—A sus órdenes, señor —dijo cuando subió al Galicia.
—¡Desnaux! ¡Oh, Desnaux! —exclamó Eslava—. ¡Esto es horrible! Lo vamos a perder todo a manos de esos desgraciados.
Desnaux trató de calmar su excitación:
—Todavía no está todo perdido.
Cuando se lleva varios días viviendo, comiendo y durmiendo en mitad de una batalla, se evitan las frases que no son necesarias y se va al grano. Tengas delante al último de tus cabos o al mismísimo virrey de Nueva Granada.
—Si me envía más hombres y más munición —continuó Desnaux—, todavía podemos vencer.
—¿Realmente cree que lograremos que esas bestias den marcha atrás y se marchen de aquí? —preguntó, un tanto ingenuamente, Eslava.
—Sin duda, señor —contestó Desnaux. Pero su voz brotó débil, quebradiza. Como si no creyera del todo en lo que estaba diciendo.
—Pero los ingleses han desembarcado ya…
—Los mantendremos a raya. El fuego de sus morteros nos está haciendo daño y he perdido ya a sesenta hombres, pero mire —Desnaux señaló los dos navíos ingleses a la deriva—: Nosotros también les estamos causando bajas. Fíjese: hay muchos cuerpos flotando en el mar. Y no son nuestros.
Era cierto. El cañoneo de las baterías cartageneras también estaba desgastando las filas invasoras pero no en la medida que habría sido deseable para forzar una retirada. Y Desnaux, aunque lo sabía, prefería omitir tal juicio.
—¡No! —bramó Lezo, harto de lo que él consideraba un cúmulo absurdo de insensateces—. No vamos a detenerles. No aquí, al menos. Terminarán por romper nuestras defensas y entrarán en la bahía interior. Sucederá. Nada les detendrá.
—Vamos, Lezo —dijo Eslava—, no sea tan negativo. El coronel cree que si aguantamos, lograremos detener el avance enemigo.
—No lo lograremos
:
—repuso, tajante, Lezo—. Bocachica está perdida. Lo está desde el momento en el que desembarcaron las tropas de infantería. Nos tienen rodeados y para ellos es una cuestión de tiempo. Nos matarán a todos.
—Nosotros también estamos causando bajas en sus filas.
Eslava se refería a los cuerpos de los ingleses que flotaban cerca de allí.
—¿Cuántos son? ¿Diez? ¿Veinte a lo sumo? ¿Cree que eso supone un problema real para Vernon? Ni siquiera habrá sido informado de una nimiedad como esta.
El tono de Lezo era seco y cortante. Su tono.
—Almirante —intervino Desnaux dirigiéndose por primera vez a Lezo—. Mis hombres pueden detenerlos. Sé que pueden hacerlo. Déjeme intentarlo, por Dios. Déjeme lograrlo.
—¿A cambio de qué?
—A cambio de nada. Sólo necesito unos cuantos hombres más. Cien o doscientos. Los que sea posible enviarme. Y munición. Con eso, garantizo que los ingleses no romperán este paso.
—¿Lo garantiza?
—Sí, señor. En el San Luis no vamos a rendirnos. Lucharemos hasta que esos malditos decidan retroceder, levar anclas y regresar de nuevo a Jamaica.
—No van a rendirse. Estoy seguro de ello, porque conozco a sus hombres y le conozco a usted, coronel. —Lezo no vacilaba al exponer lo que había rumiado detenidamente durante los últimos dos días—. Pero los ingleses no darán media vuelta. Al contrario, seguirán desembarcando tropas e intensificando su fuego desde Tierra Bomba. Dentro de tres o cuatro días dispararán con tanta intensidad sobre nosotros que lo que hasta ahora han hecho nos parecerá un juego de niños.
—¿Y qué pretende?
Desnaux se hallaba más sorprendido que intrigado.
—Abandonar el fuerte de San Luis. Abandonar el fuerte de San José y todas las baterías que todavía puedan disparar. Volar por los aires mis cuatro navíos e incendiarlos para que no caigan en manos enemigas. Y con todos los hombres disponibles, replegarnos al castillo de San Felipe.
—¿Y dejar que miles de ingleses campen a sus anchas por Cartagena? —preguntó, escandalizado, Eslava.
Lezo observó que desde Tierra Bomba la artillería inglesa descargaba una andanada de metralla sobre el San Luis. Y contestó:
—Exactamente.
* * *
Hacía dos días que el general Wentworth había desembarcado con sus tropas y las noticias que llegaban desde tierra no satisfacían a Vernon. Parecía como si el tiempo, de pronto y sin previo aviso, se hubiera ralentizado. Todo transcurría despacio. Muy despacio.
Al parecer, Wentworth había asentado una posición, pero sobre terreno resbaladizo. Esta había sido la palabra con la que el general se expresaba en la última de sus notas: resbaladizo. Un lugar en el que nada se sostenía por mucho tiempo, en el que los hombres se movían con cautela y los morteros debían ser resituados tras cada disparo.
Y el tiempo avanzaba y las cosas se estancaban en Tierra Bomba. Vernon consultó con varios ingenieros y todos respondieron más o menos lo mismo: que dadas las características del terreno, no era seguro moverse con mayor rapidez. Al manglar se le trataba con respeto o podía volverse contra ti. Por eso, lo conveniente pasaba por desbrozar adecuadamente la maleza, por asegurar cada paso dado, por cuidar que la pólvora no se mojara, por, en suma, disponer que los acontecimientos transcurrieran al ritmo que el manglar imponía.
—¡Somos ingleses! —exclamó Vernon cuando, reunido su consejo militar a bordo del Princess Carolina, Ogle puso en duda que el ataque final pudiera ser lanzado antes de una semana—. ¡Somos ingleses! ¿Es que nadie sino yo comprende qué significa servir al rey de Inglaterra?
Ogle mantenía su rostro severo e impasible, como una rana que observa el vuelo de una mosca sobre el estanque.
—¡Me importa bien poco que el terreno sea resbaladizo! Que lo solucione Wentworth. ¿No tenía tanta prisa por desembarcar? Bien, pues ya ha desembarcado. Ahora quiero resultados. ¡Resultados!
—Estamos obteniendo resultados —intervino Lestock, que, un día antes, había luchado en primera línea de fuego con sus naves—. Sus defensas están siendo batidas sistemáticamente y les estamos procurando mucho daño. Bastante más del que ellos nos causan a nosotros.
Gooch salió en ayuda de Lestock. Su función en la campaña comenzaba y terminaba en aquel consejo, y carecía de tropas con las que entrar en batalla.
—Si me permite decirlo, almirante —dijo—, creo que está siendo un tanto injusto. Sus hombres hacen lo que pueden y, sobre todo, lo que usted les ha ordenado. No observo que, en ningún momento, se estén contradiciendo las ordenes. Solicitó que el cañoneo fuera intenso y sin cuartel. Y eso, exactamente, es lo que está sucediendo.
—Pero no podemos demorarnos por mucho más tiempo. No podemos…
Vernon, en sólo dos jornadas, había cambiado su abierto optimismo por un vago sentimiento de desazón. Y es que algo había sucedido que le borró la sonrisa de la cara: los primeros casos de fiebre amarilla se desataban ya entre las tripulaciones.
Existen dos cosas que quitan el sueño a un almirante al mando de una escuadra: los huracanes y la fiebre amarilla.
Cualquier otro asunto es solventable, pero ni los huracanes ni el temido vómito negro tienen solución. Y ambos terminan sembrando de muerte las cubiertas de los navíos. Muertes absurdas, imprevistas, innecesarias. Muertes de soldados y marinos que aún no han entrado en combate y, por lo tanto, no han hecho valer la razón que hasta aquí les ha traído.
De manera que el creciente mal humor de Vernon tenía un motivo. Aunque, de momento, el resto de los miembros del consejo lo desconociera.
Ogle intervino tratando de aplacar al almirante. Sin, por ello, dejar de ser realista:
—Una semana, señor. Dé una semana más a nuestras tropas y tripulaciones y verá cómo se producen resultados. Vamos a romper el paso de Bocachica y, antes de que lo crea, nuestros buques estarán atravesando el canal y entrando en la bahía. A partir de ahí, con la plaza completamente rodeada, los acontecimientos se precipitarán. Verá cómo sucede así. Otórguele un margen de confianza a Wentworth. El general sabe lo que se hace.
Vernon no estaba tan seguro. En cuanto los hombres desembarcados comenzaran a enfermar de fiebre amarilla, Wentworth retornaría al Princess Carolina en la creencia de que allí se encontraría a salvo. Pero un artillero del buque insignia había caído enfermo aquella misma mañana y, aunque rápidamente fue trasladado a otra nave, la enfermedad ya había mostrado sus intenciones.
La estrategia logra que el éxito llegue o no llegue. Depende de que sepas mostrar pericia y de que tu inteligencia no te abandone. De que encuentres la inspiración en medio del desorden y de que comprendas un poco más allá que los demás. Sin embargo, la fiebre amarilla no depende de nadie. Si llega, llega, y si no llega, no llega. Te das por satisfecho o maldices tu suerte. Lo que sí está claro es que como ponga su mirada sobre ti y tu gente, date por maldito. Dispones de una semana, dos como máximo, para culminar con éxito tu empresa antes de que todo se malogre de forma definitiva.
Una semana. Precisamente lo que Ogle solicitaba para que Wentworth lograra la victoria sobre los españoles. El tiempo del que no disponía o, por decirlo de otra forma, el tiempo del que disponía el vómito negro para diezmar por completo sus filas.
Había, por todos los medios, que ir más deprisa. Más deprisa, Wentworth, por el amor de Dios. Vamos, Cartagena estaba defendida por un puñado de hombres cansados. ¿Acaso no se podía acabar con ellos de una maldita vez? Porque, si no lo hacían, las cosas se les iban a poner muy difíciles.
—Démosle una oportunidad a Wentworth —dijo Vernon—. Es verdad que apenas han transcurrido dos jornadas desde que puso pie en tierra. Necesitará más tiempo. Envíenle todos los hombres que requiera. Y que varios ingenieros desembarquen para ayudarle a desplegarse en el pantano.
Los miembros del consejo militar se sintieron aliviados por la respuesta de Vernon. Temían que su talante orgulloso le condujera a obviar la necesidad de actuar con la cautela exigida.
—Así se hará —replicó Lestock—. Le aseguro que así se hará.
* * *
Retirarse. Menuda estupidez. Eslava no daba crédito a lo que acababa de escuchar en boca de Lezo. Al parecer, el almirante se había vuelto definitivamente loco. Demasiadas balas arrasándolo todo en torno a él. Sí, finalmente, Lezo ya no regía bien.
No se iban a retirar de Bocachica. No iban a permitir que los ingleses camparan a sus anchas por la bahía interior de Cartagena. Y no iban a permitir que los acorralaran como a conejos en el castillo de San Felipe. No, al menos, mientras él, Eslava, fuera el virrey de Nueva Granada.
Desnaux aseguraba que podían resistir cuanto tiempo fuera necesario en el fuerte de San Luis. Si Eslava le enviaba efectivos y, sobre todo, municiones desde el San Felipe, aseguraba que podrían controlar la situación durante tanto tiempo como fuera necesario. A fin de cuentas, quienes jugaban con desventaja eran los ingleses: ellos carecían de más aprovisionamientos que los que llevaban en sus buques y su capacidad de aguantar, por lo tanto, no podía ser indefinida. Tarde o temprano, deberían reconsiderar su estrategia y, evitando pérdidas mayores, retornar a puerto amigo.
Desnaux tenía razón. Aguantarían. Claro que aguantarían. El propio Eslava inspeccionó el San Luis y comprobó que, si bien los daños eran muchos y las bajas considerables, el orden reinaba en el interior de la fortificación y todo se hallaba bajo control del coronel y sus oficiales. No había que temer más de lo necesario.
—Lezo —dijo un solemne Eslava de regreso al Galicia—. No vamos a abandonar el fuerte de San Luis pues todavía se halla en buen estado y la tropa con moral suficiente. No es momento de replegarnos. No cuando todavía la batalla puede ser ganada.
Lezo se dio cuenta de que no tenía nada que hacer. Sus propuestas no habían convencido al virrey y este se había inclinado por hacer caso al torpe de Desnaux. Los iban a masacrar, iban a descargar sobre ellos tanto hierro que terminarían por izar una bandera blanca para rendirse como miserables. Pero lo dicho, dicho estaba y ya no se hallaba en su mano convencer a Eslava para que cambiara de opinión.
Porque Eslava podía ser un inconsciente, un estúpido y un engreído incapaz de ver más allá de lo que le señalaba la legión de aduladores que constantemente le rodeaba, pero no se comportaba de forma voluble ni cambiaba de opinión con facilidad. Menos aún, si era alguien como Lezo quien que se lo pedía.
De manera que, sopesando todas las posibilidades, Lezo trató de ser pragmático:
—En ese caso, sugiero que enviemos tropas a Tierra Bomba para hacer frente a los ingleses.
¿Enviar tropas con la intención de repeler a los ingleses? ¿Acaso ese hombre era un pozo sin fondo de ideas estrambóticas? ¡No! Desnaux se lo había dejado bien claro: podían resistir cuanto tiempo fuera preciso en el fuerte de San Luis. No romperían el acceso de Bocachica y los invasores se verían obligados a dar media vuelta y, con el rabo entre las piernas, regresar a casa.
—¿Tropas? —farfulló Eslava—. ¿Tropas a Tierra Bomba?
—Sí. Infantería. Hagámosles frente en un terreno propicio para nosotros. Están sobre un manglar que nosotros dominamos y conocemos. Enfrentémonos a ellos en estas condiciones y seremos capaces de hacerles retroceder.
—¡Pero, Lezo, menuda estupidez…!
—¿Qué me dice del capitán Agresot? Mantuvo un enfrentamiento con los ingleses y salió victorioso. He pensado mucho en ello, y estoy seguro de que los casacas rojas no se mueven con ligereza en el manglar. No son tierras a las que estén acostumbrados y ni siquiera los granaderos resultan eficientes en tales condiciones. Agresot dijo que les costaba cargar después de cada disparo. Que supieron tomarles la delantera y que, por eso, les vencieron.
Una nueva propuesta siempre supone un nuevo problema. Un nuevo reto. Un punto de vista que es necesario abordar, analizar y comprender.
Eslava no era tan tonto para no saber algo así. Él también era militar y también había sido entrenado para reconocer una idea razonable en medio de mil ideas abocadas al fracaso. Por ello, aunque le fastidiara reconocerlo, las palabras de Lezo podían albergar algo de razón. Una cosa era no retirarse del San Luis y facilitar, así, la entrada de los ingleses en Cartagena y otra, bien distinta, limitarse a encajar el cañoneo enemigo sin hacer nada por evitarlo.
Además, ¿quién le garantizaba que, una vez asentados los ingleses en Tierra Bomba, no decidieran iniciar un avance hacia la plaza fortificada? A fin de cuentas, con mil, dos mil o tres mil hombres desembarcados, iniciar el camino hacia el norte era una simple cuestión de decisiones. Podrían hacerlo, incluso, sin desatender el acoso por tierra contra el San Luis.