Read Más Allá de las Sombras Online
Authors: Brent Weeks
Los escudos de Dorian brotaron en torno a él y Jenine solo entonces, aunque había actuado con toda la celeridad que había podido. No se oyó nada más en el pasillo.
Los niños muertos lo miraban pasmados, con el cerebro humeante. Los vivos no se atrevían a alzar la vista. Dorian sintió un acceso de furia. No solo habían intentado matarlo; habían intentado matar a Jenine. Miró al vürdmeister que estaba a cargo de esos infantes. El hombre estaba aterrorizado, postrado al final de la fila. Dorian no podía pensar. El vir salió disparado de su mano y puso al hombre en pie agarrándolo por la garganta. El vürdmeister emitió un gritito ahogado, moviendo las manos en señal de negación, antes de que un puño enorme del vir de Dorian le aplastase el pecho contra la pared de piedra.
Una lluvia de sangre roció la pared y a los infantes del final de la fila, pero nadie se movió. Con un gran esfuerzo, Dorian dejó caer los escudos y empujó el vir hacia abajo. Le palpitaba la cabeza.
Los infantes habían actuado contra él. Había sido un atentado estúpido e infantil, y casi había salido bien porque él no había pensado en protegerse de unos chicos que tenían ocho años. No había existido una segunda jugada para aprovechar la distracción, de manera que Dorian no podía saber si los niños habían actuado a instancias de un vürdmeister, a menos que fuera un simple intento de poner a prueba su fuerza o comprobar si el vir lo salvaba. En cierto sentido, carecía de importancia.
Lo importante era que había que hacer algo con los infantes. Eran unas víboras. Si los de ocho y nueve años ya habían actuado, no cabía duda de que los más mayores estarían confabulando, y una boda les proporcionaría todo tipo de oportunidades. Cualquier aplazamiento parecería debilidad, y la debilidad los ponía en peligro, no solo a él sino también a Jenine. Eso no pensaba tolerarlo.
Jenine rompió a llorar, y Dorian echó a los infantes y la consoló, pero su cabeza estaba muy lejos, y había sangre en todos sus pensamientos.
Kylar iba vestido de sirviente, y había muchos criados nuevos en el castillo, pues el séquito de Terah se había mezclado con los restos del de Garoth, que a su vez estaba confundido con el personal del rey Aleine IX, de manera que pasar por la entrada de servicio no supuso ningún problema. Una vez dentro, se dirigió a la cocina, donde cogió una bandeja de copas de plata recién bruñidas, la equilibró sobre una mano y caminó hacia el gran salón. Entre el bullicio, las órdenes gritadas y los gruñidos de los hombres y mujeres bajo presión que trabajaban juntos por primera vez, nadie le prestó la menor atención. No era invisible gracias al ka’kari, sino al anonimato ensayado que Durzo había dedicado tantas horas a enseñarle.
Por el momento, todas las mesas estaban almacenadas en la habitación de servicio contigua al gran salón. Después de la coronación, las sacarían ya puestas y listas para comer. Las copas iban en una de las mesas altas adyacentes a la de la reina. Por desgracia, la mesa real todavía estaba vacía: no la prepararían hasta unos instantes antes del banquete, y entonces, solo bajo los vigilantes ojos de la Guardia de la Reina, su copero prepararía la mejor vajilla de oro para la mesa regia con sus propias manos.
No eran unos obstáculos insuperables. Sin embargo, Terah de Graesin no tenía fama de bebedora, de modo que, si Kylar usaba un veneno lo bastante suave para que su copero no se viese afectado al probar el vino, quizá no ingiriese una dosis letal. Lo mismo podía decirse de sus cubiertos. Era parca en el comer.
Así pues, tras colocar las copas de su bandeja, Kylar cogió un montón de trapos que se habían ensuciado limpiando las mesas y se metió por un pasillo secundario. Caminaba con decisión, aunque no tenía ni idea de dónde estaba la lavandería. Escudriñó los techos y las paredes en busca de las mirillas y estrechos pasadizos que recorrían todo el castillo. Al ver el principio de un falso techo, saltó, se agarró al borde con la punta de los dedos y flexionó los brazos para elevarse.
A unos centímetros de su cara, una telaraña de vir en descomposición bloqueaba la abertura. Los dedos de Kylar casi la tocaban. Colgado de una mano, pasó el ka’kari por la red, que reventó inofensiva como una pompa de jabón.
Una vez en los pasadizos secretos, solo era cuestión de orientarse. Kylar reptó o caminó según requirieran los pasajes y mantuvo el ka’kari sobre sus ojos para poder detectar todas las trampas mágicas. Al cabo de una hora, encontró el tesoro real. Esa abertura estaba cubierta por unos recios barrotes de hierro.
El ka’kari se encargó de ellos en un visto y no visto.
Mira lo que te digo, antes de que llegaras, asesinar a una reina no habría resultado difícil.
—¿Eso es una queja?
Mientras los barrotes cortados se desprendían en las manos de Kylar, este se detuvo.
Soy como un dios.
La idea le dio escalofríos. Por algún motivo, la causante había sido la expresión de Azul. Quizá los niños no se molestaban en disimular su asombro, o tal vez fuese que él había sido una Azul no hacía tanto. Sin embargo, al pensar en el sobrecogimiento que reflejaban los rostros de aquellos ratas de hermandad, recordó el resto de las caras: la del shinga de Caernarvon, la de Hu Patíbulo, hasta la del rey dios había presentado un deje de sobrecogimiento. Para los ratas de hermandad, era un sueño; para los otros, una pesadilla. Sin embargo, la incredulidad era la misma. Kylar era lo imposible.
Por algún motivo, no había llegado a asimilarlo. Seguía siendo Kylar, quizá hasta Azoth debajo de todo. Pero ahora... Qué fáciles se le hacían las cosas. Había anhelado ser más que un rata de hermandad. Había anhelado ser más que un ejecutor. Ahora era más que un hombre. Las reglas no valían para él. Era más fuerte que un hombre, más rápido, cien veces más poderoso. Inmortal. La muerte era provisional. Si la preocupación mortal más básica —morir— no se aplicaba a él, ¿de qué más estaba exento?
Era un razonamiento embriagador, pero cargado de soledad. Si era más que un hombre, ¿qué comunión podía tener con los hombres? ¿O las mujeres? La idea situó a Elene en un doloroso primer plano. Sentía un vacío en el pecho. Daría su otro brazo por estar con ella de nuevo, con la cabeza en su regazo y sus dedos acariciándole el pelo, aceptándolo.
Qué raro. Podía pensar en Elene con amor pero, en cuanto sus pensamientos se extraviaban cerca de la borrosa frontera entre el aprecio y el deseo... allí, allí estaba Vi con su pelo rojo casi brillando, con la curva de su cuello suplicando una caricia, sus ojos un reto, su figura esbelta una tentación. La percibía, lejos al este. Estaba durmiendo. ¿Durmiendo? ¿Casi a la hora de cenar? La vida en la Capilla no debía de estar tan mal.
Imaginó que se colaba en la cama detrás de ella. Su melena suelta se derramaba sobre la almohada como una catarata de cobre. Su pelo era glorioso, como si un dios hubiera capturado los últimos rayos del sol poniente y se los hubiese regalado. Kylar acercó la cara e inhaló hondo. Vi suspiró en sueños. Luego se le acercó, adaptando su cuerpo al de él. A Kylar se le cortó la respiración.
Por un momento, habría jurado que iba desnudo. Después las prendas volvieron. Vi emitió un gemido de decepción.
¿Qué demonios estoy haciendo?
Seguro ya de que estaba vestido, Kylar se relajó un poquito. La respiración de Vi era lenta y regular. Le retiró un mechón de pelo detrás de la oreja para verle la cara. Parecía algo más pequeña, más frágil, pero no menos bella. Sin la tensión de costumbre, su rostro adquiría una apariencia más joven. Aparentaba la edad que tenía. A diferencia de Terah de Graesin, que dormida perdía, el sueño agraciaba las facciones de Vi.
Terah de Graesin. El castillo.
¿Dónde demonios estoy?
Al ver que Vi tenía la carne del brazo de gallina, Kylar los cubrió a los dos con la manta. Le puso la mano en el hombro con suavidad y la deslizó brazo abajo. Llegó a la cadera y continuó por la pierna. Vi llevaba un camisón ancho y corto y Kylar se detuvo cuando su mano tocó una piel cálida y tersa. Entonces volvió a subirla pierna arriba, por debajo del camisón. Era un hombre fuera de sí: el pulso le palpitaba en los oídos, no distinguía ni la habitación ni sus pensamientos, solo vivían sus nervios.
La pierna de Vi era esbelta, prieta hasta durmiendo. Kylar deslizó la mano por la cadera. Las puntas de sus dedos flotaron por encima de la depresión que separaba cadera y ombligo, y después sobre su estómago de bailarina, mezcla perfecta de calidez y blandura sobre un fondo duro. Gozó siguiendo la línea de sus costillas inferiores mientras ella respiraba, todavía con regularidad aunque quizá no tan profundamente como antes, regodeándose en ella. Kylar no era alto ni corpulento, pero la forma esbelta de Vi contra él le hacía sentirse fuerte, tierno y varonil.
Se acercó más, para respirarla, y entonces le besó el cuello. A Vi se le puso la carne de gallina, y en esa ocasión Kylar supo que no era por el frío. Volvió a besarla, siguiendo el nacimiento del pelo. Sus dedos rozaron la parte inferior de su pecho. Vi arqueó la espalda y le apretó las nalgas contra la entrepierna. Kylar volvía a estar desnudo y el camisón se había subido. La notaba caliente contra él.
Sí —susurraba el cuerpo entero de Vi—, sí.
Chirrió una llave en una cerradura. El sonido estaba fuera de lugar. Después sonó otra llave, que abrió un segundo cerrojo.
—¡Kylar!
He vuelto. Lo siento, estaba... en otra parte.
—Estoy dentro de tu cuerpo, Kylar. Hay cosas que no puedes ocultarme. La tumefacción es una de ellas.
¿Tumefacción? ¿Qué? Oh, Dios.
Eso no quería saberlo.
Debajo, a través de la rejilla, Kylar vio que se abría la puerta del tesoro. Un hombrecillo desenfadado soltó una risita mientras observaba la habitación desolada. Solo había tres cofres. Abrió el más pequeño y Kylar entrevió la corona, pero el tipo suspiró.
—¿Dónde diantre está ese cojín? —murmuró. Salió, cerró la puerta y empezó a echar la llave en las cerraduras.
Kylar retiró los barrotes y se dejó caer en la habitación, aterrizando en silencio casi encima de los cofres. Quitó el tapón del vial, formó el ka’kari en su apariencia de cuentagotas y absorbió una dosis generosa del filodunamo. Tapó el frasquito, volvió a guardarlo en una bolsa y sacó la corona. Era una obra sencilla y elegante, con solo unas pocas esmeraldas y diamantes. De la escasez de piedras preciosas y oro en el resto de los cofres Kylar dedujo que la simplicidad no había sido una decisión estilística. Modificó el ka’kari a la vez que apretaba la pera para convertir la punta en un estrecho pincel, en vez de una aguja. Con toda la rapidez a la que se atrevió, trazó una estrecha banda en torno al interior de la corona, con un pegote en la parte de atrás. En cuanto Terah de Graesin empezara a sudar bajo la cinta de oro de su frente, el fuego embotellado envolvería su cabeza de llamas, y el pegote causaría una pequeña explosión en la nuca. No quería que ardiera en público; la quería muerta. Si sobrevivía, la piedad de la gente podría imponerse a sus malas impresiones durante un tiempo. Si sobrevivía, acusaría a Logan del atentado y lo ejecutaría.
El filodunamo se extendió en una capa regular y se secó con rapidez. Las primeras líneas que Kylar había pintado adoptaron una pátina dorada mate parecida al color de la propia corona, aunque se distinguían algunas irregularidades. Esperaba que aquel potingue no se despegara. Pese a todo, supuso que nadie iba a tocarlo antes de la coronación. Debería de funcionar.
Oyó una llave en la cerradura al mismo tiempo que reparaba en que el pegote de pintura de la parte de atrás de la corona seguía húmedo. Sin pensarlo, sopló para secarlo. Cortó la bocanada al instante, pero vio que un borde duro se resquebrajaba y se ponía rojo. Resplandeció como una brasa por un momento y luego se apagó, a la vez que la llave sonaba en la segunda cerradura. Kylar dejó la corona con cautela en el cofre y ensanchó el ka’kari para formar un abanico. Aireó la corona con brío mientras chasqueaba la tercera cerradura. Se cubrió con el ka’kari, desapareció e intentó no respirar.
El hombrecillo desenfadado llevaba un cojín púrpura con largas borlas doradas en las esquinas. Cerró con llave los otros dos cofres y luego levantó la corona reverencialmente con ambas manos —manteniendo los dedos fuera, gracias a Dios— y la colocó sobre el cojín.
Después salió de la habitación. Kylar subió de un salto por el hueco, se izó al falso techo y comenzó a buscar un sitio donde ponerse su ropa de noble.
Terah de Graesin estaba muerta, solo que todavía no se había enterado.
Vi despertó en la oscuridad, bañada en un sudor frío. La hermana Ariel había farfullado malhumorada sobre cierta inepta que impedía que Vi obtuviese de inmediato una nueva habitación con compañera incluida pero, tras el sueño que acababa de tener, Vi se alegraba de estar sola.
Salió de la cama y, en el momento en que sus pies tocaron el suelo cálido, una luz tenue se encendió en el techo. Apenas reparó en ello. Se puso el vestido de la novicia regordeta y abrió la puerta. Notaba el estómago atenazado y dolorido. Cuando salió al pasillo, brotó una luz como una estrella sobre el fondo de la pared. Entonces, como si una mano invisible estuviese dibujando con líneas grandes y marcadas, la luz se convirtió en una estrella suspendida en una telaraña, que estaba tendida entre las astas de un alce. El animal contempló a Vi con expresión cansada pero se levantó para acompañarla y alumbrar su sección del pasillo con la cálida luz de la estrella.
Vi olvidó por un momento lo que hacía y tocó al alce. La luz permaneció, pero todo lo demás se esfumó. La telaraña en torno a la estrella dio paso a una vieja linterna de hierro. El animal desapareció y fue sustituido con rápidos trazos por un leñador barbudo y paternal, que saludó a Vi con la cabeza y levantó la lámpara bien alto. Tocó la figura otra vez y esta desapareció reemplazada por un perro sonriente que hacía equilibrios con la estrella sobre su hocico. Vi arrancó a caminar y el perro avanzó a su lado. Era asombroso. El piso entero estaba diseñado para ser un sitio seguro para las niñas.
Presa de una furia repentina, dio un puñetazo a la pared. El perro desapareció, sustituido por un bufón. Vi ahogó un sollozo y corrió hacia la escalera del centro del edificio. Cuando llegó a la habitación de la hermana Ariel, la puerta se abrió antes de que llamara.
—Entra —dijo la maga, que entregó a Vi una taza humeante de ootai. Tenía cara de adormilada.