquella podían salir con éxito. No sería fácil, pero él, Lezo, estaba seguro de que nada se hallaba irremisiblemente perdido. No, todavía.

—¡Que venga Desnaux! ¡Que venga Desnaux! —gritaba Eslava ante la indiferencia de Lezo—. Quiero verlo aquí mismo de forma inmediata.

De forma inmediata. Como si el coronel no tuviera nada mejor que hacer que abandonar a sus hombres bajo la lluvia de hierro enemigo y correr al Galicia para satisfacer cualquier estúpida ocurrencia del virrey.

Y eso que Lezo no sentía demasiadas simpatías por Desnaux. Opinaba que su estrategia estaba siendo equivocada y que perseverar en ella les conduciría hacia la derrota. No, no lo consideraba un militar brillante. Pero sí eficaz y con arrestos suficientes para, llegado el caso, morir junto a todos sus hombres defendiendo la plaza. Por ello, sólo por ello, Lezo lo respetaba.

Como así había supuesto el almirante, cuando Desnaux fue avisado de que el virrey requería su presencia, se hallaba inmerso, junto a sus capitanes y los artilleros de servicio, en la organización de las baterías del San Luis. Tuvo que dejarlo todo, asearse en una cuba de agua destinada a enfriar los cañones y tomar un bote en dirección al buque insignia.

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