Read Más Allá de las Sombras Online
Authors: Brent Weeks
Unos kruls verdosos de patas separadas como de rana saltaron hacia Logan e intentaron derribarlo de su silla de montar. Vi los apartó con un golpe de Talento y los guardaespaldas les rebanaron el gaznate.
Mientras el núcleo de guerreros de Logan avanzaba poco a poco hacia la Marca Muerta, un vürdmeister algo apartado de la lucha recitaba con calma. Kylar vio que la cabeza del gato dientes de sable se reparaba y le permitía levantarse al cabo de unos instantes. De un lado a otro se repetía la misma escena. Los vürdmeisters estaban reemplazando al instante los kruls más poderosos que perdían.
Kylar se sacó a Curoch de la espalda y decapitó a ese vürdmeister, después a otro antes de que pudiera reanimar al ogro de piel roja y finalmente cortó a un tercero por la mitad. A través de la maraña de cuerpos, vio a Vi. Un krul le asestó un zarpazo en el brazo, pero salió rebotado cuando su vestido rojo sangre se endureció como si fuese una coraza. Vi cercenó el brazo de la criatura y cruzó la mirada con Kylar. Señaló a su espalda.
Era el titán, que se elevaba enorme sobre el campo de batalla. Había roto el Túmulo Negro y ahora iba a la guerra. Su mero tamaño resultaba difícil de creer. Tenía forma casi de hombre, con una piel que emitía un frío resplandor azul bajo la armadura de escamas, el pelo dorado, corto y de punta como el de un chico travieso, los ojos negros con iris plateados y verticales como los de un gato y los músculos pulidos y bellos. Sin embargo, si por delante era un dios, por detrás parecía un demonio. De su columna vertebral surgían unas enormes espinas, unas alas de reptil le envolvían los hombros y arrastraba una cola peluda y ratuna. Blandía un poste con pinchos a modo de maza.
—¡Kylar! —gritó Vi—. ¡Mátalo!
Sentía a Vi con la intimidad suficiente para saber que no había sido su intención apelar al vínculo, pero lo había hecho de todas formas. Como si le hubiesen azotado con un látigo de nueve colas, su atención se centró inmediata e irrevocablemente en el titán. No tenía elección.
Kaldrosa Wyn yacía a la sombra de un enorme cadáver de krul. Aquel tenía forma de oso, con una piel pálida y costrosa desprovista de pelaje. Estaba cerca de la cima de una colina en la Marca Muerta, al norte del Túmulo Negro... o de lo que había sido el Túmulo Negro. La cúpula se había derrumbado hacía unos minutos y le había dado un susto de muerte. Desde su posición veía a varios centenares de los otros soldados. La mayoría eran sa’ceurai y el resto, Perros de Agon. Ella había acudido siguiendo a su marido, Tomman, porque si participaba en una misión tan peligrosa, no pensaba dejarlo solo.
Un suave silbido sonó en la distancia y, segundos más tarde, lo repitió alguien más cercano. Era el momento. Kaldrosa se acercó la bolsa embarrada que tenía a los pies y la abrió. Se vistió poco a poco, con cuidado, intentando devolver el riego sanguíneo a sus brazos y piernas. Llevaban dos días arrastrándose y tumbándose por el fango, y era un milagro que pudiese moverse en absoluto. Habían ennegrecido sus armas y armaduras para que no reflejasen el sol, pero aun así intentó hacer el menor ruido posible. No querían echar a perder su estratagema tan cerca de que diese fruto.
Los arcos ymmuríes presentaban el mayor problema. Para encordarlos, en Ymmur se calentaban al fuego durante al menos media hora. Eso no era una opción. Alguien lo había previsto, sin embargo, y los arqueros se reunieron en torno a un mago modainí extraño y pintado con kohl de nombre Antoninus Wervel.
Otaru Tomaki, uno de los asesores de Lantano Garuwashi, estaba al mando. Kaldrosa no sabía qué había visto para decidir que debían atacar en ese momento, o si había visto algo. Ajustando la última y testaruda correa de cuero entre los omóplatos de Tomman con los dedos entumecidos, asomó la cabeza por encima del oso, sin rehuir el contacto. El horror que le inspiraban los monstruos había alcanzado su apogeo la primera noche. Quizá habría enloquecido si Tomman no se hubiese tumbado a su vera con los dedos entrelazados con los suyos. A esas alturas los monstruos eran solo carne, que además, por extraño que resultase, no apestaba.
Las tiendas de los mandos khalidoranos parecían casi abandonadas. Había una veintena de ricos pabellones formando un círculo aproximado, pero solo media docena de guardias patrullaban la zona, y estaban concentrados en el pabellón situado junto al más grande, en torno al cual había apostadas cuatro meisters. Esa fue la confirmación que buscaba Kaldrosa. Era la tienda de las concubinas.
La Marca Muerta terminaba a cien pasos de los pabellones. Tomman y los demás arqueros se estaban acercando todo lo posible. Sabía que su marido podía acertar desde doscientos metros de distancia, pero no querían correr ningún riesgo; todo dependía de que fuesen rápidos y letales.
Se volvió para sentarse apoyada en el oso, estiró los brazos e hizo rodar la cabeza. Al sur de su promontorio, el polvo negro de la cúpula se estaba posando en la ciudad que antes estaba oculta bajo el Túmulo Negro. En el centro había un gran castillo blanco. La ciudad en sí ocupaba el punto más alto de la llanura, de manera que Kaldrosa no veía nada de la batalla que se libraba al otro lado. Se puso el yelmo y se volvió a tiempo para ver que todos los centinelas y meisters a la vista se derrumban sobre el suelo con flechas clavadas.
Sonó otro silbido y mil hombres se pusieron en pie y corrieron hacia los pabellones. Los sa’ceurai solían lanzar gritos de guerra, pero esa vez guardaron silencio. Unos pocos tropezaron y cayeron víctimas de un tirón tras sus noches al raso, pero la mayoría llegó a los pabellones en cuestión de segundos.
Otaru Tomaki levantó una mano con cuatro dedos extendidos, marcó un ritmo e hizo un gesto de corte con la mano. Cien sa’ceurai cercaron el pabellón que había estado custodiado mientras los demás se desplegaban en abanico. Tras la cuenta atrás que había indicado Tomaki, cortaron las paredes del pabellón por los cuatro lados a la vez e irrumpieron dentro.
Para cuando Kaldrosa llegó, quizá cinco segundos después, los seis eunucos del interior de la tienda estaban muertos, y la única mujer se hallaba rodeada por sa’ceurai desconfiados. Tenía el pelo oscuro y era esbelta, de unos dieciséis años. Llevaba unas ricas vestiduras y sostenía una espada, que blandía como una loca.
—¡Fuera! ¡No os acerquéis! —gritaba.
Kaldrosa cayó en la cuenta de que cien sa’ceurai probablemente no eran el tipo de rescatadores que se estaría esperando una princesa cenariana.
—Alteza —dijo Kaldrosa—, tranquilizaos. Hemos venido a salvaros. Venimos de parte de vuestro marido.
—¿Mi marido? ¿Qué locura es esta? ¡Alejaos!
—Sois Jenine de Gyre, ¿no es así? —preguntó Kaldrosa. La chica encajaba con la descripción, pero no la había visto nunca.
—¡Tiempo! —exclamó Otaru Temaki—. ¡Tenemos que irnos!
—¿Jenine
de Gyre
? —repitió la chica con una carcajada y pronunciando el apellido con retintín—. Ese ha sido uno de mis nombres.
—Nos envía el rey Logan. Os ha echado muchísimo de menos, alteza. Sois el motivo de que estemos aquí —dijo Kaldrosa.
—¿Logan? Logan está muerto. —Sus expresiones de desconcierto debieron de convencerla de que no era una trampa. Se puso blanca—. ¿Logan está vivo?
El rey de Cenaria.
Oh, dioses. —La espada se le escurrió de los dedos. Se desmayó.
Otaru Tomaki la atrapó antes de que cayera al suelo y se la cargó al hombro.
—Buen trabajo, así es más fácil.
—Nunca había visto desvanecerse realmente a alguien —comentó Antoninus Wervel. El kohl que unía sus cejas se había corrido en sus días en la Marca Muerta, lo que le confería un aspecto más estrafalario que amenazador—. Muy bien, ¿estamos listos?
—Treinta segundos —ladró Tomaki.
Los sa’ceurai, que habían mantenido un perfecto orden hasta ese momento, salieron disparados y saquearon como posesos todos los pabellones que pudieron. Kaldrosa contó, y hasta el último guerrero estuvo de vuelta para el veintiocho. Cuando la cuenta llegó a treinta, Antoninus Wervel extendió las manos hacia el cielo y de ellas brotó una llamarada azul que se volvió verde en su cúspide.
Entonces esperaron. Al cabo de un tenso minuto, un fogonazo verde trazó una parábola a modo de respuesta desde el lado opuesto del Túmulo Negro.
—Vamos al este, a través de la Marca Muerta —dijo Tomman—. ¡En marcha!
En el tumulto de las armas entrechocadas, los gruñidos, las imprecaciones, el tintineo de la espada contra la espada o contra el escudo, el golpetazo de las mazas al alcanzar la carne, el chasquido sordo de los miembros rotos o los cráneos hundidos, el silbido del aire que escapaba de una garganta en vez de una boca, el hedor familiar de la sangre, la bilis y los intestinos aflojados por la muerte y el sudor del esfuerzo y del miedo, Kylar alcanzó una súbita serenidad. Lanzó una patada baja a la espinilla de un krul blanco y se la partió. Se deslizó dejando atrás a la bestia que caía, entró a fondo para hundir a Curoch en la garganta de otro krul, invirtió el agarre de la empuñadura y clavó la espada en el cráneo del blanco antes de que llegara al suelo.
Su muerte y la repentina lasitud de los kruls más cercanos concedieron a Kylar un momento para mirar al titán. El monstruo había llegado a lo más reñido de la batalla, a cien pasos de distancia. Trazó un barrido salvaje con su porra erizada de pinchos. Kruls y hombres por igual volaron, clavados a unas púas más largas que las espadas, para luego salir despedidos de ellas en el siguiente golpe.
Kylar volvió a sumergirse en el remolino como un buceador se lanza a un lago fresco en los días de bochorno. La orden de matar que le había dado Vi proporcionaba al mundo una preciosa definición. No había miedo por proteger a otros menos capaces, ni preocupación por avanzar a un ritmo lo bastante lento para que el resto de una línea de pesados espadachines mantuviera el paso, ni pensamiento de ocultar lo bueno que era, ni siquiera el horror sordo de matar hombres. Una imitación oscura de un toro haraní se empinó ante Kylar, agitando sus pezuñas romas y acometiendo con sus poderosos colmillos. Kylar esquivó hacia atrás, vaciló hasta que la bestia estuvo a punto de aterrizar sobre las cuatro patas y entonces se lanzó bajo ella. Curoch atravesó el abdomen del toro como un peine surcando el pelo de una princesa en su centésima pasada. Fue bonito. La criatura bramó de dolor y sus entrañas chorrearon sobre el suelo. Kylar ya estaba matando otra cosa.
Se había procurado una lanza en alguna parte, y en ese momento se abalanzó sobre otro grupúsculo de kruls. Ninguno tuvo tiempo de blandir un arma o lanzarle un zarpazo. La lanza giró y Curoch saltó como un colibrí, y ocho bestias murieron. No estaba luchando, matando ni haciendo una escabechina. Era un baile. No decapitaba a un krul a menos que necesitara cambiar la dirección en que caería el cuerpo; era más rápido seccionar una sola arteria, cortar un tendón o asestar un corte de lado a lado de la cara para rajar los dos ojos. La mitad de las veces dejaba de matar a los kruls negros para centrarse en los blancos, los osos, los uros y los toros de Haran, cualquier cosa que se interpusiera en su camino hacia el titán.
Dejó tuerto a un toro haraní, le hizo girar la testa para atacarle con sus colmillos y entonces le alanceó el otro ojo. Cegado y enloquecido de furia, el animal cargó y se llevó por delante línea tras línea de kruls, pisoteando y matando. Kylar se descubrió riendo.
Cuando el titán se hallaba a menos de treinta pasos de distancia, por primera vez alguien paró un tajo de Kylar. El krul era diferente de cualquiera que hubiese visto hasta ese momento. Mientras la mayoría de ellos parecían construidos bajo el principio de que cuanto más fuerte y más grande, mejor, aquella criatura tenía forma de hombre y era tan esbelto como Kylar. En vez de piel tenía un exoesqueleto de quitina de color rojo sangre. Su cara era un óvalo quitinoso liso, sin facción alguna. Blandía dos espadas del mismo material y había adoptado una perfecta posición de esgrima. Replicó a las Tres Margaritas con la Defensa de Garon y a la Bajada de Kiriae con la Caída de Piedras. Sin embargo, cuando intentó detener el Nudo Aflojado con la Ira de Sydie, Curoch atravesó su pecho quitinoso. Kylar lo decapitó para asegurarse y vio que los guerreros rojos con exoesqueleto eran los únicos kruls que rodeaban al titán. Cuando este hacía un barrido con su porra, las criaturas se apartaban de su trayectoria rodando con facilidad. Eran trece veces trece y parecían una marabunta de hormigas de fuego.
Entre las hormigas y el titán, el centro cenariano estaba al borde de ceder. Los lae’knaught, los cenarianos y las tropas de reserva ceuríes y alitaeranas habían acudido todos allí, pero el centro no podía aguantar. El titán era tan alto como siete u ocho hombres, y ni tonto ni lento. Donde la caballería se amontonaba, mataba a media docena de hombres y caballos de una sola pasada. Cuando se dispersaban, las hormigas de fuego se lanzaban a los huecos y mataban hombres a diestro y siniestro.
El titán levantó un pie para pisotear a un jinete que cargaba contra él, y las hormigas se dispersaron. Kylar se coló de un salto en el hueco que dejaron. El pie del titán cayó, chafó a hombres y caballos hasta reducirlos a gelatina e hizo temblar el suelo. Kylar saltó y se agarró a su pantorrilla. El titán llevaba una armadura hecha de escamas tan grandes que no osaba imaginar de dónde habían salido, pero el correaje que mantenía unida la armadura era de cuero grueso y enormes sogas de cáñamo. Con Curoch envainada, Kylar se encaramó al cinturón de la criatura.
El gigante lo vio y giró tan rápido que los pies de Kylar resbalaron y por un momento se columpió en posición horizontal. Vio que el movimiento inesperado había aplastado a varios guerreros quitinosos. El titán le dio un manotazo y Kylar salió despedido hacia los pliegues de sus alas recogidas.
Envuelto en cuero blando y apestoso, Kylar se deslizó hacia el suelo. Se agarró a un hueso del ala tan grueso como su muslo. Trepó tan rápido como pudo y empuñó a Curoch a la vez que el titán se daba cuenta de que seguía colgado allí. Le hizo un corte, dos, tres, y la blanda membrana de un palmo de grosor se separó. Dejó a Curoch pegada a su espalda y se coló por el agujero mientras el titán desplegaba sus enormes alas con un chasquido. Atrapado a medio atravesar el ala, el latigazo estuvo a punto de dejar a Kylar inconsciente. El titán plegó las alas para intentar desprenderlo de nuevo y Kylar se abrió paso y saltó.