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Authors: Alber Vázquez

Tags: #Aventuras, Bélico, Histórico

Mediohombre (10 page)

—Jódete —masculló Agresot para sí. Y, dirigiéndose a sus hombres, añadió—: He adelantado trabajo. A ver de lo que sois capaces vosotros.

En el bando inglés alguien daba órdenes de forma apresurada. Demasiado apresurada. Un oficial debe conservar la calma siempre. Y cuando se está invadiendo territorio extraño, más aún. De lo contrario, se corre el riesgo de que el enemigo se dé cuenta de que te tiemblan las piernas. Y, entonces, ya puede ser éste español, francés o moro: tienes un problema y vas a darte cuenta de ello antes de lo que crees.

—¡Listos, capitán! —indicó un hombre de Agresot.

—¡Pues, adelante!

A pesar de que habían disparado antes que los ingleses, les habían tomado ventaja y habían logrado cargar primero. Quizás el blanco del capitán había ayudado o quizás, simplemente, los ingleses eran lentos. Qué más daba. Lo realmente importante venía ahora: en dos filas de diez soldados cada una de ellas, los españoles se dispusieron a disparar.

—¡Fuego! —gritó Agresot en pie tras sus hombres. Diez balas salieron en dirección a los ingleses. Todavía no habían impactado en su objetivo, cuando la segunda fila de soldados dio un paso al frente y superó a la que acababa de disparar. Los hombres apuntaron e hicieron fuego.

De nuevo, todos buscaron el refugio de la espesura mientras cargaban las armas a toda prisa. Agresot tenía un ojo puesto en las evoluciones de sus hombres y el otro en el enemigo. No podía dar crédito a lo que estaba viendo. Los ingleses gritaban y se movían de un lado a otro como si ya nada tuviera remedio para ellos. Sin embargo, a su oficial al mando le bastaría con reagrupar la patrulla, poner un poco de orden en tanto desconcierto y comenzar a disparar como Dios manda. Sin duda, les harían pasar un mal rato a Agresot y los suyos.

¿Por qué no sucedía nada de eso? ¿Por qué los ingleses parecían a punto de echar a correr como conejos asustados? No tuvo que esperar mucho para averiguarlo. Precisamente, hasta que los ingleses echaron a correr como conejos asustados.

Agresot no comprendía demasiado bien qué había sucedido. Se puso en pie y, cautelosamente, comenzó a caminar hacia el lugar desde el que los ingleses les habían repelido. Sus hombres le siguieron, varios de ellos con tanto ímpetu que Agresot tuvo que obligarles a ir más despacio.

—¡Con cuidado! —dijo—. Puede ser una trampa.

—Ya no queda un solo casaca roja, capitán.

—No importa. Asegurémonos de que es así.

Cuando llegaron al sitio donde los ingleses se habían parapetado, hallaron tres cuerpos sin vida: el del muchacho al que Agresot había volado la tapa de los sesos, un soldado de unos cuarenta años y otro que no pasaba de la treintena. Cuando Agresot vio los galones que portaba, lo comprendió todo: disparando al bulto, uno de sus hombres había tenido la inmensa suerte de atravesar con su bala de plomo el corazón de un auténtico capitán inglés. No estaba nada mal.

—Regresamos al San Luis —anunció Agresot.

—¡No! —protestaron los hombres—. ¡Tenemos que ir tras esos bastardos!

—No conviene tentar a la suerte. Hemos salido muy bien parados de esta, pero nada nos asegura que no haya más ingleses rondando por ahí. Prefiero dar media vuelta e informar. El coronel Desnaux querrá saber que hay tropas enemigas en tierra. Además, ya no volvemos con las manos vacías, ¿no?

Agresot se agachó sobre el cuerpo del capitán muerto y le arrancó los galones del uniforme. No, no volvían con las manos vacías.

* * *

Lezo había pasado toda la mañana dirigiendo la defensa desde la cubierta del Galicia. No podía permanecer quieto en ningún lugar, de manera que iba y venía, continuamente mientras daba instrucciones a todo oficial que se encontrara a su paso. De cuando en cuando, recibía información sobre la flota invasora y sus evoluciones, lo cual le intranquilizaba sobremanera. Saber que aquella bestia se hallaba anclada a sus puertas y que apenas disponía de capacidad para hacerle frente le sacaba de quicio. ¿Por cuánto tiempo podrían aguantar el barrido continuo y persistente de la artillería inglesa?

No por tiempo infinito. En cualquier caso, daba igual. Su deber era defender Cartagena y a eso pensaba dedicarse en cuerpo y alma. Por ello, había convertido la cubierta del Galicia en el cerebro del mecanismo que convierte ingleses en comida para los peces.

Y, por alguna extraña razón, los ingleses le estaban permitiendo que lo hiciera. En lo que había transcurrido de jornada, apenas habían disparado contra los navíos de línea españoles y su estrategia se centraba en golpear con toda la saña posible el fuerte de San Luis. Parecía que, incluso, evitaban disparar alto para que las balas golpearan en las baterías cuyo fuego trataban de repeler. Al contrario, sus disparos estaban siendo bajos, contra las murallas del fuerte: como si no les importara demasiado seguir recibiendo hierro desde los cañones españoles y les bastara con saber que en un par de días habrían reducido la edificación a escombro. Tenían el tiempo de su parte.

En estas reflexiones se hallaba sumergido Lezo cuando un emisario proveniente del San Luis llamó su atención. Una patrulla acababa de llegar de Tierra Bomba y se requería su presencia por un asunto de absoluta importancia.

—¿Y no puede Desnaux venir hasta aquí? ¿No sabe remar o qué diablos sucede? —gritó, colérico.

Lezo, como todos los marinos, sentía un larvado desprecio por todos los militares de tierra. Los consideraba poco menos que inútiles cuando el combate arreciaba. Por eso, se enfadó cuando fue mandado llamar.

—El coronel Desnaux le ruega que tenga a bien recibirle en el fuerte, señor —dijo el emisario—. Dado que el fuego enemigo se dirige, sobre todo, contra tierra, ha considerado inoportuno abandonar la fortificación.

Lezo no parecía dispuesto a transigir. ¿Y se puede saber qué es tan importante para que yo tenga que abandonar mi barco? ¿O es que acaso mi barco carece de importancia?

—No, señor. Desde luego que no. El coronel Desnaux no duda de la importancia de su barco en la defensa de la ciudad. Pero el capitán de la patrulla que acaba de llegar de explorar el manglar tiene algo que decirle. Algo muy importante.

—¡Vamos, suéltalo, gandul, y no me hagas perder más tiempo!

—Señor, no sé si debo…

—¡Habla o vuélvete al fuerte en tu bote!

—Bien, almirante, si insiste, le diré que la patrulla que ha explorado la zona comunica que hay ingleses en tierra firme.

—¿Cómo dices, soldado?

—Que hay ingleses en tierra firme, señor. Y que están desembarcando artillería.

Lezo no lo dudó más y se abrió paso dando un manotazo al emisario. Ordenó que de inmediato se dispusiera su bote y partió hacia el San Luis. Aquella noticia, desde luego, lo cambiaba todo. Por supuesto que iría al fuerte. De inmediato y con las ideas bien claras. Si los ingleses habían iniciado el desembarco, este sería ya incontenible. Carecían de capacidad para hacerles frente en tierra. Si lo intentaban, la infantería inglesa les destrozaría en menos de una jornada.

Al final, él tenía la razón. Tenía, una vez más, la maldita razón. Los ingleses, en cuanto las baterías de Tierra Bomba habían sido acalladas, desembarcaban. ¡Si, suponía la estrategia lógica! El habría hecho lo mismo. Desembarcar tropas y artillería y avanzar despacio hacia el fuerte envolviéndolo desde el norte. Por eso los navíos de línea estaban desarrollando un ataque de lento desgaste… Porque aguardaban a que las tropas avanzaran por tierra y, desde allí, en una posición alta y con buena visibilidad sobre la fortificación, la arrasaran con fuego continuo.

Los iban a reducir a polvo y cenizas. Y lo doloroso era que no podía hacer demasiado por evitarlo. No con tan pocos hombres… Si al menos contara con tres mil o cuatro mil soldados más, se aventuraría a hacerles frente en un combate cuerpo a cuerpo. Convertiría su avance en un camino tan tortuoso y lento que les hiciera replantearse la idoneidad de atacarles por tierra. Pero con los efectivos disponibles, sólo se podía aguantar. ¿Cuántos hombres? Según Desnaux, quinientos soldados en el fuerte de San Luis. A eso podía añadir las tripulaciones incompletas de sus cuatro navíos. Muy poco para intentar nada.

* * *

Lezo penetró en el fuerte por una puerta trasera, más o menos a salvo de las balas enemigas: más o menos, como todo allí. Aún restaban varias de horas de luz antes de que anocheciese y los ingleses no daban señales de cansancio. Si lo que había emprendido Vernon era una campaña de acoso y desgaste sistemáticos, lo cierto es que podía darse por satisfecho, pues lo estaba consiguiendo. Lo que Lezo halló dentro de la fortificación fue un grupo de hombres cansados, sucios y cada vez más desordenados que, lo supo sin el menor atisbo de duda, jamás lograría conservar el fuerte y, menos todavía, mantener intacto el paso de Bocachica.

Los iban a matar a todos como a ratas en una cloaca. Y más pronto que tarde. Así que tenía que rescatar lo posible y reencauzar la estrategia.

Desnaux agradeció a Lezo la deferencia de presentarse en el fuerte, lo hizo pasar a una de las estancias seguras y se excusó por no haber sido él quien se tomara la molestia de trasladarse. Lezo ahuyentó las disculpas con la mano. Sólo había tiempo para ir al grano.

—Me han dicho que hay ingleses en Tierra Bomba. ¿Es eso cierto? —preguntó a bocajarro.

Desnaux, molesto con su emisario por haber hablado más de la cuenta, confirmó lo dicho por Lezo:

—Así es, almirante. Esa es la información con la que contamos.

—¿Quién los ha visto?

—El capitán Agresot. Ha pasado el día patrullando el manglar y ha regresado hace media hora. En cuanto supimos de sus noticias, mandamos llamarle de inmediato.

—Que se presente —ordenó, tajante, Lezo.

—Le he dado descanso a él y sus hombres… —trató de explicar Desnaux.

—Aquí nadie descansa hasta que yo lo diga. ¡Que se presente!

Desnaux habló con un asistente, que salió de la estancia sin apenas hacer ruido. En presencia de Lezo, lo mejor era flotar en el aire y pasar desapercibido.

Nadie parecía dispuesto a hablar mientras esperaban. Lezo escuchaba el ruido de las balas golpeando tan cerca de donde se encontraban, que se percibía la vibración de los impactos. Entonces, dijo:

—Están atacando las murallas, ¿no es así?

—Sí, almirante. Por suerte, eso hace que apenas sumemos heridos.

—Golpean nuestra línea de flotación —murmuró Lezo.

—¿Señor? —preguntó Desnaux, que era militar de tierra y al que cualquier expresión marinera le resultaba extraña.

—Que quieren hundirnos. Y es precisamente lo que va a lograr.

—Señor, esto es una fortificación con medio millar de hombres dentro.

—Igual que mi barco. Una fortificación con hombres dentro dispuestos a defenderla con uñas y dientes. Sólo que el San Luis no puede levar anclas y desplegar todo el velamen.

Desnaux no era demasiado hábil con el lenguaje y había perdido el hilo de la argumentación de Lezo. Sabía que debían seguir cañoneando hasta acabar con el último perro inglés. Era lo que se esperaba de él y lo que sabía hacer sin la menor duda. Y el San Luis no era un navío sino un fuerte. Asunto resuelto.

Por fin, Agresot hizo acto de presencia en la estancia.

Se había aseado un poco, aunque en su rostro se percibía el cansancio de una larga jornada en el manglar.

Lezo se volvió hacia él con presteza. No lo conocía personalmente; pero tenía rango de capitán, así que se dirigiría a él sin intermediarios.

—Me dicen que ha visto ingleses en Tierra Bomba, ¿es cierto?

Agresot carraspeó y trató de que su voz fluyera firme y convincente. Estaba frente a Lezo:

—No sólo los he visto, señor. Nos hemos enfrentado a ellos.

—¿Enfrentado? ¿Cómo que enfrentado? ¡Informe!

—Descubrimos el lugar por el que estaban desembarcando y…

—¿A qué distancia? —interrumpió Lezo.

—A una legua de aquí. Como mucho. Quizás algo menos. Es difícil calcular en la espesura…

—¿Cuántos hombres?

—Los vimos durante muy poco tiempo, pero al menos había quinientos o seiscientos. Y más navíos se acercaban, de manera que probablemente, a estas horas, sean más de mil.

—¿Artillería?

—Vimos claramente que arrastraban morteros por la playa.

—¡Continúe! —ordenó Lezo, impaciente—. ¿Qué sucedió exactamente?

—Nos hallábamos observando el desembarco del enemigo cuando fuimos descubiertos. Al parecer, habían enviado patrullas de reconocimiento a la zona.

—¿Y qué sucedió?

—Hicimos lo que debíamos, señor —declaró Agresot sin poder esconder cierto orgullo—. Abrimos fuego contra ellos con nuestros mosquetes.

—¿Abrieron fuego? ¿Hubo lucha directa?

—Me temo que no nos quedó más remedio, señor.

—Nada que objetar. Sólo espero que ninguno de sus hombres resultara herido. Necesitamos a cada soldado. A cada uno de ellos.

—Salimos intactos. Con rasguños. Nada grave. Pero ellos no pueden decir lo mismo. Les causamos tres bajas y no descartamos que, antes de huir despavoridos, alguno de ellos resultara herido.

Agresot sonreía abiertamente. Más de lo que podría esperarse de un capitán que rinde cuentas ante un teniente general. De improviso, extendió su mano en dirección a Lezo, la abrió y mostró los galones que había arrancado del uniforme del capitán inglés muerto.

—Granaderos, señor —explicó.

Y parecía dispuesto a extenderse en sus explicaciones cuando el impacto de una bala se sintió tan cerca que todo en la estancia tembló.

—¿Qué sucede? —preguntó Desnaux, que hasta entonces había escuchado en silencio las explicaciones de Agresot—. Esa bala ha caído muy cerca. Demasiado cerca. Es imposible que desde los navíos alcancen esta zona del fuerte. ¡Imposible!

* * *

Wentworth puso pie en tierra pasada la media tarde. Ya habían desembarcado varias compañías de infantería y, aunque le habían informado de que un patrulla de reconocimiento se había topado con tropas españolas y que, por desgracia, habían sufrido varias bajas, él se encontraba exultante. Pletórico. Por fin comenzaba el desembarco. Una semana más embarcado y habría terminado por arrojarse al mar, nadar hasta la playa e invadir Cartagena por su cuenta y riesgo.

¿Bajas? Bueno, sí, era lo normal entre los granaderos. Para ello se les enviaba en vanguardia: para que abrieran paso al resto y, si era preciso, limpiaran el terreno de enemigos. Y algo así siempre arrojaba bajas. No podía ser de otra forma.

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