—¿Alguien desea plantear algún tipo de objeción? —repitió.
Nadie contestó. Se escuchaba el sonido de los machetes cuando golpeaban contra el filo de los cuchillos. Uno cada hombre en cada mano. Trescientos hombres, trescientos machetes y trescientos cuchillos. Y, al otro lado de la puerta aún cerrada, miles de casacas rojas comenzando a ascender por rampa del castillo.
* * *
Un hombre al que se le ha abierto el pecho en canal con un machete puede luchar contra el enemigo durante al menos medio minuto más antes de caer muerto. Medio minuto en el que sólo de su furia depende que consigo se lleve al mayor número posible de adversarios. De su furia, de su brazo armado, de la consciencia que de su último momento posee.
Y suele ser letal. Suele, el hombre muerto, desplegar en ese instante una violencia que jamás habría soñado poseer. Por eso, sólo por eso, quienes de la batalla saben, advierten de su peligro.
Lezo lo sabía y así lo hizo:
—Una cosa más —dijo antes de que sus hombres cruzaran la puerta—. Cubríos las espaldas y no descuidéis a los que ya habéis acuchillado: prestad atención a lo que están casi muertos pues ya no tienen nada que perder.
Los capitanes al mando de los trescientos hombres de Lezo eran Agresot y Pedrol. Al almirante no le agradaba enviar a sus dos mejores oficiales a la batalla más cruel, pero no le quedaba otro remedio: allí, en la rampa del San Felipe, se jugaba gran parte de la contienda. Si conseguían una victoria, puede que Cartagena se perdiera de todas formas. Pero si eran derrotados, la ciudad sería, de inmediato, inglesa. Y eso no podía permitirlo. No por Eslava ni por el rey, sino por él mismo. En su larga vida nunca había perdido una batalla y, quizás por ello, guardaba la íntima convicción de que la primera sería, también, la última. ¿Por qué, a estas alturas de su existencia, iba a ser de otro modo?
Por eso, cuando dio la orden, la daba el que comandaba la defensa de la plaza, pero también algo vagamente parecido a un padre dirigiéndose a los hijos enviados a morir:
—Id y haced lo que debéis. Sólo que debéis. Y que quien vuelva, me traiga lo que más deseo.
En la quietud de aquella estancia apenas iluminada, los hombres descalzos hicieron sonar, por última vez, los filos de sus armas. Dos soldados abrieron la puerta, salieron a la rampa y observaron las inmediaciones. Lo que vieron, no pudieron transmitirlo. Pero tampoco hacía falta pues allí todos sabían que el monstruo de cien bocas y cien tentáculos había llegado a su destino. Y miles y miles de casacas rojas surgiendo de las tinieblas.
Lezo dio la señal y lo hizo en tal modo que nadie habría podido ignorarla. Se abrió paso hasta la puerta, se situó en medio de ella y ofreció la espalda al monstruo. Él sólo tenía mirada para los suyos. Para los que enviaba a luchar y a morir.
—¡Matadlos! —gritó.
Los hombres salieron del castillo a la carrera. Fuera, llovía torrencialmente y apenas se distinguía al enemigo. Pero daba igual, pues todo aquel que en ese momento estuviera en aquella rampa, era enemigo. De manera que lo matarían sin dudar. Eso hicieron.
Agresot corría en vanguardia. Tardó menos de un minuto en llegar a la mitad de la rampa. Allí, se topó con los primeros ingleses. Subían despacio y, sin duda, se hallaban desprevenidos. Nadie les había informado de lo que iba a suceder. Nadie les había dicho que iban a morir. Porque de eso Agresot no tenía la menor duda: quizás dentro de media hora él mismo estaría tendido y muerto sobre el empedrado de la rampa, pero antes se llevaría a unos cuantos casacas rojas por delante. No estaba allí para otra cosa.
El capitán percibió una sombra delante de él y alargó la mano que empuñaba el cuchillo. Estaba tan lleno de ira que apenas notó nada. De hecho, al principio pensó que había errado el golpe. A fin de cuentas, lo que estaba frente a él seguía estándolo. No se movía: no atacaba ni se defendía. Luego, acto seguido, sintió que algo denso y muy caliente se pegaba a su cabello, resbalaba por la mejilla y se le introducía en la boca. Tenía un sabor familiar que no le desagradó. La sangre del primer inglés que aquella noche moriría, le pertenecía.
El resto de hombres pronto llegó a su altura. Venían a la carrera y, al reconocer la camisa todavía blanca de Agresot, lo rodearon y continuaron descendiendo. Abrían las tripas de todos los enemigos a su paso. Sin prisa, con la violencia que proporciona una orden entregada sin titubeos: ¡Matadlos!
Y regresad para hablarme de ello.
En los primeros diez minutos de enfrentamiento lograron matar a casi todos los casacas rojas que ya habían iniciado el ascenso hacia el acceso del castillo. Granaderos, en su mayoría, que estaban siendo enviados en vanguardia hacia una batalla que, desde luego, nadie esperaba. Cayeron varios españoles, pero no demasiados: quizás ocho, diez a lo sumo. Con la sangre de los ingleses muertos, sin embargo, se podría haber llenado las bodegas del Princess Carolina: doscientos, doscientos cincuenta; puede que incluso más. Costaba hacerse una idea en medio de aquella oscuridad.
Olaciregui y Echevarría habían hecho su trabajo tal y como les fue encomendado. Condujeron a la tropa enemiga hasta el único acceso al castillo donde la ventaja estaba del lado de los defensores. Sólo Dios sabía cómo habían logrado engañar a los oficiales ingleses, pero el caso era que lo consiguieron. Tan bien y con tanta exactitud que hasta diríase que se trataba de dos brillantes oficiales en lugar de la pareja de patanes desarrapados que se había enrolado rumbo a ultramar como única alternativa al hambre, la miseria y, seguramente, la cárcel. Si salían de aquella, a ellos dos se les deberían, antes que a nadie, honores y recompensa.
Pedrol había clavado ya dos veces su machete en pecho enemigo cuando se dio cuenta de que caminaba por el borde de rampa. No estaba seguro, y menos aún podía averiguarlo en medio de aquella oscuridad, pero creía que la caída hasta el suelo era más que considerable. Y decidió comprobarlo. Al primer casaca roja que trató de abalanzarse sobre él lo esquivó agachándose. Oyó que el soldado ahogaba un grito de rabia y se puso en pie. Lo hizo y, mientras lo hacía, clavó su cuchillo en el vientre de bastardo inglés, tiró con fuerza hacia arriba y no aflojó hasta comprender que más de la mitad de su mano se había hundido en las vísceras del pobre diablo. Entonces, de un solo tirón, extrajo el cuchillo, lo asió horizontalmente y, con el puño cerrado sobre el mango, golpeó en la cabeza del inglés, que se precipitó al vacío sin fuerza ya ni para lamentarse.
Moviéndose por el borde de la rampa, Pedrol adquirió una ventaja extraña que rápidamente supo aprovechar: ponía un pie delante del otro, avanzaba con presteza, salvaba la montaña de cadáveres que al resto impedía el paso y se internaba en el bando enemigo. Allá lanzaba los brazos varias veces, hería y mataba y, por el mismo camino, pie sobre pie, regresaba con los suyos. Repitió la operación varias veces, siempre con igual resultado: al parecer, matar cuando se llegaba con sigilo y por el lugar más inesperado, se volvía sencillo.
Tan sencillo que pronto él recibió el primer mordisco. Se hallaba acuchillando a un perro inglés cuando, sin saber de dónde o cómo, algo duro y frío le golpeó en el hombro derecho. Desde el principio, supo de qué se trataba. Algo de filo largo y metálico acababa de atravesarle de parte a parte y dolía. Sí, dolía tanto que no pudo evitar que un alarido escapara de su garganta. Pedrol retrocedió como pudo y trató de encaminarse hacia la puerta del castillo. Si no le cortaban la hemorragia, moriría pronto. Mientras enfilaba la rampa, se dio cuenta de que los sonidos que componen la batalla son tres y sólo tres: los gritos de dolor, el ruido de los filos metálicos entrechocando entre sí y el sordo aunque inconfundible rumor de las armas rasgando la carne. Nada más. La lluvia, si acaso. Pero ahí termina todo pues los hombres que luchan no hablan, ni se entretienen en explicaciones, ni deliberan o comunican mensaje alguno. Sólo matan o mueren, sin decir una sola palabra. No hace falta.
Agresot, por su parte, hacía un buen rato que no sentía el empedrado bajo sus pies descalzos ya que en el lugar donde él batallaba era imposible no hacerlo sobre los cuerpos inertes de los que habían caído. Los casacas rojas morían pero más y más casacas rojas llegaban, se encaramaban a los muertos y seguían presentado batalla a los defensores del castillo. Tantos que la única vez que Agresot levantó la mirada con la intención de escudriñar las inmediaciones para, así, hacerse una idea de lo que aún les restaba por batallar, un escalofrío paralizante le atravesó de parte a parte: desde atrás, desde muy atrás y envolviendo las murallas del castillo, una enorme lengua humana se les acercaba con la intención de engullirles. El capitán agachó la cabeza, se aferró a su machete y a su cuchillo y ya no la levantó más. Mataría tantos ingleses como pudiera, eso era todo.
Porque cuando se lucha cuerpo a cuerpo, cualquier pretensión que no sea la inmediata, desaparece. Cualquier hombre que no sea ese que se alza frente a ti y al que has de matar si no quieres que te mate, no existe. Cualquier estrategia que no pase por el filo de tu cuchillo, carece de importancia. Ahí, en la rampa repleta de hombres muertos y de hombres que siguen matando y siguen muriendo, sólo existe el presente. Un presente que no sabe de rémoras y que no admite perspectiva alguna: se mata para volver a matar y porque si no se mata, se muere.
Un grupo muy nutrido de españoles fue obligado a retroceder casi hasta la puerta del castillo. Los ingleses, tras el desconcierto inicial, habían logrado recomponer sus filas y atacaban ordenadamente a los hombres de Lezo. Poco a poco, iban ganando terreno aunque eso supusiera, para ellos, perder decenas de hombres a cada minuto que pasaba. Poco parecía importarles si, como recompensa, conseguían conquistar el castillo.
Pedrol se dio cuenta de que su retroceso podía dañarles y, junto a cuatro hombres más, trató de romper la columna inglesa: sabía que deshacer su orden constituía la única oportunidad de resistir en la rampa. Así, rodearon el grueso del avance inglés y se abrieron paso a machetazos entre varios soldados que, a su vez, pretendían barrer de españoles los laterales de la columna. Tres hombres más, que luchaban más adelante y que habían quedado aislados del resto, se les unieron al verles llegar. Pedrol fijó un punto y se arrojó contra él. Seccionó el cuello a dos casacas rojas y partió el cráneo de un tercero utilizando su machete. El resto de los hombres atacó a los ingleses que se hallaban al lado de los que el capitán había abatido. Un español fue atravesado por una bayoneta enemiga, pero el resto se sumergió en la columna inglesa con tanto ímpetu que pronto su letal orden fue disuelto.
Desde bastante más atrás, Agresot se dio cuenta de la hazaña conseguida por Pedrol y ordenó lanzarse contra las bayonetas inglesas. Fue ese el momento en el que más españoles murieron en menos tiempo. Dieciséis hombres quedaron ensartados en las bayonetas enemigas pero con tal fuerza que ningún casaca roja fue capaz de recobrar su arma. Un instante de indefensión que no se prolongó demasiado, pero que fue suficiente para que el resto de soldados españoles, utilizando los cuerpos de los muertos como escudo, se abalanzara sobre la columna inglesa y rompiera, definitivamente su construcción.
Un inglés en formación resulta un arma devastadora. Un inglés suelto es presa de cualquier cuchillo que se ponga a su alcance. Eso mismo sucedió durante las dos horas siguientes. Los casacas rojas continuaron avanzando por la rampa del San Felipe, pero en ningún momento nadie, ni uno solo de sus oficiales, fue capaz de reorganizar la columna. De esta forma, los hombres de Lezo volvieron a ganar terreno sobre el empedrado. Siempre cuesta abajo, los cuchillos seguían haciendo brotar ese espeso rumor de la carne al ser rasgada, de las venas borboteando sangre, de los huesos quebrados, de las vísceras cuando abandonan para siempre su lugar en el vientre de un hombre.
En dos horas o poco más, construyeron el principio de una victoria en la que nadie habría creído al caer el sol. Todavía llovía cuando el último de los ingleses puso sus pies fuera de la rampa del castillo. Continuaba siendo de noche, pero no hacía falta demasiada luz para intuir el vasto rastro de la muerte tras la lucha: más de un millar y medio de casacas rojas se amontonaban, muertos, en aquel espectral campo de batalla. Mil quinientos soldados pasados a cuchillo bajo la lluvia, en la oscuridad y por sorpresa.
Si no tenían un plan, este era un plan. Si no confiaban en la victoria final, ahora confiaban.
* * *
Cuando Agresot cruzó la puerta del castillo tras de sí, echó la vista atrás y comprobó que nadie más de entre los suyos quedara vivo en la rampa. Sí, él era el último. El último de un exiguo grupo de no más de treinta supervivientes, casi todos heridos de gravedad. Pero lo habían logrado. Habían detenido al invasor y le habían causado un daño tan profundo y humillante que ya nada volvería ser igual. Por primera vez desde que aquella contienda diera comienzo, Agresot creyó que podrían ganar.
—¡Hemos acabado con ellos! —gritó Desnaux exultante—. ¡Esos hijos de puta retroceden!
El coronel se movía entre los hombres para hacerse una idea de su estado. Como oficial al mando del San Felipe, constituía su deber hacerlo. Y, además, lo deseaba. Deseaba abrazar a cada uno de aquellos soldados, explicarles lo que en verdad el resto les debía, contarles que si el Imperio todavía se mantenía en pie, no existía otro motivo para ello que su bravura y su arrojo en la rampa. Trescientos hombres habían salvado mucho más de lo que cualquiera imaginaría jamás.
Cualquiera excepto Lezo. Él sí sabía exactamente qué había sucedido. Y, más aún, sabía qué sucedería. Porque los ingleses habían recibido un golpe mortal, pero no definitivo. Volverían, desde luego que lo harían. Ahora, si cabe, con mayor ímpetu que nunca. No se humilla a Vernon, se pasa a cuchillo a muchos de sus mejores hombres y se aguarda que todo quede ahí. No, volvería. Lezo no tenía duda alguna al respecto. Volvería y sin tardar demasiado.
Con las primeras luces, el almirante subió, acompañado de Desnaux, de Agresot y de Pedrol, a las almenas. Deseaba atisbar cuáles eran los movimientos del enemigo pues estaba seguro de que un nuevo ataque no se demoraría demasiado. Tenían toda la infantería frente al castillo y retirarse en ese momento habría supuesto para la tropa un golpe a su moral del que quizás ya no podría recuperarse. Por eso Lezo sabía que atacarían cuanto antes. Porque, de alguna manera, estaban condenados a ello.