—Esto es lo que he podido encontrar —explicó Agresot mientras levantaba sobre su cabeza un mástil improvisado a partir del largo mango de un cepillo de limpiar cañones. Había unido el paño blanco a él y lo había sujetado con varios cordeles.
—¿Aguantará? —preguntó Lezo preocupado por la seguridad de sus hombres.
—Aguantará, señor —respondió Agresot.
—De acuerdo, esto es lo que van a hacer —comenzó a explicar el almirante—: Quiero que caminen despacio y con la bandera blanca bien visible en todo momento. No descarto que esos perros les descerrajen cuatro tiros por la espalda aprovechando que van desarmados, pero supongamos que respetan las leyes de la guerra y no lo hacen.
Agresot ni se inmutó. Un hombre que ha llegado hasta donde él lo había hecho, difícilmente se molestaría ante las palabras de Lezo. Este, al ver que el capitán no formulaba objeción alguna, continuó:
—Cuando los ingleses se les acerquen, pidan que les lleven ante el oficial al mando. Insistan en que quieren ver a alguien de la máxima graduación. Niéguense a hablar ante cualquiera que no sea un general, ¿comprendido?
—Sí, señor.
—Hablar con un general es mucho más difícil que hablar con un teniente. Eso nos hará ganar tiempo, que es lo que necesitamos, ¿de acuerdo?
—De acuerdo, señor.
—Bien… Pues cuando les digan que no aceptan la capitulación, regresan a toda velocidad. Si todo va bien, les estará aguardando una canoa para que remonten la bahía hasta el castillo de San Felipe.
—¿Y si aceptan la capitulación, señor?
—No lo harán. No son tan estúpidos. Ya no hay nada que podamos ofrecerles y ellos lo saben. Estamos atrapados, medio muertos y sin artillería. De manera que nos tienen en sus manos. Y nadie que tiene al enemigo en sus manos, negocia. Debería usted saber algo así, capitán.
Agresot, esta vez sí, acusó las palabras de Lezo. Y las acusó porque el almirante tenía razón. Debía haberlo sabido. Pero cuando se está al límite del agotamiento, no se piensa siempre con claridad.
—Desde luego, señor —concluyó—. Lo tendré en cuenta para la próxima ocasión.
Lezo no añadió nada. Pidió a Agresot y al oficial que se disponía a acompañarle que entregaran sus armas.
—Suerte —añadió a modo de despedida—. Les aguardo esta noche en el San Felipe. Esto todavía no ha terminado.
* * *
El plan de Lezo salió según lo previsto. A última hora de la larde, la dotación abandonó el fuerte separada en dos grupos y se dirigió hacia el embarcadero. Por suerte, los ingleses no habían destruido sus botes y lanchas. Quizás porque no se les pasara por la cabeza que los españoles pudieran finalmente huir.
Uno y otro bando habían intercambiado disparos de mosquete durante todo el día, pero sin demasiada violencia. Por momentos, pareciera que a ninguna de las dos partes les interesara demasiado aquella batalla. Como si estuvieran allí porque no tuvieran nada mejor que hacer. Como si se disparasen para matar el tiempo hasta que llegara la época de las lluvias. Algo moderadamente divertido y sin demasiadas consecuencias.
Agresot y su acompañante hacía horas que se habían internado en el manglar y nada sucedía: ni los ingleses parecían dispuestos a hacer uso de la artillería que habían situado en las inmediaciones de la puerta principal del fuerte, ni los enviados con la bandera blanca regresaban, ni nadie disparaba un solo tiro con verdadera capacidad de hacer daño al otro.
Así que Lezo decidió actuar. Apenas quedaba un rato de luz y no parecía que los ingleses se hallaran en las inmediaciones, así que, con voz enérgica, ordenó:
—¡Desnaux! ¡Comience a evacuar el fuerte! ¡Nos vamos de aquí!
El coronel no lo dudó y solicitó que bajaran el puente levadizo. Diez soldados armados con mosquetes avanzaron por él y abrieron el camino del grupo hasta el embarcadero. Cada hombre en disposición de hacerlo cargaba con las armas que quedaban en la fortificación, con algunos fardos de pólvora y con la munición sobrante. No suponían gran cosa, pero les sería de utilidad en la defensa del San Felipe. Y, además, así evitaban que cayera en manos enemigas.
Morir en la batalla nunca es un buen asunto, pero es algo con lo que un soldado debe siempre contar. Pero que te mate una de tus propias balas tras ser disparada por el enemigo, es algo que supera cualquier humillación imaginable. Ignominia pura.
Mientras bajaban al embarcadero y los hombres se acomodaban en los botes, Lezo buscó a Alderete y lo apartó del grupo:
—Tengo una misión especial para usted, capitán.
Alderete se sintió sorprendido y, al tiempo, halagado. Había servido durante mucho tiempo bajo el mando de Lezo pero esta era la primera vez que el almirante se dirigía a él y le daba una orden directa:
—A sus órdenes, almirante —respondió Alderete como si intuyera la trascendencia de lo que Lezo iba a solicitar.
—No podemos permitir que el enemigo se apodere de nuestros navíos. Son nuestros o no son de nadie. Quiero que ponga rumbo a ellos y que ordene abandonar el África, el San Carlos y el Neptuno. Que todos los hombres a bordo inicien la retirada hacia el castillo de San Felipe. Su tarea en los navíos ha terminado y los necesitaremos en el castillo para continuar defendiendo Cartagena. Después, tome una docena de artilleros y diríjase al Galicia. Desde allí, abra fuego contra nuestras naves. Envíelas a pique, redúzcalo todo a cenizas, ¿comprendido? Que esos bastardos no se apoderen de nada. Cuando haya terminado, barrene el Galicia. Quiero que, especialmente esta nave, quede reducida a astillas, ¿de acuerdo? Nada que ha sido mío caerá jamás en manos inglesas. Nada.
Alderete sintió un estremecimiento al escuchar las palabras de Lezo. ¡Por supuesto que estaba de acuerdo!
¿Cómo no iba a estarlo? No sólo el almirante había tomado la valiente determinación de no entregar nada al enemigo, sino que, además, ¡depositaba en él la confianza de llevar a cabo su propósito! Iría y, sin dudar, cañonearía los navíos hasta enviarlos al fondo del canal. Barrenaría el Galicia y haría que todo saltara por los aires. Si el único consuelo que les quedaba era convertir en un infierno la entrada de los ingleses en la bahía, lo haría sin dudar.
Aunque tuviera que dar la vida para lograrlo. Cosa de la que Lezo, además, le informó convenientemente:
—Esta misión resulta peligrosa en extremo, Alderete. Quiero que tome todas las precauciones para que ningún hombre salga herido. Ya hemos sufrido demasiadas bajas.
—Haré lo que esté en mi mano para responder a su confianza, señor.
Varias canoas, entre ellas la que transportaba a Eslava, habían partido ya en dirección hacia la bahía interior y otras más se disponían a iniciar un viaje que, en el peor de los casos, no se extendía más allá de una hora de duración. Entonces, llegaron Agresot y el oficial que junto a él se había dirigido al campamento inglés. Venían casi a la carrera, con la bandera blanca todavía ondeando sobre sus cabezas.
—¡Almirante! ¡Almirante! —gritó Agresot mientras escudriñaba el grupo de hombres que se acomodaba en las lanchas.
—¡Agresot! —gritó Lezo.
—¡Almirante…! —continuó Agresot tras reconocer a Lezo—. ¡Ha funcionado! ¡Su plan ha funcionado!
—¿Rechazaron la capitulación?
—Sí, claro que sí… Pero tuvieron que debatirlo y, para ello, debieron convocar un improvisado consejo militar entre los oficiales de mayor rango. ¡Nos tuvieron retenidos durante horas mientras deliberaban!
—¡Magnífico, capitán, magnífico!
—Después, decidieron que no aceptaban la capitulación y nos echaron de allí a toda prisa.
—¡Por fin un maldito golpe de suerte! ¡Cuanto menos, en la retirada!
Agresot volvió la vista atrás. Parecía preocupado por algo.
—Hay algo más, almirante.
—De acuerdo, Agresot. Suba a esta lancha y cuéntemelo mientras remamos en dirección a la bahía interior.
—Pero es que es muy importante, señor…
—¡Suba al maldito bote! ¡Tenemos que salir de aquí antes de que esos bastardos se den cuenta de que hemos levantado el vuelo!
—A eso me refería, señor. Cuando abandonamos el campamento, los ingleses nos siguieron a una distancia prudencial. Sabíamos que no nos tocarían un pelo mientras estuviéramos desarmados y portáramos la bandera blanca, pero ello no evitaba que nos vigilaran muy de cerca. ¡Mucho, señor!
Lezo se acomodaba en la popa de la lancha para, desde allí, tener visibilidad sobre el terreno del que se estaban retirando.
—¡Quiero decir que los ingleses tienen que estar al caer! ¡Muy cerca!
Podían estarlo tanto como quisieran. Tras la de Lezo, la última embarcación con los últimos hombres del San Luis a bordo, soltó amarras y puso lento rumbo hacia la bahía interior. Allí ya no restaba nada por hacer.
Alderete estaba solo en el embarcadero. Miró hacia atrás y no acertó a distinguir movimientos en la maleza. Sin pensárselo más, saltó a un bote y comenzó a remar con energía hacia el Galicia.
6 de abril de 1741
A mediodía, el Princess Carolina entró lentamente en la bahía de Cartagena bajo un cielo plomizo y una lluvia intensa. El almirante Vernon, sobre la cubierta, observaba condescendientemente aquello que ya era suyo. Ciudad, gloria y riquezas inigualables. Todo eso le pertenecía por derecho a quien había logrado para el rey de Inglaterra la más ansiada de entre todas las conquistas. Porque, ya podía decirlo sin temor, Cartagena les pertenecía. Lo había logrado. Le había costado más tiempo y más esfuerzo del inicialmente previsto, pero ahora nadie podría arrebatarles lo que en justicia era suyo.
Los españoles habían recibido una buena lección en Bocachica. Una merecida lección, habida cuenta de la arrogancia con la que persistían en comportarse. Orgullosos, tan orgullosos como estúpidos. ¿Era una derrota completa lo que pretendían? Pues era lo que iban a lograr. Porque no otra cosa obtendrían de alguien que ya ha introducido en la bahía más de cien naves. Y que dispone de aún más aguardando al otro lado del canal.
Vernon ordenó a Griffith, el capitán de Princess Carolina, que se acercara a la costa con la intención de buscar un buen lugar en el que echar el ancla.
—Señor, creo que no deberíamos alejarnos de Tierra Bomba —apuntó Griffith—. Ya que las tropas del general Wentworth controlan toda la isla, supone la opción más segura para el Princess Carolina.
—De acuerdo, capitán —dijo Vernon mientras señalaba con la mano derecha un pequeño brazo de tierra que se abría hacia la bahía y que podía servir de refugio natural para su navío—. ¿Qué le parece este lugar?
—Excelente elección señor —respondió Griffith—. Se llama, según nuestras cartas, Punta Perico.
—En ese caso, ponga proa a Punta Perico, busque un buen lugar para fondear y eche el ancla.
El Princess Carolina viró con suavidad hacia babor y, bajo una lluvia que no amainaba ni daba tregua, enfiló la bahía en la dirección señalada. Según se aproximaba, tanto Vernon como el capitán Griffith y el resto de oficiales a bordo del buque insignia inglés se dieron cuenta de que, aunque hubiera sido su deseo ir más allá de Punta Perico, no habrían podido lograrlo, pues la bahía entera se hallaba repleta de escollos que los españoles habían dejado allí con la intención de entorpecer su avance: Lezo no parecía haber titubeado a la hora de dar fuego a toda nave que se hallara anclada en la bahía.
—Creo que nos estaban esperando… —sonrió un exultante Vernon.
—Deben estar temblando encerrados en sus cubículos —fantaseó, junto a Vernon, el siempre servil Washington. Por alguna razón, el joven parecía no tener en la campaña otra misión que respaldar cada afirmación del almirante.
—Será sencillo tomar la plaza. No suponen ya un peligro para nosotros.
—No le quepa la menor duda de ello, señor. ¿Y cree que podrá permitirme que desembarque al mando de una compañía, señor?
—Ya veremos, muchacho, ya veremos…
De Vernon podía decirse que estaba cegado por las luces del éxito en ciernes, pero no tanto como para acceder a cualquier petición de un oficial con nula experiencia en el campo de batalla. Aquella conquista era cosa hecha y nada ni nadie podría evitarlo, pero, por si acaso, Wentworth seguiría al mando de las tropas terrestres.
Al menos, de momento. Sí, porque si algo le inquietaba a Vernon era la poca eficacia revelada por el general a la hora de tomar el canal de Bocachica. Se había mostrado ansioso como un niño hasta que le permitió desembarcar y, cuando lo hizo, ¿cuál fue su reacción? Pues en lugar de tomar mil hombres, echar abajo la puerta del San Luis y rajar el cuello de todo aquel español que no se rindiera inmediata e incondicionalmente, se había dedicado a perder el tiempo en el manglar. Yendo, viniendo, ordenando, contraordenando. Una pérdida absurda de unos días preciosos que ahora echarían en falta. Esperaba no tener que lamentarse por ello. Esperaba no tener que lamentar el hecho de verse obligado a lanzar el ataque definitivo sobre la plaza bajo aquella lluvia infernal.
Pero no merecía la pena perderse en pensamientos funestos. No, ahora había llegado la hora de celebrar la victoria, de alegrarse ya de que, por fin, Cartagena iba a ser suya. Tanto esfuerzo se vería recompensado. De regreso a Londres, todo serían celebraciones en su honor y agasajos bien merecidos. Premios que en justicia merecía pues él y nadie más era el responsable de la mayor gesta protagonizada por Inglaterra en los últimos cien años: la conquista de la puerta de América del Sur y el acceso a la inmensa riqueza que el Imperio español había guardado codiciosamente para sí durante siglos.
Llegaba el momento en el que la historia daba un vuelco. Y él, el almirante Vernon, se convertiría en el máximo artífice de todo ello. Él, que con tanto valor, coraje e inteligencia había dirigido a sus generales a través del infortunio para abrir una herida sangrante en el siempre despreciable orgullo español.
Ya sólo quedaba culminar la conquista, apresar al tozudo de Lezo y regresar con él a casa. Cuestión de un par de días. Quizás algo más debido a las lluvias. Pero nada que fuera, en cualquier caso, a prolongarse demasiado. A no ser que Lezo pretendiera morir allí mismo con todos sus hombres. En ese caso, con mucho gusto le correspondería: su fuerza de miles de hombres desembarcados, de cientos de cañones y morteros haciendo fuego desde los cuatro puntos cardinales, le enviaría al infierno. A Lezo, a su medio centenar de soldados y a todo aquel infeliz que se interpusiera entre él y la conquista total de Cartagena.