El almirante se hallaba cansado, pero una estupidez como la esgrimida por Eslava suponía algo que no podía pasar por alto. Lo podían pagar demasiado caro.
—Permítame, al menos, establecer una posición más adelantada que nos ofrezca cierta movilidad. Me gustaría tener a tiro de cañón al enemigo en cuanto este leve anclas y comience a avanzar hacia nosotros.
—No, Lezo, no puedo hacer algo así. Quiero que el Dragón y el Conquistador bloqueen el paso a los navíos ingleses antes de que caiga el sol. Dispóngalo todo para que las cosas se hagan como lo he ordenado.
Lezo no quiso contrariar más a Eslava, de manera que evitó referirse más a la posición final de sus dos navíos de línea y continuó interesándose por otros aspectos de la defensa de la plaza.
—¿Y dónde piensa establecer baterías? —preguntó el almirante—. En este momento, sólo se encuentran operativos el fuerte de San Juan de Manzanillo y el baluarte de San Sebastián del Pastelillo. Son los únicos lugares desde los que se puede disparar al enemigo antes de que este llegue al castillo de San Felipe.
—Quiero enviar una dotación al castillo grande de Santa Cruz. Sé que lleva abandonado mucho tiempo, pero podemos establecer artillería en él mañana mismo. Desde el Santa Cruz disponemos de una capacidad inmejorable para atacar al enemigo.
Y para darle ideas que no debería tener. Inútil, todo lo que Eslava había urdido no suponía sino el plan más inútil que Lezo jamás conociera. Como si lo sufrido hasta ahora en el canal de Bocachica no le hubiera servido de enseñanza, el virrey pretendía repetir, al pie de la letra, la misma estrategia defensiva que allí se había puesto en práctica. ¡Y no! No era una buena idea. En primer lugar porque ya no estaban en Bocachica. Aquello se hallaba muy alejado de cualquier territorio habitado y podían permitir que miles de balas de cañón volaran por los aires, pero ¿en Cartagena? ¿Se había vuelto loco el virrey? ¿Cuántos civiles quería que murieran bajo el fuego enemigo? Porque si de algo no le cabía duda, era de que a los ingleses nada les detendría a la hora de disparar. Nada. Y en segundo lugar, porque dispersar las pocas fuerzas de las que todavía disponían en empresas perdidas de antemano no se revelaba como la más sensata de las opciones.
Lo que allí había que hacer, al margen de permitir libertad de movimientos a los navíos de línea para que dañaran en lo posible las filas enemigas, era concentrar todos los efectivos allá donde realmente fueran útiles: en el castillo de San Felipe. Y creía firmemente que eso era lo que había que hacer porque sólo desde el San Felipe se podía proteger la ciudad. Sólo desde allí se podía abrir fuego contra los invasores con la intención de hacerlos retroceder. Sólo desde allí. Y nunca desde el castillo de Santa Cruz. Con toda la bahía plagada de naves inglesas, caería en cuestión de horas. Así lo dijo Lezo.
—Perderemos en el Santa Cruz un buen puñado de hombres necesarios en el San Felipe. No tiene sentido enviar artilleros a esa posición. No tiene sentido desperdigar nuestras tropas. Debemos concentrarlas. Concentrarlas, ¿entiende, señor?
Pero Eslava no estaba dispuesto a entender nada de lo que brotara de la boca de Lezo. Al contrario: consideraba que aquel hombre no escupía más que incoherencias, y si no fuera por la difícil situación en la que se hallaban comprometidos, le habría relevado inmediatamente del cargo. No necesitaba a un loco al frente de la defensa de la ciudad. No, porque eso le obligaba a él a tomar todas y cada una de las decisiones importantes relativas a la batalla que allí se iba a librar.
Lezo golpeó con furia el mapa extendido sobre la mesa.
—Tenemos poco más de dos mil hombres para hacer frente a la flota más grande que jamás he podido contemplar. Y bien sé yo que he tenido ante mí muchas y muy poderosas escuadras. Pero nunca una como esta. ¡Y le vamos a hacer frente! ¡Vamos a luchar contra ella como hemos venido haciendo desde hace más de dos semanas! Pero, por Dios, Eslava, déjeme luchar con todos los hombres disponibles. Todos y reunidos, recuerde. Esa es nuestra única posibilidad de salir con vida de aquí. ¡De evitar que Cartagena sea inglesa durante los próximos cien siglos! No envíe hombres al Santa Cruz y pida que los que ya están en el Manzanillo regresen al castillo de San Felipe. Allí nos uniremos todos y, bien pertrechados y bien abastecidos, les haremos frente como nunca hubieran imaginado.
Eslava se tomó su tiempo para responder a las palabras de Lezo. Y, cuando lo hizo, fue escueto y no dejó lugar para la réplica:
—Acate mis órdenes, almirante.
11 de abril de 1741
Tras varios días de tranquilidad en los que Lezo no dejó de lamentarse por no disponer del Dragón y del Conquistador para hostigar al enemigo, los ingleses lanzaron el ataque final contra Cartagena. O, más exactamente, contra el castillo grande de Santa Cruz, en el extremo occidental del canal de acceso a la dársena interior. Tal y como el almirante había predicho cinco días atrás. Tal y como dijo a Eslava que ocurriría.
Ahora, por culpa de las órdenes del virrey, un buen puñado de soldados moriría intentando defender lo que en sí era indefendible. Es lo que sucede cuando hay un idiota tomando decisiones que, sin lugar a duda, le superan como hombre, como militar y como estratega.
Lezo no había perdido ni un solo minuto a lo largo de los últimos cinco días. Patrulló a caballo todo el territorio de Cartagena interesándose por el estado de la poca población cartagenera que aún no había acudido a refugiarse tras las murallas de la plaza y no dudó en, a bordo de un minúsculo bote, dirigirse a todos y cada uno de los emplazamientos en los que había apostados soldados españoles. Dio órdenes, ofreció recomendaciones, se preocupó de que cada hombre estuviera recibiendo los víveres necesarios para no desfallecer y exigió que cada cañón disponible para la defensa de la plaza, cada cañón, estuviera limpio y preparado para hacer fuego en cualquier momento.
Porque la batalla comenzaría pronto, de eso estaba seguro. Aunque, ciertamente, los ingleses se lo estaban tomando con calma. Quizás porque en esos días que transcurrieron entre la entrada en la bahía de Cartagena y el inicio del ataque a la ciudad no cesó de llover en un solo momento. Una lluvia copiosa y cerrada que calaba hasta los huesos a todo aquel hombre que se expusiera a ella durante más de un minuto. Una lluvia que, además, traía consigo la enfermedad.
El almirante no dudó de que el retraso en el ataque de los ingleses tenía mucho que ver con eso: ellos no estaban acostumbrados al clima de Cartagena y, a buen seguro, lo estaban sufriendo con intensidad. Ese había sido el error más grande cometido por Vernon: atacar Cartagena en plena época de lluvias. Ningún militar medianamente inteligente y con ciertas nociones de estrategia ofensiva habría lanzado a casi doscientas naves a través del mar Caribe hacia un objetivo incierto y casi desconocido en el que, más pronto que tarde, iba a comenzar a llover con furia.
Sin embargo, Vernon había actuado de tal manera. ¿No habría previsto la posibilidad de que los españoles resistieran en Bocachica? ¿De que, a pesar de su notoria inferioridad, no se limitaran a aceptar como irremisible la conquista inglesa de Cartagena? La respuesta, aunque costaba llegar hasta ella, no podía ser más simple y sencilla: no, Vernon, un hombre cuya altivez apenas le permitía inclinarse para tomar asiento, había ignorado el precepto más elemental que todo militar debe tener presente en toda batalla: que el enemigo existe y, por modesto que sea, no debe ser menospreciado jamás.
Vernon había decidido que el asalto a Cartagena sería para él un paseo triunfal. Que llegaría, conquistaría la plaza sin abrir fuego una sola vez y que le serían entregadas, de inmediato y con absoluta sumisión, las llaves de la ciudad. Y ese, precisamente, constituía su punto flaco. Lezo lo había sabido desde el principio, pues conocía sobradamente el carácter del almirante inglés, y pretendía aprovecharse de ello. Si Vernon se dejaba cegar por sus delirios de grandeza, él no haría lo propio. Por eso estaba, antes de que hubiera amanecido, a bordo de un botecito junto a dos hombres que remaban en dirección al castillo grande de Santa Cruz. Porque si lo que obtenía a cambio era la victoria sobre el enemigo, habría sido capaz de ir hasta allí incluso echándose al agua y nadando con su única pierna y su único brazo.
El castillo grande de Santa Cruz estaba defendido por el capitán de milicias Baltasar de Ortega, el cual mandaba una dotación de unos cien hombres. Ortega era un oficial que no había participado en la defensa de Bocachica y que, por lo tanto, se hallaba fresco y deseoso de entrar en combate. Tenía poco más de treinta años, el porte flaco y la tez tan blanquecina que casi parecía hallarse enfermo.
Cuando el bote de Lezo llegó hasta el fuerte, todavía no había amanecido. Los dos hombres de Lezo llamaron al castillo y advirtieron de que el almirante iba con ellos. Cuando les dejaron entrar, Ortega se hallaba frente a la puerta aguardándoles. Era la primera vez que iba a tratar dilectamente con Lezo y se hallaba algo nervioso.
—A sus órdenes, señor —dijo—. Sin novedad en la defensa.
Lezo no respondió y caminó hacia la plaza de armas. El sonido de su pata de palo golpeando contra la piedra era devuelto por el eco en el silencio de la noche. Nadie se atrevía a pronunciar una sola palabra. No, al menos, hasta que almirante hablara primero.
—¿Ha observado movimientos en las filas enemigas, capitán? —preguntó, por fin, Lezo. No se había detenido en la plaza y continuaba su camino rumbo a los baluartes.
—Nada especial, señor —respondió Ortega quien, en realidad, ni siquiera había recibido el parte oportuno de los vigías que hacían guardia en las garitas—. Pero puedo volver a comprobarlo, si me lo permite…
—Hágalo, por favor —repuso Lezo deteniéndose junto a un parapeto y contemplando desde allí la bahía.
Hacía varias horas que no llovía y las nubes se habían apartado permitiendo que la luna iluminara los navíos enemigos en la lejanía. Lezo sabía que, tras cinco días de completa inactividad, los ingleses no dejarían pasar la oportunidad ahora que las lluvias habían cesado. Si no aprovechaban sus oportunidades, nunca conseguirían Cartagena. Vernon podía ser un orgulloso caballero inglés incapaz de reconocer la valía de los españoles, pero no era idiota. No, al menos, en la forma en la que lo eran Eslava y el propio Desnaux. No, el almirante inglés sabía qué se traía entre manos y habría sido una estupidez por parte de Lezo no reconocérselo en todo momento.
Por todo ello, supo que el ataque era inminente. Porque, entre otras cosas, no les quedaba más remedio que atacar. Si Vernon quería ganar esta batalla, estaba obligado a lanzar, cuanto antes, el ataque definitivo contra la ciudad.
Ortega regresó al poco tiempo. Tras dirigirse casi a la carrera hasta la garita desde la que un vigía observaba día y noche la bahía, había sido informado de que, efectivamente, desde hacía algunas horas podían advertirse movimientos en la zona tomada por los ingleses. Cuando preguntó por qué no había sido avisado de inmediato de esta situación, el vigía le explicó que bajo la luz de la luna y a aquella distancia, nada era seguro y todo podía ser malinterpretado. Era cierto que los ingleses se movían más que cualquier otra noche, pero no era menos cierto que esta era la primera noche sin lluvia desde que penetraron en la bahía. Podía ser todo una casualidad o podía no serlo. Podía significar algo o carecer por completo de importancia. Dado lo cual, ¿por qué despertar al capitán en medio de la noche?
Ortega informó a Lezo de forma escueta y directa:
—Los navíos ingleses han efectuado movimientos esta noche, señor. Pero sin revestir importancia.
Lezo, dejando de mirar en dirección a la bahía, se giró lentamente hacia Ortega y espetó:
—¡Cómo diablos puede decir que los movimientos carecen de importancia!
Ortega casi da un paso hacia atrás, intimidado por la energía que el almirante había puesto en sus palabras.
—Señor, yo no… —balbuceó.
—¡Silencio! —cortó Lezo por lo sano—. Tenemos más de cien naves enemigas en la bahía aguardando el momento propicio para atacarnos. Tenemos tropas de infantería inglesas en Tierra Bomba. Y, a estas alturas, sólo Dios sabe dónde más… De manera que, capitán, cada vez que un grumete inglés orina por la borda a mí me preocupa. Es importante saber cuántas veces orinan al día los grumetes ingleses, ¿no cree? Si lo hacen sólo por la mañana, a mediodía y por la noche. O si, por el contrario, se la sacan a media tarde y, con la despreocupación de quien no tiene nada que temer, vierten en mis aguas su orín maloliente. ¿Está seguro de que no nos importa la frecuencia con la que mean los aprendices de casacas rojas, capitán? Porque si no lo está, ahora mismo le relevo del mando y me pongo yo al frente de este puñado de hombres. ¡Dígame, capitán! ¿Nos importa o no?
Ortega se había quedado mudo tras la perorata de Lezo. Realmente, no era capaz de que una sola palabra brotara de entre sus labios. Al final, como pudo, logró farfullar:
—Señor, yo creo que…
—¿Qué cree usted, capitán?
La voz de Lezo sonaba, de repente, más suave y razonable.
—Creo que nos importa mucho cuándo orinan los grumetes ingleses, señor.
—Eso está bien. Pues si nos importan las meadas de los grumetes ingleses, nos importa mucho más un navío de setenta cañones deslizándose silenciosamente en la oscuridad de la noche.
—Desde luego, señor.
Ortega había conseguido recobrar, al menos en parte, algo del aplomo perdido.
Lezo miraba, de nuevo, hacia la bahía. Durante un rato, tanto él como Ortega y el resto de hombres presentes, permaneció en absoluto silencio. Nadie se atrevía a incomodar al almirante y si él no tomaba la palabra primero, no merecía la pena que los demás lo hicieran.
—Verá, muchacho —continuó Lezo en su habitual tono suave—. Escuche atentamente lo que tengo que decirle porque esto es muy importante.
—Sí, señor.
—Hoy va a ser atacado. Los ingleses se acercarán al castillo y lanzarán fuego de cañón contra la posición.
—¡Les haremos frente con todo nuestro ímpetu, señor! ¡Enviaremos a esos hijos de puta al fondo del…!
—Cállese, capitán. Cállese y escuche. No quiero que haga tonterías. Los ingleses colocarán cinco o seis navíos de línea en posición de combate ahí abajo y reducirán este lugar a escombro antes de que pueda darse cuenta.