—Adelante, capitán —concedió Lezo—. Siembre de orden el caos y acabe con esos malnacidos.
Pedrol le miraba de reojo porque se hallaba comprobando que la bayoneta de su propio mosquete estuviera bien sujeta. Su calma en medio del nerviosismo general no era contagiosa. Por desgracia.
—De acuerdo, almirante —repuso—. Sólo espero no quedarnos sin munición en medio de las trincheras.
Y dicho eso, saludó a Lezo y corrió a unirse a sus hombres. Todos corrieron a unirse a alguien, todos buscaron, y hallaron, su lugar en la batalla. Todos, y también el virrey, que, de pronto, había sacado genio suficiente para contemplar la contienda desde donde la contienda tenía lugar.
Durante casi media hora, nada sucedió. Permanecían en sus puestos aguardando el ataque enemigo, pero el ataque enemigo no acababa de lanzarse. Podían observar que no mucho más allá, en las posiciones inglesas, cientos y cientos de hombres se movían nerviosos de un lado hacia otro. Como si precisaran realinearse antes de avanzar hacia el San Felipe. Como si tras una realineación, alguien considerara que no todo estaba en su lugar adecuado y ordenara volver a comenzar de nuevo.
Pedrol se dio la vuelta en su trinchera y miró hacia las troneras del castillo. Pudo adivinar los cañones de los mosquetes apuntando por encima de ellos. Observó los fosos cubiertos de vegetación y maleza para que ningún oficial enemigo pudiera conocer de antemano su profundidad. Y observó, finalmente, a los nueve hombres agazapados en el agujero que ellos mismos habían excavados días atrás. Se encontraban tendidos en el barro, bajo aquella lluvia inclemente que les resbalaba por la cara. Al menos en tres de ellos podía distinguirse un rastro de sangre en sus camisas. Aquellos soldados habían estado en la rampa del San Felipe y hoy entraban en combate por segunda vez. Todo ello antes del desayuno. Se sintió orgulloso de estar en aquel agujero infecto con aquella gente. No deseaba morir, pero si tenía que hacerlo, no se le ocurría una compañía mejor.
* * *
El general Wentworth dio la orden final y de la garganta de los coroneles Wolfe y Lowther surgió la voz que ninguno de ellos habría querido proferir: —¡Adelante!
Ni siquiera sonó demasiado convincente. Pero bastaba para poner en marcha las columnas de hombres, que corrieron hacia sus posiciones en el asalto. El silencio en torno al San Felipe comenzaba a desperezarse.
Y se despertó cuando Lezo, harto de aguardar bajo la lluvia, dio la orden de abrir fuego con los cañones. La artillería sólo sería efectiva a media distancia y si ahora no disparaban, más tarde ya no podrían hacerlo.
Cinco disparos de cañón bastaron para sembrar el terror entre los casacas rojas. Cuatro de ellos hicieron blanco y desmembraron a doce soldados. Sin aún haber entrado en combate. A algo así había que ponerle remedio y Lowther lo hizo:
—¡Avanzad! —gritó.
La columna comenzó a caminar despacio hacia el castillo. Trataban de no perder la formación en fila de a ocho, de permanecer hombro con hombro como si de un único mecanismo de guerra se tratase.
—¡Fuego! —ordenó Lowther.
La columna se detuvo y la primera fila de ocho soldados abrió fuego. Las balas impactaron cerca de la trinchera de Pedrol y los suyos, pero nadie resultó herido.
Los ocho casacas rojas que habían abierto fuego se quedaron atrás cargando muy despacio bajo la lluvia y poniendo extremo cuidado en que la pólvora no se mojara. Ocho hombres con sus mosquetes cargados les tomaron el relevo.
—¡Fuego! —volvió a ordenar Lowther.
Esta vez los ingleses tuvieron algo más de suerte y se escuchó un lamento proveniente de la trinchera situada a la derecha de la de Pedrol.
—¡Joder, abrid fuego! ¡Por Satanás, abrid fuego de una maldita vez! —gritó Pedrol.
Se dirigía a los artilleros del San Felipe, que por quién sabía qué motivo, habían callado de repente. Que dispararan de inmediato pues aquellos bastardos avanzaban y pronto se hallarían a su altura.
Como si alguien le hubiera escuchado, los cañones del castillo atronaron de nuevo. Las balas impactaron muy cerca de las trincheras, tanto que algunos hombres agazapados en ellas sintieron en sus rostros el cosquilleo de pequeños trocitos de tierra arrancada al suelo.
Mientras tanto, Wentworth no había dejado de observar las murallas del San Felipe con su catalejo. Trataba de calcular la altura exacta de las mismas para así preparar escalas que pudieran ser suspendidas de los parapetos. Estaba seguro de que no lograrían echar abajo la puerta de acceso al castillo, de manera que, si querían tomarlo, sus hombres tendrían que trepar por los muros. Y para hacerlo, necesitaban escalas con las que ayudarse. Por suerte, el San Felipe presentaba todas las murallas exteriores ligeramente inclinadas, lo cual les daba cierta ventaja a la hora de ascender por ellas.
Pero, ¿cuánto medían los muros? ¿Treinta pies? ¿Treinta y cinco? ¿Quizás cuarenta? Dios todopoderoso, ¿cómo saberlo con certeza a tanta distancia y bajo una lluvia que no dejaba de empañar la lente de su catalejo?
Wolfe alcanzó el flanco sur del San Felipe con bastantes más problemas que Lowther. Desde el principio, sus hombres se habían mostrado mucho más abatidos que el resto, y algunos de ellos, incluso, habían amagado con sublevarse. El coronel en persona parlamentó durante unos minutos con los soldados y logró calmar los ánimos. Menos mal, porque si algo no deseaba en aquel preciso momento era ponerse a fusilar gente. En aquellas circunstancias, habría resultado poco menos que suicida.
A unas cincuenta yardas de las murallas, la columna de Wolfe se rompió por completo. El fuego de artillería les hizo bastante daño y muchos soldados murieron antes siquiera de poder empuñar sus mosquetes. Por si esto fuera poco, los españoles ocultos en las trincheras disparaban sin descanso y con bastante acierto. Casi se enfrentaban ya cuerpo a cuerpo y eso era algo que, al parecer, aterraba a los casacas rojas. Algunos decidieron que aquella batalla ya no iba con ellos y se dispusieron a dar media vuelta para regresar al campamento. Un capitán bajo el mando de Wolfe no lo dudó y, tomando un mosquete del primer soldado que halló en su camino, disparó por la espalda contra los hombres que se retiraban sin nadie haberlo ordenado. Allí se permanecía hasta que el coronel lo decidiera. Mientras, desde luego, que una bala no le levantara a uno la tapa de los sesos.
Lo cual era bastante probable que sucediera, pues los españoles disparaban mucho y con gran puntería. Pronto, en poco más de media hora después de haberse iniciado el ataque, muchos cuerpos de soldados ingleses yacían tendidos en las cercanías del castillo.
Algunos, pese a todo, consiguieron alcanzar las murallas y consolidar una posición en ellas. No constituían un grupo de más de cincuenta hombres, pero parecían suficientes para cubrir todo el ancho del muro desde el que se les podía hacer daño. Estaban bien pertrechados y ello les permitió resistir durante un buen rato en aquella posición tan comprometida. Para nada, pues por mucho que dispararan hacia arriba y cubrieran, así, su lugar al pie de las murallas, nadie acudía para ayudarles. ¿De qué servía haber alcanzado el castillo si estaban solos? Cincuentas casacas rojas a los que pronto los de arriba comenzarían a arrojar todo lo que hallaran a su paso. ¿Quién lo dudaba? Seguro que en ese preciso momento, mientras ellos trataban de advertir a los suyos acerca de su posición, los españoles estaban buscando el modo de arrancar trozos de piedra de su propio castillo para empujarlos al vacío.
Wentworth supo que no disponía de más tiempo. Las escalas serían de cuarenta pies. No les sobraban cabos para fabricarlas, pero no quería que, una vez sus hombres en la muralla, se les quedaran cortas.
Dio la orden de elaborarlas y en unos minutos los cabos fueron cortados y anudados. Le había costado más tomar la decisión de fabricarlas que la fabricación en sí misma. Pero ahí estaban, listas para ser usadas: diez magníficas escalas unidas, cada una de ellas, a su correspondiente garfio.
Dos soldados se las cargaron a los hombros y salieron corriendo en dirección al San Felipe. El primero de ellos recibió un balazo en la pierna, pero pudo alcanzar la muralla apoyándose en su compañero. El resto de casacas rojas, al observar el heroico comportamiento de los dos hombres, experimentó cierto orgullo de hallarse luchando en el mismo bando que ellos. De poco les sirvió, pues las ráfagas pegadas al suelo que brotaban como fuego desde las trincheras les obligaban a agachar la cabeza una y otra vez.
Cuando los soldados de Wolfe recibieron las escalas, una lluvia de escombro les cayó encima desde los parapetos. Como habían adivinado, los españoles no tardaron demasiado en quebrar un trozo de muro, obtener de él grandes sillares que sólo cinco hombres al unísono podían arrastrar y lanzarlos a los ingleses. Tres casacas rojas murieron en el acto y uno más quedó con el cráneo fracturado de tal forma que por la abertura brotaba un líquido espeso y sanguinolento. Se les quedó mirando al resto como si no les reconociera. Como si no se reconociera a sí mismo ni supiera qué demonios hacía allí en aquel momento. Se puso a llorar y los demás le dejaron atrás. Debían buscar un sitio más protegido desde el que, sin peligro, lanzar las escalas.
Mientras rodeaban la base de la muralla, más ingleses llegaron a su lado. La mayoría pertenecía a la columna de Wolfe, pero también había hombres pertenecientes a la de Lowther. Al final, aquello no se parecía en nada a una batalla ordenada y todos atacaban por donde podían y de la forma que Dios les daba a entender. Nadie hablaba con un capitán desde hacía mucho rato.
En total, se reunieron al abrigo de la muralla unos cuatrocientos hombres. Quizás más, pero decreciendo a buen ritmo pues los españoles ya les habían localizado y les disparaban sin misericordia. Caían como moscas: tan rápido que los cadáveres de sus propios compañeros de armas se tornaban, en minutos, en el peor obstáculo para avanzar. Si el infierno existía, debía ser exactamente igual a una mañana en las murallas del San Felipe.
Pese a todo, un grupo muy numeroso de soldados alcanzó el foso del castillo. Allí, los españoles habían depositado una cantidad inusitada de maleza que ya empezaba a perder su verdor. Ramas, hojas, tallos, cualquier cosa que sirviera para ocultar a los ingleses la verdadera profundidad del foso.
Al menos, les sirvió de escondite. Y les sirvió como tal porque aquel lugar era mucho más profundo de lo que habrían imaginado de antemano. Tanto que Wentworth, cuando a través de su catalejo les vio caer dentro, dio por muerta la última de sus esperanzas: la maleza cubría a los hombres por completo, lo cual quería decir que al menos tenía cinco o seis pies de profundidad adicional. Posiblemente más. Y aquello era lo peor que podía pasarles. ¡Maldición!
Efectivamente: las escalas que Wentworth había considerado largas, fueron lanzadas hacia los parapetos y todas y cada una de las que consiguieron aferrarse a ellos se quedaron cortas. Los hombres intentaron asirlas subiéndose unos sobre los hombros de los otros pero fue inútil. Ni aún así las alcanzaban. El cálculo había resultado erróneo. El de Wentworth, por supuesto, ya que el de Lezo era exacto, perfecto, magistral. Los ingleses caían en la trampa y para ellos tenían preparada la sorpresa que se merecían.
Los fusileros hicieron el resto del trabajo. Con comodidad y con una precisión fuera de toda duda, comenzaron a disparar sobre el foso. Los ingleses estaban atrapados en aquel agujero y morían entre la maleza. Como ratas en una ratonera. A oscuras, sin que la dicha de ver la luz por última vez les fuera dada.
Si alguno tuvo la suerte de poder escapar, Pedrol y sus hombres hicieron el resto: provenientes de las trincheras, retornaban hacia el castillo disparando contra todo elemento disperso del ejército enemigo que hallaban en su camino. Al final, cuando se adquiere suficiente práctica, la muerte sistemática se convierte en el oficio más sencillo de ejecutar.
Lowther avanzó desde la retaguardia con unos cuarenta granaderos que había podido reunir provenientes de varias compañías rotas en la batalla. Avanzaron fieramente por campo abierto y llegaron a unas treinta y cinco yardas de las murallas, donde, de improviso, una trampa que no habían vislumbrado se abrió en la tierra y se tragó a más de quince hombres. En el interior del agujero se agazapaban tres españoles que, a cuchillo, dieron buena cuenta de todos los casacas rojas. La suerte siempre interviene del lado del que actúa por sorpresa.
Cuando no quedaba un solo inglés con vida en la trampa, tomaron sus mosquetes y salieron, de un salto, al exterior. Disponían de un disparo por hombre y casi veinticinco enemigos a los que hacer frente. No lo dudaron: los tres españoles apuntaron hacia los galones e hicieron fuego. Lowther cayó muerto de inmediato. El resto, al ver a su coronel abatido junto a ellos, comenzó a retroceder paso a paso, despacio, como si temieran tropezar y caerse de espaldas. Pasarlos a bayoneta fue realmente extraño: como si no hubiera mérito alguno en ensartar hombres que han renunciado a defenderse.
Porque algo así sucedía. Los ingleses que no morían en el campo de batalla comenzaban a retroceder hacia su campamento. Todo ello a pesar de que tanto Wolfe como el resto de oficiales se desgañitaba en recordarles que el avance no había concluido. Pero parecía que los soldados tomaban decisiones por sí mismos. O, dicho de otro modo, la realidad se imponía: los españoles controlaban el ataque enemigo y buena prueba de ello eran los cientos y cientos de muertos esparcidos a lo largo y ancho del campo de batalla. Se pierde cuando el último de los supervivientes así lo reconoce.
* * *
Wentworth dio la orden más dolorosa. La que jamás habría querido dar y esa que, ante Vernon, le costaría muy caro: retirada. Todos los hombres debían volver al campamento pues la conquista del San Felipe se había tornado imposible.
—¿Cuántas bajas calcula, coronel? —le preguntó a un Wolfe que había regresado a su lado para informarle personalmente de la derrota.
—Al menos la mitad de nuestras tropas, señor —respondió Wolfe—. Unos mil hombres. Con un poco de suerte, no pasarán de ochocientos pero, en cualquier caso, ni uno por debajo de esa cantidad.
El general encajó la información en silencio y se llevó su catalejo al ojo para contemplar con más detalle el campo de la derrota. Allí, cientos de hombres se amontonaban bajo la lluvia, muchos de ellos inertes, algunos todavía moviéndose o arrastrándose hacia la retaguardia.