Read Más Allá de las Sombras Online
Authors: Brent Weeks
—Fuera —susurró Garuwashi—. Te hice caso una vez y me deshonré. Nunca más. No sabes nada de los sa’ceurai. Vete, serpiente.
Feir se puso pálido. Se levantó poco a poco. Garuwashi le dio la espalda. Casi deseaba que Feir le golpease, morir víctima de la traición. Así, se daría por sentado que cualquier tara hallada en la espada era obra del traidor. Quedaría algo del nombre de Garuwashi.
—Si deseáis salvar a este ejército y a estos miles de almas, las magas y yo andaremos por aquí cerca —dijo Feir con voz queda—. Si solo deseáis salvar vuestro precioso honor, podéis iros al infierno.
Cuando Garuwashi se volvió, el gigante había desaparecido. El rey Gyre lo miraba en silencio.
—¿Qué es un rey sin honor? —preguntó Garuwashi—. Estos hombres lo significan todo para mí. Me han seguido desde aldeas y ciudades hasta tierras extranjeras. Adonde yo he ido, ellos me han acompañado. Cuando he ordenado a cien que tomaran una colina, a sabiendas de que costaría la vida a noventa, han obedecido. Son leones. Si tienen que morir, deberían morir en batalla, no deshonrados por su señor. Mañana os las veréis con veinte mil khalidoranos y dos mil meisters, que apenas han combatido hoy. Sin los sa’ceurai, vuestros hombres flaquearán.
—Es posible que ese sea el efecto de ver matarse a seis mil hombres y a su imbatible general —dijo Logan secamente—. Al igual que ver largarse por donde han venido a veinte mil sa’ceurai que podrían haber sido aliados.
—Vos sois un rey. ¿Qué haríais? —preguntó Garuwashi.
—¿Me lo preguntáis cuando tengo semejante interés en vuestra respuesta?
—Os vi ejecutar a vuestro mejor amigo por honor.
Logan se miró las manos y no dijo nada durante un rato.
—La noche antes de que Kylar fuera a la rueda, envié a un hombre para que lo ayudara a fugarse de mi propio calabozo. Kylar se negó porque habría perjudicado a mi reinado. Tanto creía en mí. Ser rey significa que los demás paguen el precio de tus fracasos, e incluso de tus éxitos. Una parte de mí murió en aquella rueda. Decidáis lo que decidáis, doen-Lantano, ha sido un honor luchar a vuestro lado.
—Rey Gyre, si elijo la expiación, ¿seréis mi segundo?
Logan hizo una profunda reverencia, con la cara rígida.
—Doen-Lantano, sería un honor.
Había sido un loco. Feir había seguido las instrucciones de un mago demente que llevaba muerto siete siglos. Había fabricado una espada que ni siquiera él entendía del todo. Había doblegado a su voluntad incluso a Lantano Garuwashi. El ceurí le había creído, y ahora un fraude se sumaría a otro a menos que Garuwashi escogiera poner fin a todo.
Como había jurado lealtad al adalid, se esperaría de Feir que se suicidase con él, pero no lo haría. De eso estaba seguro. Por supuesto, era posible que el adalid lo matara, pero Feir tampoco creía que fuese a permitir eso. De manera que volvería a hacer trampas y se defendería con magia. Todos los sa’ceurai de Midcyru lo despreciarían. Quizá alguno le daría caza. Ese era el futuro de Feir. Eso, o servir para siempre de ilusionista en jefe de Lantano Garuwashi, decorando su bella espada con llamas falsas durante el resto de sus días.
Ese engaño destruiría a Lantano Garuwashi. Si gobernaba, lo haría mal, sabiéndose deshonrado. No era tan joven para que el honor fuera lo único importante en su vida, pero era sa’ceurai hasta las raíces de su alma. Lo mejor para él sería clavarse una espada en las tripas.
El sol descansaba sobre el horizonte cuando Feir se agachó para entrar en la tienda de campaña del consejo. Dentro estaban el rey Gyre, el general supremo Brant Agon, una pálida Vi Sovari y una maga más mayor a la que no reconoció. Tomó un asiento libre. El rey Gyre estaba sentado a su derecha con los brazos cruzados. Su cara no delataba emoción alguna, pero eso de por sí revelaba a Feir que el rey estaba preocupado. Mientras acercaba su silla, algo en el brazo derecho de Logan le llamó la atención. Allí había alguna magia, entretejida con hebras pequeñas y prietas al brazalete o el brazo del rey.
Logan reparó en su atención y cruzó las manos en su regazo, bajo la mesa. Feir se desentendió del asunto y siguió mirando en torno a la mesa. Vi Sovari se había cubierto con un recatado vestido de maga, pero en las muñecas y el cuello todavía quedaba a la vista su ajustadísimo traje gris y negro de ejecutora. Tenía ojeras y la piel pálida a causa de su desgaste mágico en la presa. Estaba a cuatro asientos de distancia, casi en el límite de la vista mágica de Feir, pero distinguió que no se había propasado con su Talento. Solon había parecido destrozado después de usar a Curoch. Se le había vuelto el pelo blanco y solo se había librado de sufrir lesiones permanentes porque Dorian era un magnífico sanador. Vi no se había hecho ningún daño con sus proezas en la presa. Se había acercado al límite de sus dones, pero no lo había superado. Feir sospechaba que, con una noche de sueño reparador, estaría lista para repetir al día siguiente. Era con diferencia la maga más poderosa de todos los presentes. Quizá estuviera incluso a la altura de Solon. Además, sentada ya con la espalda recta tras una palabra de la maga mayor que tenía a la derecha, Vi parecía enorme. Tal y como los músculos de un hombre destacaban más después de un trabajo duro, así el Talento de Vi se antojaba descomunal en esos momentos. Hacía que Feir se sintiera pequeño, y eso no le gustaba.
La portezuela de la tienda se abrió de repente y todos los ojos se volvieron hacia ella, pero el hombre que entró no era Lantano Garuwahsi. Se trataba de un alitaerano de pelo moreno y ojos oscuros con el bigote aceitado y un emblema con un águila en el broche de la capa. Un Marcus, pues, de una de las familias más importantes de Alitaera, y sin duda el comandante de los dos mil lanceros de ese país que habían llegado esa tarde con las magas más rezagadas.
—No sabía que este consejo tuviera nada que ver con el ejército alitaerano —observó el general Brant Agon. Sin duda allí había alguna vieja querella.
—Este consejo decidirá si tenemos veinte mil sa’ceurai más o si perderemos los seis mil con los que contábamos. Yo diría que eso lo convierte en un consejo de guerra. Soy Tiberius Antonius Marcus, pretor, cuarto ejército, segundo manípulo. Nuestra misión es defender la Capilla. Hermanas, majestad. —Los saludó con la cabeza.
—Un honor, pretor, uníos a nosotros, por favor —dijo Logan.
Antes de que el alitaerano se sentara, la tienda se abrió de nuevo y entró Lantano Garuwashi con paso decidido. Posó la mano en el pomo de su espada, caminó hasta su sitio y tomó asiento sin saludar a nadie.
—Bueno, ya estamos todos menos el regente ceurí en persona y, por supuesto, nuestro querido gran maestre lae’knaught, quien supongo que llegará media hora tarde y pedirá que se lo repitamos todo —dijo el general supremo Agon.
—Supongo que sí —corroboró Logan—, dado que le dije que este consejo no se celebraría hasta dentro de media hora.
Hubo algunas sonrisas, pero Feir respiró más tranquilo. Un gran maestre lae’knaught con toda probabilidad llevaría encima trastos de todo tipo que atenuasen la magia, y echaría a perder una ilusión perfectamente aceptable.
Las escasas conversaciones que se habían cruzado en torno a la sala murieron pronto, cuando el fragor de miles de pies en marcha se aproximó a la tienda. Llegaban los veinte mil sa’ceurai a la vez.
Aquello podía ponerse feo.
La portezuela de la tienda se abrió y entraron un adolescente y un hombre de mediana edad con una franja de pelo castaño alrededor de una coronilla aceitada. Tenía cuatro mechones de pelo atados al suyo, todos ellos ceuríes, todos ellos viejos. Se hizo a un lado para dejar paso al chico, que no tendría más de quince años. Su pelo era de un color anaranjado encendido, muy corto y con un único mechón muy largo atado. Llevaba una ampulosa túnica de seda azul con bordados y una espada recubierta de rubíes.
Feir tuvo la disparatada idea de arrancarle el más grande y usarlo para su imitación.
—Hermanas, señores, pretor, majestad —saludó el ceurí de mediana edad—, permitidme que os presente al Sa’sa’ceurai Hideo Mitsurugi, sexto regente Hideo, señor del monte Tenji, protector del Honor Sagrado, custodio del Gran Trono, capitán general de los Ejércitos de Ceura.
Los reunidos a la mesa saludaron al joven. Logan se levantó y le asió el antebrazo. El chico estaba algo abrumado pero, a la vez que seguía el protocolo en la medida de sus posibilidades, a duras penas podía apartar la vista de Lantano Garuwashi. Debía de ser su héroe, pensó Feir. Claro que Garuwashi probablemente era el héroe de todo joven sa’ceurai.
Garuwashi miraba más al adulto que al joven. ¿Era él el auténtico poder? ¿El chico, un mero títere? Cuando el regente y su ministro se acercaron y tomaron asiento, a Feir se le cayó el alma a los pies. El adulto era alguna clase de mago de la corte, con un Talento formidable. Garuwashi cruzó una mirada con Feir y sacudió levemente la cabeza. Era la señal para abandonar la farsa.
Se había acabado. Solo quedaba la muerte.
Hideo Mitsurugi carraspeó.
—Supongo que, hum, ya que estamos todos, podríamos hacer aquello para lo que hemos venido, ¿verdad? —Desvió la mirada hacia arriba mientras intentaba recordar sus frases—. Ha llegado a nuestros oídos que vos o vuestros seguidores habéis realizado algunas afirmaciones, doen-Lantano Garuwashi. Entendemos que os proclamáis poseedor de la Espada del Cielo, Ceur’caelestos.
—He realizado tales afirmaciones, doen-Hideo —dijo Garuwashi. Sus facciones tenían algo casi alegre. Había estado haciendo algo malo que no le gustaba, y por fin se iba a terminar.
—Según la antigua ley y la profecía, el portador de Ceur’caelestos será el rey de Ceura, heraldo del regreso del Gran Rey, cuyo reinado anunciará el nacimiento del Campeón de la Luz. —Mitsurugi calló. Se había perdido. Una expresión de pánico asomó a sus ojos azules.
El mago entrado en años le susurró la continuación al oído. El incidente pareció avergonzar a Hideo casi hasta hacerle llorar.
—¿Reclamáis el Gran Trono de Ceura, Lantano Garuwashi?
—Lo reclamo.
¿Qué estaba haciendo? Feir echó un vistazo a la espada de Garuwashi. El dragón del pomo tenía una sonrisa tan vacía como un niño al que se le hubieran caído los dos incisivos.
—Esperad —dijo el general supremo Agon—. Tenía entendido que el regente de Ceura es doen-Hideo Watanabe. ¿Cómo sabemos siquiera que, con perdón, este niño tiene autoridad para poner a prueba a Lantano Garuwashi?
—¡Cómo osáis! —exclamó el sa’ceurai adulto, llevando la mano a su espada.
—Pues osando —replicó Agon—. Y, si desenvaináis esa espada, osaré hacérosla comer.
—Ja. Sois un viejo tullido.
—Lo que hará vuestra muerte más vergonzosa todavía.
—¡Basta! —ordenó Mitsurugi—. Hideo Watanabe es mi padre. —Bajó la vista—. Era. Él reunió este ejército. Sin embargo, antes de que partiera, descubrí que no tenía intención de haceros la prueba, doen-Lantano. Pretendía mataros, blandierais o no la auténtica Ceur’caelestos. Me enfrenté a él por deshonrar la regencia. —Los ojos de Mitsurugi se poblaron de lágrimas—. Nos batimos en duelo, y lo maté.
Feir no se lo podía creer. El chico había matado a su padre en nombre de la idea de Lantano Garuwashi.
—Ahora yo soy el regente y, por la sangre de mi padre que mancha mis manos, tengo derecho a poner a prueba al hombre que quiere ser nuestro rey —concluyó Hideo Mitsurugi—. Por favor, doen-Lantano, mostradnos a Ceur’caelestos.
Se oyó el ruido de algo que se desgarraba y todo el mundo se volvió hacia el fondo de la tienda, donde un cuchillo estaba cortando un tajo vertical hasta el suelo. Todas las magas y los magos abrazaron en el acto su Talento, mientras que una docena de manos volaron a la empuñadura de sus espadas. Un asesino lo pasaría mal con aquel público.
Una mano entró por el agujero y saludó.
—Disculpadme —dijo una voz grave de hombre desde fuera de la tienda—. Si entro, ¿me vais a ensartar?
Sin esperar una respuesta, metió el cuerpo en la tienda.
Tenía el pelo de color blanco puro con las puntas negras, la piel olivácea muy bronceada y un pecho musculoso y desnudo bajo una rica capa. Llevaba unos pantalones blancos anchos y sobre su frente reposaba cómodamente una gruesa corona de oro.
—¿Solon? —preguntó Feir, pasmado.
Solon sonrió.
—Solo para ti, querido amigo. En cuanto al resto, disculpad mi inusitada entrada, pero tenéis a veinte mil sa’ceurai con cara de pocos amigos bloqueando la entrada de la tienda. Soy Solonariwan Tofusin, rey de Seth. Diría emperador, pero desde hace diez años no tenemos colonias, de modo que resultaría un tanto pretencioso. Majestad, rey Gyre, traigo mil hombres que aportar a vuestros esfuerzos. También traía cinco barcos, pero alguien ha provocado una crecida en el río esta mañana y ya solo me quedan dos, por no hablar de la suerte que he tenido de no perder ningún hombre. Hermanas, si salimos con vida de este conflicto, pienso pedir a la Capilla que nos indemnice. Feir, se diría que viajas con muy ilustre compañía de un tiempo a esta parte. Ah, esta debe de ser la hermana Ariel Wyant, una leyenda en su propia época, y Vi Sovari, tan bien dotada en todos los sentidos; cuánto he oído hablar de ti.
—Que te follen —dijo Vi.
Un coro de gritos ahogados recorrió la mesa, y la hermana Ariel se llevó las manos a las sienes.
—Al parecer todo lo que he oído es cierto —dijo Solon.
No se estaba comportando como era propio en él. Solon nunca parloteaba, pero estaba hablando tan deprisa que aunque alguien hubiese sabido qué decir no habría podido intercalar una palabra.
—Debo deciros que, de camino hacia aquí, he visto a un caballero lae’knaught muy disgustado profiriendo algunas palabras de lo más exquisitas al ver que le negaban la entrada los susodichos sa’ceurai que han vedado el paso a vuestro seguro servidor. Pero heme aquí, para considerable detrimento de mi reino, y muy en especial de mi matrimonio... Me costó semanas de deambular por el Risco Blanco como un alma en pena conseguir que mi mujer me diese permiso para venir. Ay, los hombres casados podéis fingiros los amos de vuestros castillos, torres y demás, pero el ama del dormitorio es el ama del amo, ¿eh? Sea como fuere, heme aquí, y debo decir que la joya de la corona de mi visita es esta: Lantano Garuwashi, es un gran honor conoceros. —Solon se acercó al sa’ceurai y le tendió la mano.