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Authors: Alber Vázquez

Tags: #Aventuras, Bélico, Histórico

Mediohombre (30 page)

Los casacas rojas se habían retirado un poco para quedar fuera del alcance de los fusileros del castillo. No obstante, ya no se tomaban la molestia ni siquiera de ocultarse entre la vegetación. Simplemente estaban ahí, bajo una lluvia que llevaba varios días sin amainar, quietos, agazapados, silenciosos.

—¿Cree que se marcharán, señor? —preguntó Desnaux entornado los ojos para, así, tratar de ver mejor en la tenue luz de la mañana.

Lezo tenía la respuesta. Una respuesta que ya todos sabían, pero que el coronel había querido escuchar de labios del propio almirante.

—No —respondió Lezo—. No se van a marchar. Se quedarán ahí, donde están, y volverán al ataque una vez que se hayan recompuesto del duro golpe que les hemos asestado.

—Entonces, ¿continuamos con nuestro plan?

—Al pie de la letra, coronel. Al pie de la letra.

Desnaux no dijo nada más y se retiró. Debía revistar el estado de los fosos y averiguar si en la noche los casacas rojas habían llegado hasta ellos aprovechando la batalla de la rampa.

De pronto, Pedrol observó que algo se movía en la ciudad.

—¡Allí, almirante! —exclamó señalando con el dedo hacia el oeste—. Hay hombres moviéndose en las murallas de la plaza.

En efecto. Pronto un jinete cubrió al galope la distancia entre la muralla de la ciudad y el San Felipe. Inspeccionó las inmediaciones, observó durante un instante la inmensa alfombra de cadáveres que había quedado tras la batalla, se adelantó para comprobar la posición exacta del enemigo y volvió a espolear su montura en dirección, de nuevo, a la ciudad. Obviamente, su misión era la de explorar el terreno para que alguien mucho más importante que él pudiera trasladarse sin peligro hasta la fortificación.

Así era. Unos minutos después, tres jinetes más alcanzaron la puerta del San Felipe. Lezo vio que se trataba de Eslava en persona y de dos de los miembros de su escolta privada. El virrey, al parecer, se había hartado de permanecer tras las murallas de la plaza y retornaba a la primera línea de la defensa. El almirante no se sintió demasiado agradado por la idea. No, al menos, si no fuera porque el virrey traía consigo cien hombres que salvaban a la carrera la distancia entre la plaza y el San Felipe y que portaban sus mosquetes al hombro. ¡Tiradores! No le vendrían nada mal. Nada mal. Se aproximaba el día más largo de todos.

Vernon fue informado de inmediato y, al principio, no dio crédito a la dimensión del desastre. ¿Mil quinientos hombres muertos? ¿A mano de un puñado de españoles medio desnudos? ¿Y ni siquiera empuñaban armas de fuego? No podía ser. De ninguna manera. Que se presentara Wentworth en persona. Quería escuchar las explicaciones de sus propios labios. Sin intermediarios. Sin mensajeros.

O no. Mejor aún: desembarcaría él. Sí, qué demonios. Había llegado el momento de ponerse al frente de aquel hatajo de inútiles. Al parecer, si él no lo supervisaba todo personalmente, allí nadie era capaz de tomar aquella ciudad. Dios santo, si sólo bastaba con apretar su puño sobre ellos… Sencillo, directo, brutal. Miles y miles de soldados perfectamente entrenados y armados contra unos cuantos harapientos. ¿Por qué no ganaban la maldita batalla?

Cuando Vernon llegó a la posición más adelantada del campo de batalla, halló parte de la respuesta a la pregunta que se había hecho. Su puño, el puño mortal que él pretendía cerrar sobre los españoles, ya no existía. Quizás hubiera existido en algún momento, pero ya no. Ahora, en su lugar, sólo había miles y miles de hombres con el rostro marcado por el desánimo, el abatimiento y cansancio. Supo, entonces, que con aquella tropa jamás lograría conquistar la ciudad. Ni siquiera aunque esta estuviera defendida sólo por mujeres y ancianos.

—¡Wentworth! —bramó entrando en la tienda donde el general había situado su cuartel.

—¡Señor…! —el general se volvió hacia él ligeramente sorprendido.

La noche había sido demasiado dura y estaba demasiado cansado como para que sus reflejos respondieran con prontitud. Tenía muchos problemas sin resolver y ahora, además, el almirante se hallaba en tierra. En el interior de su propia tienda de campaña. Las cosas no podían ir a peor.

—¡Wentworth! ¡Quiero saber de inmediato qué sucede aquí!

Vernon estaba fuera de sí. Tanto que ni se había molestado en hacerse acompañar por el resto de miembros de su consejo. Aquella situación debía resolverla personalmente. Wentworth y él.

—Creo que hemos sido víctimas de un engaño, almirante —repuso con voz calmada el general.

—¡Un engaño! ¿Qué quiere decir con eso? ¿Cómo demonios podemos haber sido engañados?

—Me temo que así es, señor. Lezo nos han hecho caer en su trampa. Con gran ayuda por nuestra parte, todo hay que decirlo.

—¿Cómo?

—Que el enemigo nos ha tendido una trampa y nosotros hemos caído en ella. Y ni siquiera se trataba de una gran trampa. El artificio era de poca monta y nuestros oficiales deberían haberlo descubierto de inmediato. Pero, lamentablemente, no ha sido así.

Vernon, que hasta entonces había estado escuchado a su general dándole la espalda, se volvió hacia él y, abriendo los brazos tanto como pudo, preguntó con voz enérgica:

—¿Y puedo saber qué clase de idiota ha caído en la trampa de los españoles? ¿Puede explicarme, general, quién es el tarado que se deja engañar por esa caterva de retrasados mentales? ¿Quién diablos es el causante de que ahora mismo no ondee la bandera inglesa en el castillo de San Felipe?

Wentworth no miró a los ojos al almirante. Tenía la vista perdida en los dedos de sus propias manos. El general fantaseaba con la posibilidad de encontrarse a miles de millas de allí. Quizás en su casa de Inglaterra. Cazando zorros o simplemente dando un paseo a caballo por el bosque. Pero no, no estaba en casa sino en aquella apestosa tienda de campaña. Llevaba semanas sin lavarse y sin cambiarse de ropa y, por si esto fuera poco, esa misma noche había perdido un millar y medio de sus mejores hombres. Y ahora tenía que explicarle la verdad al hombre más iracundo del mundo. La auténtica y desoladora verdad: Washington.

* * *

Eslava descendió de su caballo y corrió a entrevistarse con Lezo y con Desnaux. Quería ser informado de primera mano, aunque la visión de los cuerpos de los hombres muertos en la rampa no le había sido indiferente: ¡Aquel obstinado de Lezo, después de todo, podía tener razón! ¡La victoria era posible!

—¡Lezo! ¡Lezo! —exclamó con una sonrisa mientras se acercaba al almirante.

Lezo no evitó estrechar la mano del virrey, pero tentado estuvo de hacerlo. ¿A qué venía toda esa cordialidad? ¿Acaso sólo se le apreciaba como soldado cuando la estrategia puesta en marcha discurría como estaba prevista? ¿Y antes? ¿Por qué diablos no le había hecho caso antes?

—¡Permítame que le felicite por los resultados obtenidos! —añadió un cada vez más eufórico Eslava.

—Todavía no hemos ganado la batalla definitiva, señor —quiso templar los ánimos Lezo.

—¡Pero este es un gran inicio, Lezo! ¡Es un gran inicio!

—En eso estoy de acuerdo con usted. Hemos causado unas bajas significativas y, lo que es más importante, hemos minado la confianza en sus propias posibilidades. La moral del enemigo ha sido dañada y algo así nos otorga la ventaja que estábamos buscando.

Eslava sonreía y respiraba ruidosamente, como un niño excitado ante un nuevo juego.

—Desde luego, almirante. Sepa usted que cuenta con todo mi apoyo. Hay que continuar defendiendo la ciudad hasta que el enemigo comprenda que sólo le queda la opción de retirarse.

La respuesta de Lezo fue mucho más áspera de lo ya habitual en él:

—Nunca ha sido otra mi aspiración, señor.

El virrey pareció no darse por aludido y continuó:

—¿Cuál cree que será su próximo paso, almirante? ¿Qué cree que van a hacer los ingleses después de la masacre de esta noche?

—¿Qué van a hacer?

—Sí. Eso mismo pregunto. ¿Qué pretenden?

—Exactamente lo mismo que ayer. Y que anteayer. Que hace una semana o un mes. Desean conquistar el castillo y la plaza. Quieren que Cartagena sea suya. Y seguirán intentándolo hasta que lo logren o acabemos con todos ellos.

* * *

—Hay que volver a intentarlo —dijo Vernon—. ¡De inmediato!

El almirante inglés había escuchado las explicaciones que Wentworth le había proporcionado pero prefirió minimizarlas. Un solo hombre no podía ser engañado por el enemigo. Washington podría tener parte de responsabilidad en lo sucedido pero, a fin de cuentas, él no era el general al mando de las fuerzas terrestres del almirante Vernon. El general al mando se llamaba Wentworth y, como tal, respondía de todas y cada una de las operaciones llevadas a cabo bajo su autoridad. ¿Quedaba alguna duda al respecto? ¿No? Pues adelante, sigamos trabajando para que al final del día Cartagena sea inglesa.

—La moral de los soldados es muy débil —explicó Wentworth—. La enfermedad se está cebando con la tropa y muchos hombres no comen adecuadamente desde hace días. Por si esto no fuera suficiente, debemos añadir el duro golpe que para nuestras filas ha supuesto la pérdida de esta noche… Muchos hombres ya hablan de la inexpugnabilidad del castillo… No creo que estemos en condiciones de volver a lanzar un ataque con garantías de éxito.

—¿Inexpugnabilidad? ¡No, Dios, no! El San Felipe puede caer. ¡Tiene que caer!

Vernon agitaba continuamente sus brazos en el aire. Como si así pudiera exorcizar los malos augurios con los que Wentworth impregnaba la atmósfera.

—Hemos cometido un error —continuó el almirante— y hemos pagado caro por él. Pero nuestro avance no ha finalizado. ¡General!

Wentworth movió la mirada hacia Vernon.

—¿Señor?

—¡Ataque el castillo! ¡De nuevo! ¡Cuantas veces sea preciso!

* * *

No iba a resultar sencillo, desde luego. Pero si Vernon lo deseaba, así se haría. ¿Deberían morir todos los hombres bajo su mando? De acuerdo, pero que la conciencia del almirante los amparara. Él, Wentworth, se limitaba a cumplir las órdenes. Fueran estas cuales fueran. Nada más.

El amanecer suponía un momento tan bueno como cualquier otro para lanzar un nuevo ataque. Y, al menos, Vernon había regresado al Princess Carolina con Washington a su lado. Lo mandó llamar, omitió cualquier comentario al respecto de la campaña y le ordenó que le acompañara.

—Muchacho, es hora de regresar a nuestro navío.

Washington intentó protestar, pero el almirante, que no estaba de humor para argumentar su decisión, levantó una mano frente al rostro del joven y agachó la mirada en señal de rechazo. Aquella indicación no se discutiría. Washington podía dar por terminada su aventura en tierra firme. Al menos, una vez embarcado se limitaría sólo a recordar los buenos momentos vividos en la toma del convento de la Popa. Sin emprender más aventuras desquiciadas.

—Es un honor para mí que usted se sienta orgulloso de mi conquista del cerro y…

Vernon miró a Wentworth y Wentworth le devolvió la mirada. No se dijeron nada más. No hacía falta.

—Vamos, Washington —cortó, al joven, Vernon, pero sin alzar la voz—. Este no es lugar seguro para nosotros. Regresemos de inmediato al Princess Carolina.

Con el almirante de nuevo embarcado, Wentworth volvía a hallarse solo al frente de la desdicha. Sus hombres no soportarían un nuevo ataque y, sin embargo, no le quedaba más remedio que ordenarlo. La tropa estaba enferma, herida, tocada de muerte en lo que a su moral se refería. No lo soportarían, no.

Wentworth organizó dos columnas compuestas por mil hombres cada una de ellas y situó a dos de sus mejores oficiales al frente de las mismas: el coronel Richard Wolfe atacaría por el sur y el coronel John Lowther lo haría por este. Mil hombres desanimados para cada uno y un ruego a Dios elevado desde la desesperación.

—Intentemos un ataque coordinado —solicitó Wentworth.

—Señor, los hombres se encuentran agotados —objetó Wolfe.

—Me importa bien poco el estado de la tropa. Todo el que ha venido hasta aquí lo ha hecho para luchar. Y eso, precisamente, es lo que nos pide nuestro almirante. De manera que lucharemos.

Wentworth no estaba dispuesto a permitir que se cuestionaran las órdenes. Una cosa era que él no estuviera de acuerdo con ellas y otra bien distinta que cualquier coronel se tomara la libertad de ofrecer su opinión al respecto. Aquello era el ejército inglés y quien no estuviera de acuerdo sería fusilado de inmediato.

—Con el debido respeto a nuestro almirante —intervino Lowther—, avanzar ahora es un error. Nuestros soldados no están en disposición de…

—¡Basta! —bramó el general—. He dicho que vamos a atacar y atacaremos. ¿Entendido?

Los dos coroneles lo entendían. Claro, cómo no hacerlo… Pero aquello suponía un error que pagarían caro. Estaban derrotados y atacar en ese instante lo único que haría sería convertir la derrota en aniquilación.

—Sí, señor. A sus órdenes —respondió Wolfe mientras Lowther asentía.

Qué otra cosa se podía hacer… Adelante, darían lo mejor de sí mismos. Por ello, cuando abandonaron la compañía de Wentworth se dirigieron hacia el lugar donde los hombres descansaban y repartieron las oportunas órdenes entre los capitanes y tenientes bajo cuyo mando la tropa se lanzaría contra el San Felipe.

Mil hombres por el sur y mil por el este.

* * *

Lezo observó con su catalejo que en la línea enemiga se efectuaban movimientos. Aquello no podía significar nada distinto a que volvían a la carga. Por eso, ordenó que los fusileros se apostaran tras los parapetos y que estuvieran preparados para abrir fuego continuo dando el relevo a la artillería. Abajo, en las trincheras excavadas los días anteriores, dispuso cincuenta hombres repartidos a discreción. La orden, dadas las circunstancias, no era demasiado precisa:

—Salid ahí fuera y disparad contra todo lo que se mueva.

Pedrol solicitó ser enviado al exterior. Muchos de los hombres que iban a combatir a cuerpo descubierto habían servido directamente bajo su mando, de manera que, a pesar de haber sido herido de importancia en la lucha de la rampa, consideró una cobardía permanecer bajo la seguridad de las murallas cuando allá fuera la infantería realizaba la parte más sucia de todo el trabajo. No, él quería estar allí, ordenando las cargas, animando a sus hombres, respirando el mismo hedor a muerte y manchándose con idéntico barro al que impregnaría los cuerpos de los suyos.

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