Read Más Allá de las Sombras Online
Authors: Brent Weeks
—Disculpadme, rectora, pero no me interesa tanto el motivo de esa creencia como su objeto. ¿Tiene esto algo que ver con la regencia ceurí?
—Podría ser. La batalla del monte Tenji fue tan demoledora para los ceuríes como para Alitaera. Murieron el rey Usasi, su hijo y sus siete hijas; fue un golpe tan devastador para el país que, en adelante, se dejó de enseñar esgrima a las mujeres ceuríes. Se estableció la regencia tanto por el profundo respeto a la tradición arraigado en la cultura ceurí como por el hecho de que el primer regente no estaba en la línea sucesoria por consanguinidad. El resto de los aspirantes comprendieron que una regencia significaba que algún día podrían tener el poder sin requisitos de linaje, si tan solo eran lo bastante poderosos para hacerse con él. Todo el mundo salía beneficiado, y el mito del advenimiento del Gran Rey les daba la esperanza de una gloria futura. La hipótesis más extendida entre nuestras estudiosas es que hubo un Gran Rey que gobernó esas tierras durante una sola generación en los siglos oscuros que siguieron a la caída de Jorsin Alkestes.
—¿No llamaban Gran Rey al propio Jorsin Alkestes?
—Rara vez. En los primeros años de su reinado, gobernó sobre siete reyes y se hizo llamar Gran Rey. Tres de los siete, Rygel el Azul, Einarus Ojos de Plata e Itarra de Lachess, se rebelaron. Después de eso, Jorsin fue el emperador Alkestes. No sabemos si el Gran Rey posterior afirmaba descender de Jorsin o no, porque toda constancia de él se perdió en los años oscuros, pero solo reclamó las tierras que hoy en día forman Ceura, Cenaria, Khalidor y Lodricar, no todos los reinos de Jorsin.
El embajador no parecía impresionado.
—¿Eso es todo? ¿Una leyenda muerta desde hace tiempo?
—Bueno, los magos dan algo de crédito a un profeta o dos que nosotras no reconocemos —dijo Istariel.
—¿Y ellos saben más?
—No saben más. Creen más.
—¡Por las barbas del Dios! No me importa lo que es cierto; ¡me importa lo que cree la gente! ¿Qué profecías son esas?
Istariel le dedicó una mirada que le avisaba de que estaba pisando un hielo muy fino y no respondió hasta que lo vio al borde de disculparse.
—Dicen que será un dragón; la interpretación aceptada es que tendrá Talento, aunque cualquier conquistador lleva consigo fuego. Dicen que izará un estandarte de muerte; espero que eso esté bastante claro, no todo serán desfiles en poni y caricias a gatitos. Después las profecías se vuelven raras. Dicen que traerá la paz. La paz para siempre es un componente bastante normal de las profecías, ¿verdad? Pues estas dicen que traerá la paz durante dos años o dieciocho. Dicen que su llegada allanará el camino para el regreso de Jorsin Alkestes, quien estará bajo su protección pero también comprobará el temple acerado o probará el acero templado de su espada, no se sabe muy bien cuál de las dos cosas.
—¿De cuándo es esta profecía? —preguntó el embajador.
—De hace cinco años. Un mago llamado Dorian, que afirmaba ser un Ursuul renegado. No es lo que se dice una fuente fiable.
—Suena a pesadilla.
—Sí, y estas cosas tienden a extenderse con un fervor religioso una vez que arrancan. Aunque Moburu sea el Gran Rey, recomiendo encarecidamente al rey Alidosius que se asegure de que nunca ocupe ningún trono, a menos que deseéis exponeros a disturbios o incluso la guerra civil en Alitaera. Jorsin Alkestes sigue suscitando todo tipo de emociones. Un Gran Rey ya sería de por sí bastante malo, teniendo en cuenta el área enorme que gobernaría ese hombre, pero en las profecías alkestianas se trata de un precursor. Pensad en lo que podría pasar en cada una de nuestras tierras si el pueblo cree realmente que el Señor del Infierno llega en forma corporal, que las criaturas de sus pesadillas caminarán de nuevo y que los reinos están condenados a caer.
El embajador Guerin parecía moderadamente mareado.
—Sí, transmitiré todo esto al rey. ¿Algo más?
—Sí, necesito saber si vuestros lanceros están de camino.
—¿Me preguntáis esto ahora, cuando acabáis de darme la información que podría hacer que el rey viera esa petición con buenos ojos?
—Os he dado la información cuando nos ha llegado a nosotras. Necesitamos esos soldados ahora.
—Os dije hace meses que sin acceso a todo lo que sepáis sobre una invasión seríamos incapaces de satisfacer vuestra petición. Si disculpáis a un viejo militar por hablar sin pelos en la lengua, no podemos enviar cinco mil lanceros cada vez que un viejo aliado se pone nervioso. Los Acuerdos no nos obligan a eso.
¿Un viejo militar? Hace treinta años que no levantas una lanza.
—Los Acuerdos obligan a una vigorosa defensa de la Capilla, algo que parece más acuciante ahora que la compañía de Moburu Ander, una compañía alitaerana, luchó para Khalidor en la batalla de la arboleda de Pavvil. Nos las vemos con dos enemigos aun sin los hombres de Moburu Ander, cada uno de los cuales podría ser capaz de aniquilarnos. La cuestión es que ni siquiera los dos mil lanceros que tenéis al otro lado de la frontera (sí, por supuesto que sé que están allí) bastarían probablemente para defendernos. Lo más que puedo esperar es que protejan nuestro flanco de los lae’knaught mientras vamos al Túmulo Negro.
—¿Vais al Túmulo Negro? —preguntó Marcus Guerin.
—Los khalidoranos han aprendido a levantar kruls.
—¿Kruls? ¡Una leyenda! —se burló el alitaerano—. Eso es completamente...
—¿Habéis estado en el Túmulo Negro, embajador?
Los ojos azules de Guerin parecían inquietos.
—El Túmulo Negro es el único lugar donde, una vez muertos, los kruls no pueden ser levantados de nuevo. Es el único lugar donde podemos combatirlos con una mínima esperanza de ganar.
—¿De modo que queréis que os ayudemos a invadir a vuestro vecino? Es una interpretación tremendamente osada de unos acuerdos pensados para contener las ambiciones imperiales de la Capilla.
De repente, muchas plantas más abajo, la rectora sintió una magia desacostumbrada. Aunque solo había conocido a media docena de magos y nunca les había visto usar su Talento, supo al instante que aquello era un mago; en su Capilla.
—Rectora, ¿pasa algo?
Istariel solo disponía de un instante para decidir cómo reaccionar. ¿Podía volver en su propio beneficio la presencia de un mago hostil? ¿Le convenía interrumpir la reunión? Quizá le habría convenido, si el objetivo de la Capilla en esa conversación hubiese sido algo positivo. Sin embargo, tan solo deseaba echarse atrás de un tratado centenario sin declarar una guerra.
—Sí, nos insultáis con unas alegaciones antiguas e infundadas, señor. Solo deseamos sobrevivir como centro de saber.
Una ráfaga de magia mucho más familiar para ella saltó en respuesta al intruso, quienquiera que fuese. A Istariel le sorprendió su fuerza. Era una magia de encadenamiento, y la única hermana que se imaginaba lo bastante poderosa para usarla era Ariel, la bendita y despistada Ariel. O, tal vez, Vi.
—¿Un centro de saber? —preguntó el embajador—. ¿Incluye eso el aprendizaje de la magia de batalla?
De modo que lo sabía. Maldición.
—¿Si nuestros aliados nos abandonan en la víspera de una matanza? Sí.
El embajador apretó los labios hasta reducirlos a una fina línea.
—Esto es sumamente precipitado.
Istariel abrió la boca para endilgarle un recordatorio histórico cuando una sacudida mágica recorrió la Capilla. El zumbido constante del Talento de las magas cesó y, por primera vez en siglos, quizá desde su misma fundación, la Capilla se sumió en un silencio absoluto. La onda mágica lo atravesó todo, aunque no destruyó nada salvo las tramas que alguna hermana estuviese tejiendo activamente. Tenía carácter, un sello reconocible: libre y fiera, no hostil, sino más bien una fuerza que no era consciente de sí misma. La imposible imagen que vino a la mente de Istariel fue la de un archimago adolescente, y la sacudió en lo más hondo. Ariel había intentado encadenarlo, y él no se había dejado.
Mágicamente, Istariel se sentía como una niña pequeña atrapada entre unos padres que se estuvieran gritando.
—¿Qué...? ¿Qué ha sido eso? —preguntó el embajador.
Por la Serafín, ha sido tan poderoso que hasta este sapo sin Talento lo ha notado.
—A fecha de hoy nos retiramos de los Acuerdos, embajador. Si Alitaera desea expulsar a las magas de sus dominios, ellas los abandonarán de forma pacífica. Solicito, sin embargo, que nos concedáis seis meses para demostrar nuestra buena fe. Esto no constituye ninguna declaración de guerra contra vosotros. Os ruego que hagáis saber al emperador que luchamos solo para sobrevivir.
El embajador se quedó sentado en silencio. Dio un sorbo de su ootai, que Istariel estaba segura de que estaría frío a esas alturas, aunque él no pareció darse ni cuenta.
—El rey siempre os tuvo por una de las voces más moderadas de la Capilla, Istariel. Sin duda esta conversación no tiene por qué terminar así. No querréis lanzar por la borda siglos de cooperación y progreso.
El archimago estaba ascendiendo por la Capilla, cada vez más cerca. Había usado tanta magia que todavía ardía como una brasa. Istariel casi podía verlo a través del suelo. No deseaba mantener esa conversación en ese momento, pero no podía echar al embajador de cualquier manera.
—No —dijo—. No quiero lanzar nada por la borda, y mucho menos nuestras vidas. Tal vez este otoño podré ir a Skone y reunirme con el emperador en persona.
No era un archimago cualquiera, comprendió Istariel. Era el maldito marido de Vi. ¿Qué diablos estaba haciendo? ¿Vi intentaba dar un golpe? No, eso no tenía sentido; ¿encabezar un golpe con un hombre? Hasta las hermanas de lealtades duales se pondrían automáticamente en su contra. De modo que era algo completamente distinto. Eso le inspiró un miedo atroz.
—Quizá podamos concluir esta conversación después, esta misma tarde —dijo Istariel.
—Disculpad, rectora, pero me cuesta imaginar que haya algo realmente más importante que la disolución o defensa de una alianza de trescientos años de antigüedad. Debo insistir en que acabemos.
La rectora Istariel volvió a sentarse tras su escritorio e hizo acopio de Talento, mirando la puerta. Casi estaba allí.
La puerta explotó hacia dentro; el golpe arrancó del marco las bisagras y el pasador y la puerta cayó plana al suelo. Entró un joven de rostro iracundo y decidido. Istariel lanzó un gigantesco puño de aire.
El conjuro se desvió en pleno vuelo y destrozó su colección de jarrones hirílicos milenarios. Volvió a atacar e hizo un hoyo en el techo. Imperturbable, casi ajeno a sus intentos de matarlo, Kyle avanzó hasta su escritorio, puso las manos sobre él y se inclinó hacia delante. Istariel reunió todas sus fuerzas; él le sopló en la cara.
Su Talento se disgregó como si el soplido hubiera sido un huracán. Kyle no dijo nada. La miró a los ojos y en lo más profundo de los de él Istariel vio algo que le dio ganas de farfullar como una loca. Era como contemplar el cielo nocturno después de enterarse por primera vez de que las estrellas no eran agujeritos en el manto del firmamento sino un sol cada una, a miles de millones de leguas de distancia. Mirar a los ojos de ese hombre era cobrar conciencia de lo pequeña que una era.
Kyle suspiró; no había encontrado lo que buscaba.
El embajador alitaerano, al recobrar su valor o comprobar que del recién llegado no brotaba ninguna magia, se puso en pie.
—¡Voto a tal, joven patán, que no pienso permitiros que faltéis al respeto de ninguna mujer estando yo delante! ¡Exijo una explicación, señor!
Istariel vio que una magia extraña se agitaba en las profundidades de los ojos de Kyle, que dijo:
—Hablaremos de respetar a las mujeres cuando dejéis de follaros a la mejor amiga de vuestra esposa.
La altivez del embajador se vino abajo. Kyle giró sobre sus talones y salió por la puerta.
Istariel y el embajador no dijeron nada durante un minuto entero. La rectora carraspeó.
—Quizá —dijo—, estaremos de acuerdo en que nada de esto debe salir de esta habitación.
El embajador tragó saliva y asintió.
Vi estaba allí arriba, en alguna parte. El encuentro de Kylar con la rectora lo había dejado alterado. Había estado seguro de que ella había robado a Sentencia. Una mirada a sus ojos le había demostrado su error. De repente, lo que había parecido una jugada inesperada que lo llevaría al centro de la red de la intrigante y devolvería su espada a sus manos empezaba a parecer una metedura de pata colosal. Pese a todo, Kylar siguió adelante como un toro. Ya no había vuelta atrás.
Los pisos de la Capilla no eran grandes a aquella altura. La cabeza de la Serafín contenía el despacho de la rectora, una sala de espera, varios almacenes, la escalera y un aula. En esa última estaba Vi. Kylar abrió la puerta de la habitación anterior al aula. Ya había echado abajo demasiadas.
Aquella sala estaba tras los ojos de la Serafín. Era una habitación ancha y abierta pero, a pesar de la luz que entraba a raudales por los ojos de cristal transparente, daba una clara impresión de ser poco utilizada, como si nadie hubiese puesto un pie allí en décadas. En el centro de la sala había una mujer envuelta en luz. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho, la barbilla apuntada hacia el suelo, los ojos cerrados. Llevaba una túnica vaporosa y corta hasta las rodillas. A media altura de las pantorrillas, su piel cambiaba de un tono demasiado dorado para deberse solo a la caricia del sol a un purísimo blanco alabastro. Mientras Kylar la contemplaba, anonadado ante aquella inesperada belleza, vio que el alabastro retrocedía hasta los tobillos, luego hasta los dedos de los pies.
La mujer tomó un primer aliento dulce. Levantó la barbilla. Abrió los ojos. Los iris eran de puro platino.
—Eres la Serafín —dijo Kylar alelado.
—Ciertamente, y tú eres un hombre y me has despertado, pero no eres el Elegido.
—Esto, ¿perdón? —dijo Kylar. La Serafín lo miró y, en aquellos ojos de platino, lo único que pudo ver fue magia, oceánica y por fortuna en reposo—. ¿Ahora me vas a hacer algo malo?
La Serafín se rió.
—¿Debería? Has dado un susto tremendo a mis hermanas pequeñas. —Echó un vistazo hacia la puerta—. Excepto a la que sostiene tu vínculo. Te dejaré a sus tiernos cuidados, Sin Nombre.
—Me gusta más ese vestido que el que lleva tu estatua. Tienes unas piernas estupendas.