Más Allá de las Sombras (29 page)

—No, no quería... Lo siento. Yo... —Dio media vuelta y arrancó a caminar hacia el castillo.

Capítulo 39

Feir Cousat y Antoninus Wervel salieron del paso de Quorig después del mediodía. Cuando se acercaron al Túmulo Negro, el bosque perenne que había cubierto el monte bajo terminó. Feir se arrebujó en su abrigo para protegerse del intenso frío otoñal y se encaramó a un promontorio. La vista le cortó la respiración. Nadie vivía en el Túmulo Negro desde hacía setecientos años. El terreno debería estar desde hacía tiempo cubierto de hierba alta, árboles, maleza. No lo estaba. La hierba que pisaban, por lo menos, debería presentar un marrón otoñal. No era así. Siete siglos atrás, la batalla decisiva de la guerra de la Sombra se había librado a principios de verano, y la hierba que Feir tenía a los pies seguía siendo corta y verde. Vio la depresión pelada que señalaba el punto donde habían arrancado de la tierra la valla de piedra de una granja, cuyas rocas habían entrado en la ciudad para que el enemigo no pudiera usarlas de proyectiles con sus máquinas de guerra. Nada había crecido en las hondonadas sin vegetación donde se había erigido aquella barrera, se diría que hacía apenas unos días. El tiempo se había detenido allí.

Feir alzó la vista y vio más: surcos causados por el paso de los carros, hierba machacada bajo la marcha de muchos pies, agujeros para las hogueras y las letrinas de un campamento militar abandonado. Sin embargo, no había tiendas de campaña ni herramientas. Todo lo que podía ser saqueado se lo habían llevado hacía tiempo, pero todo lo que quedaba permanecía inalterado.

Eso no valía solo para la tierra. A doscientos pasos de distancia, empezaban los cuerpos. Al principio, un puñado que marcaban el límite de la batalla, y luego centenares, y luego miles, hasta que en la distancia el terreno se perdía bajo un manto negro de muertos. El epicentro de la muerte era una cúpula perfectamente redonda de roca negra del tamaño de una montaña pequeña, que cubría la ciudad y la colina donde antaño estuviera el castillo. En la base de la cúpula, unas máquinas de guerra, medio consumidas por el fuego y ladeadas sobre sus ruedas rotas, no habían llegado a caer a pesar de los siglos transcurridos.

La cúpula estaba rodeada por un círculo más grande de magia en la tierra misma, de kilómetros de diámetro, llamado la Marca Muerta. Fuera del círculo, el tiempo proseguía, soplaba el viento, llovía. Dentro de la Marca Muerta, no.

Feir estiró sus grandes hombros, haciendo acopio de valor. Se acercó las manos a la cara y conjuró un fuego con su Talento. Después cruzó el límite para entrar en el círculo de la muerte. No pasó nada. Dejó que el fuego se apagara.

—Qué raro —dijo en voz alta.

Antoninus gruñó en señal de que estaba de acuerdo. Feir escudriñó el aire con los ojos entrecerrados.

La Marca Muerta, como el Túmulo Negro en sí, era obra del emperador Jorsin Alkestes. Este había vuelto letal usar el vir dentro del círculo pero, como el vir tenía parecidos con el Talento, siempre se producía alguna disonancia en el círculo cuando alguien intentaba usar la magia sureña. Tendría que haber habido detallitos diferentes, como que el fuego mágico fuese rojo en vez de naranja. Sin embargo, la trama de Alkestes había desaparecido.

Feir se frotó la desgreñada barba. Eso era bueno para él. No tendría que estar pendiente de sus efectos para el trabajo que había acudido a realizar. Pero alguien había roto lo que Jorsin hizo. Eso no era bueno.

Examinando el aire que flotaba sobre el círculo tal y como había examinado el círculo del bosque de Ezra, Feir estudió la magia. Notaba un vacío en las tramas: las grandes obras de magia que Jorsin había tejido no se rompían sin dejar un rastro. Por desgracia, no podía deducir gran cosa salvo que habían roto la trama hacía poco. Sin embargo, para destruir un conjuro que Jorsin Alkestes había creado usando a Curoch habría hecho falta alguien increíblemente poderoso armado con algún artefacto, o bien un par de centenares de magos o vürdmeisters trabajando juntos. Feir no podía imaginarse a alguien con un ápice de decencia participando en una conspiración como esa, de modo que tenían que ser vürdmeisters.

El resto de las tramas de Jorsin, las que sellaban el terreno y a los muertos, estaban perfectamente intactas. Feir tampoco creía que fuesen tan fáciles de romper. Esperaba que no.

Contempló los árboles lejanos, con un repentino desasosiego al pensar que unos ojos hostiles podrían estar ocultos entre ellos. Cruzó la planicie con paso rápido, respirando un aire que siguió siendo curiosamente inodoro aun cuando se acercó al primer cuerpo.

La criatura tenía el negro de un cadáver hinchado y forma de hombre, aunque mal proporcionado. Sus brazos eran demasiado largos, como su cara, y tenía una mandíbula inferior adelantada desde la que asomaban unos dientes desiguales como ganchos y los ojos disparejos, uno negro y otro azul. Sus músculos eran exagerados. Tenía la piel peluda, tanto que casi se podría decir que tenía pelaje, y no llevaba ni ropa ni arma. Era un krul. Los meisters no podían crear vida, pero sí imitarla y hacer escarnio de ella. Dorian le había dicho una vez que eran espejos siniestros de casi cualquier creación natural.

Feir y Antoninus siguieron caminando. Luego sería peor. Mucho peor.

Pronto, hubo kruls muertos por todas partes. La magia de Jorsin había liquidado sin derramamiento de sangre a millares de ellos, pero otros tantos presentaban las señales de sus muertes. Feas caras habían sido aplastadas por martillos de guerra o cascos de caballo. Había pechos hundidos porque habían sido pisoteados. Había gargantas rajadas, torsos destripados, ojos colgando de sus cuencas rotas por el nervio óptico y sangre que brillaba como nueva en las heridas, sin secarse ni coagularse nunca.

Había senderos practicados entre los cuerpos, y los siguieron en silencio. No pasó mucho tiempo antes de que Feir avistara un brazo humano entre los kruls, y después una pierna que parecía medio comida. A ambos lados tenían cuerpos apilados hasta llegarles a la altura de las rodillas. Después empezaron a pasar por delante de kruls a los que habían matado mediante magia. En el campo de batalla había grandes cráteres vacíos de todo lo que no fuesen retazos pulverizados de carne. A otros los habían quemado, cortado por la mitad o electrocutado. Algunos se habían hecho trizas la cara con sus propias garras.

Los kruls también empezaron a variar. Cada unidad de doce kruls estaba dirigida por uno de color blanco puro con cuernos de carnero en espiral, y otros más grandes, de más de dos metros de altura, aparecían aun con menor frecuencia. Pasaron por delante de una división entera de kruls felinos de cuatro patas del tamaño de caballos, con la piel de un negro azabache, pelo ralo parecido a colas de rata y unas fauces lupinas exageradas. Más infrecuentes todavía eran los que parecían osos, que superaban tranquilamente los cuatro metros de altura y tenían un pelaje espeso del color de la sangre fresca. Mientras recorrían el inmenso campo de batalla, fueron llevándose la impresión de que todo animal natural había encontrado allí una mofa siniestra. Yacían en ignominiosa muerte murciélagos, cuervos, águilas, caballos con colmillos, caballos cornudos y hasta elefantes oscuros de ojos rojos que transportaban arqueros.

—Monstruos —comentó Antoninus con voz baja—. ¿No había nada sagrado para ellos?

Feir siguió la mirada de Antoninus y vio a los niños krul. Eran los más bellos de todos, con facciones equilibradas, grandes ojos infantiles, una piel pálida cercana a una tonalidad humana y largas garras en vez de dedos. Esos llevaban todavía su ropa humana. Ni siquiera los saqueadores los habían tocado. Feir sintió arcadas. Siguieron adelante, cada vez más cercanos a la gran cúpula negra.

Al cabo de un rato, Feir se sintió insensibilizado al horror. Había un millar de millares de permutaciones de la muerte, kruls de todas las formas y los tamaños, a veces hombres y a menudo caballos, pero la fijeza mágica del espectáculo, la ausencia de olor, la quietud del aire, le prestaban cierta irrealidad, como si los muertos fuesen figuras moldeadas con cera.

De creer a Jorsin, yacían allí muertos un millón ciento trece mil ochocientos setenta y nueve kruls. Varios magos eruditos habían calculado que tendrían delante entre quinientos mil y un millón de kruls. Contra cincuenta mil hombres. El resto de los ejércitos de Jorsin habían sido alejados por la traición de sus propios generales.

Entonces Jorsin había hecho todo aquello, con Curoch, la mismísima espada que Feir había entrado a recuperar en el bosque de Ezra. Por supuesto, solo había recuperado unas instrucciones. Curoch estaba a salvo en aquel bosque para siempre, y alabados fueran los dioses por eso.

—Bueno, aquí estamos —dijo Antoninus cuando por fin tocaron la cúpula del Túmulo Negro—. Ahora podemos forjar nuestra Ceur’caelestos falsificada y salvar a Lantano Garuwashi y todos sus hombres. En realidad, quizá a todo el sur.

—Lo único que tenemos que hacer —añadió Feir—, es encontrar la entrada secreta al Túmulo Negro de Ezra, el taller de Ezra, sus herramientas de oro y siete espadas de mistarillë rotas, redescubrir una técnica de forjado que todo Hacedor actual califica de mito, hallar un rubí gigante y evitar que nos detecten un par de centenares de vürdmeisters que traman los dioses saben qué.

—Anda —comentó Antoninus arqueando varias veces su gran y única ceja perfilada con kohl—, y yo que pensaba que iba a llevarnos todo el invierno.

Capítulo 40

Alguien llamó una vez a la puerta de Vi horas más tarde.

—Soy la hermana Ariel. ¿Puedo pasar?

—No puedo impedírtelo. La puerta no tiene pestillo —replicó Vi.

La hermana Ariel entró. No dijo nada durante un rato, en el que contempló la austera habitación con aparente nostalgia.

—¿Qué quieres? —preguntó Vi.

—Lo de ir a clase te tiene algo nerviosa, ¿eh? ¿O es tu encuentro con Elene lo que te vuelve más nociva que novicia? —inquirió la hermana Ariel.

—La cagué —dijo Vi, enfurruñada; era consciente de que lo hacía y lo odiaba, pero se enfurruñaba de todas formas—. Ahora me odian, como siempre.

—Tienen doce años. No se atreven a odiarte.

—¿Se supone que con eso debo sentirme mejor?

—Tus sentimientos no me quitan el sueño, Vi. Sin embargo, dadas las dificultades de tu caso y dado que yo te descubrí, y dado sobre todo que no se me ocurrió una excusa lo bastante deprisa, me han puesto a cargo de tu tutela.

Vi gimió.

—El sentimiento es mutuo. En primer lugar, esta habitación es del todo inapropiada para ti.

—¿Me tocará una mejor?

—Te tocará compartir habitación. Te concedieron una individual por deferencia a tu edad. Eso fue un error. Ya estás bastante aislada tú sola. A partir de esta tarde, tendrás una compañera de cuarto. Por si te pica la curiosidad, la habitación solo será un poco más grande que esta. —Vi volvió a tumbarse en la cama—. Y ahora, ya que estás bajo mi responsabilidad, irás a clase. Ya. Elene tendrá que esperar a después.

Vi no se movió.

—¿Necesitamos repetir ciertas lecciones que aprendimos en el camino? —preguntó Ariel.

Vi se levantó rápidamente.

—Y por cierto, para que ser puesta a mi cargo no se vea como una recompensa, todos los castigos que tu desafortunada monitora de planta te impuso se cumplirán, además de unos cuantos de mi propia cosecha. Sígueme. —Ariel salió, y Vi no tuvo más remedio que seguirla como un perro apaleado.

La Capilla se había construido con la belleza y la funcionalidad como prioridades. El coste a todas luces no había sido un obstáculo. Incluso allí, en la zona de las novicias, los techos abovedados tenían tres metros de altura y un motivo tallado distinto en cada juego de habitaciones. Las novicias ocupaban el nivel inferior de la Capilla, aunque había almacenes, archivos y demás bajo el nivel del agua. Como estaba contenido por completo dentro de la gigantesca estatua de la Serafín, el interior de la Capilla estaba distribuido en círculos: la zona residencial estaba dispuesta a lo largo de los pasillos que separaban los cuadrantes, mientras que las aulas se encontraban pegadas a las paredes exteriores para aprovechar la luz solar necesaria para la magia.

Aunque predominaba el mármol blanco, el suelo de las novicias no daba sensación de austeridad. Un castillo con tanta piedra resultaría frío y oscuro, pero allí los suelos estaban calentados para ser agradables a los pies descalzos, y el techo mismo era luminoso. Las paredes estaban llenas de escenas vistosas y alegres para reconfortar a las chicas que se veían lejos de casa por primera vez: conejos, unicornios, gatos, perros, caballos y animales que Vi no había visto nunca jugueteaban juntos. Los dibujos eran fantasiosos pero de una ejecución exquisita.

Vi tocó un cachorrillo rosa pintado que dormía acurrucado junto a un león imposiblemente afable. El perrito abrió los ojos y se puso a lamer hacia sus dedos, con la lengua apretada contra la pared como si estuviera al otro lado de un cristal. Vi gritó y saltó hacia atrás, buscando a tientas en su cinto una daga que no estaba allí.

—Se llama Paet —dijo la hermana Ariel—. Era uno de mis favoritos. No se despierta hasta el mediodía.

—¿Qué?

—Es un reloj. Mira —explicó la hermana Ariel, que se paró delante de una de las aulas.

Con suavidad, los techos emitieron una serie de resplandores mientras repicaba una campana: violeta, rojo, amarillo, verde y azul. Al cabo de unos segundos, varios centenares de niñas de entre diez y catorce años salieron a los pasillos en una avalancha de ruido y movimiento. Vi captó más miradas de curiosidad que de miedo. Al parecer los rumores no habían llegado a la escuela entera todavía. Cruzó los brazos y torció el gesto.

—La clase empieza dentro de cinco minutos. ¿Sabes leer y escribir?

—Por supuesto —respondió Vi. A eso había llegado por lo menos su penosa madre.

—Bien. Te recogeré a mediodía. Ah, sí, ¿Vi? Si tienes una pregunta durante la clase, levanta la mano. La hermana Gizadin es muy estricta. Cuando te llamen, ponte en pie con las manos a la espalda. Si no lo haces, pensarán que les estás faltando al respeto. Ah, y nada de magia. Y recuérdalo todo. Las lecciones se organizan en tríadas para que sea más fácil.

—¿Tríadas? —preguntó Vi, pero la hermana Ariel ya se había ido.

Cinco minutos más tarde, Vi estaba sentada en una silla demasiado pequeña ante un pupitre demasiado pequeño en la primera fila de un aula. Tres paredes eran de piedra blanca sin decoración. La oriental, sin embargo, era transparente como el cristal. El sol de media mañana entraba a raudales y bañaba de luz el lago Vestacchi y las montañas coronadas de nieve del otro lado. El lago era del azul más intenso que Vi había visto nunca, y docenas de barcas de pesca moteaban la superficie.

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