Read Más Allá de las Sombras Online
Authors: Brent Weeks
Eso desencadenó una tormenta de fuego mágico. Dorian elevó un escudo en torno a él y Jenine. Un proyectil de fuego logró pasar antes de que la barrera se formara y le quemó las costillas. Dorian se encorvó y estuvo a punto de perder el escudo. Jenine lo agarró y lo mantuvo derecho.
El vestíbulo se llenó de magia, golpe y contragolpe, lenguas de fuego, rayos que azotaban las rocas cuando los escudos los desviaban, rocas que al caer en cascada del techo se convertían a su vez en proyectiles lanzados de un lado a otro de la sala. La mayoría de los ataques no iban dirigidos contra Dorian y Jenine, pero estaban en la línea de fuego.
El escudo de Dorian fue menguando a medida que capa tras capa saltaba, se derretía o se marchitaba. Todos los infantes estaban frescos. Aquella batalla continuaría mucho después de que los escudos de Dorian cedieran por fin. Iba a morir y, lo que era peor, iba a dejar que Jenine muriese. Le había fallado.
No, no mientras me quede aliento. Dios, perdóname por lo que estoy a punto de hacer.
No era una auténtica plegaria suplicar el perdón mientras escogía pecar, pero Dorian la elevó con todo su fervor en cualquier caso.
Invocó de nuevo al vir, que acudió a su llamada, jubiloso.
Hubo un grito, un terrible aullido centuplicado por el vir que hizo temblar todos los pasillos y túneles de la Ciudadela. Dorian se puso en pie y extendió los brazos. Observó que su piel había desaparecido por completo bajo la devoradora y serpenteante oscuridad. Además, el vir no se detuvo en los confines de su cuerpo. Unas grandes alas de negrura se extendieron cada vez más lejos por encima de él y luego descendieron a ambos lados, casi insensibles a los últimos ataques desesperados de los infantes.
Notó que los chicos caían aplastados bajo aquellas alas poderosas como cucarachas que reventaran bajo su bota. Sus escudos se rompieron como conchas y la blandura que contenían quedó reducida a unas manchas sanguinolentas sobre la roca.
El vir entonaba una canción de poder, odio y fuerza.
Es vil, y me encanta.
Paró de gritar, y transcurrieron unos largos segundos antes de que el sonido dejara de resonar en los pasajes de la Ciudadela. Dorian se esforzó hasta retirar el vir de su piel.
—¿Estás bien?
Los grandes y bellos ojos de Jenine estaban más grandes de lo que los había visto nunca. La joven intentó hablar, no pudo y se limitó a asentir.
—Lo siento —dijo Dorian—. Era eso o morir. Ya casi estamos.
Sin embargo, cuando atravesaron la puerta ahora humeante, Dorian vio que se equivocaba. En el centro de la resplandeciente extensión del Puentelux caminaba hacia ellos un hombre ataviado con una majestuosa capa de armiño como la que había lucido Garoth Ursuul. Llevaba al cuello las cadenas de oro de los reyes dioses y el vir ondeaba sobre su piel.
El hermano de Dorian, Paerik Ursuul, había llegado para reclamar el trono, y bloqueando el puente con él había seis vürdmeisters veteranos.
A la tercera noche, después de que atravesaran el paso de Forglin y acamparan, Dehvi por fin habló a Vi.
—Entrenemos juntos, ejecutora.
—No soy una ejecutora —dijo Vi rápidamente.
—Eras aprendiza de Hu Patíbulo.
A Vi se le secó la boca.
—Sí. —El nombre mismo despertaba malos recuerdos.
Dehvi sacó un par de sais.
—El Ángel de la Noche lo mató.
—Lo sé. Me alegro muchísimo. —Vi desearía haber tenido agallas para hacerlo ella misma.
La sonrisa del ymmurí se deshizo en perplejidad.
—¿No buscas venganza?
—Me he follado a hombres por favores más pequeños. Había querido matar a Hu desde los trece años.
Dehvi arrugó la frente.
—Demasiada charla.
Se inclinó sobre el petate de Vi, donde ella había dejado su espada. Metió la punta de un sai en la juntura entre hoja y empuñadura y lanzó la espada hacia ella. Vi la cogió y comprobó el filo. Estaba embotado con un fino escudo de magia, pero un golpe fuerte seguiría cortando. Dehvi comprobó las seis puntas de sus sais. Vi nunca había luchado contra esas armas. Un sai parecía una espada corta de hoja estrecha, solo que la empuñadura formaba una amplia U para atrapar la hoja enemiga. Cada punta de esa especie de tridente estaba afilada.
Sosteniendo ambos sais con una mano, Dehvi se quitó la capa de piel de caballo y la tendió sobre una roca. Vi lo imitó a regañadientes. Entonces Dehvi se volvió, hizo una reverencia, dijo algo incomprensible en ymmurí, volteó los sais en sus manos y adoptó una postura de combate imposiblemente baja.
Las dudas de Vi acerca de esa postura tan agachada se disiparon al primer encontronazo. Ella le lanzó una estocada a la cara y Dehvi casi saltó adelante: se desplegó como una serpiente, trabó la espada con un sai y luego con otro y la retorció con la misma maniobra fluida. El giro arrancó la espada de manos de Vi, que se encontró un sai tocándole la garganta mientras el otro le hacía presión a la altura de los riñones. El rostro de Dehvi era impasible. Dio un paso atrás sin palabras y le lanzó una vez más la espada.
La segunda vez Vi duró quince segundos y no perdió el arma, aunque Dehvi la había anulado retorciéndola a un lado y le tocó las costillas con el otro sai. Al cabo de unos minutos, Vi empezó a entender. Entonces Dehvi cambió de postura. Se echó a un lado para esquivar el primer espadazo, sin usar siquiera los sais, y le barrió los pies limpiamente.
Vi se alzó del barro y se lo encontró sonriendo. Hu Patíbulo en ocasiones le había lanzado sonrisas lascivas, y a menudo se había mofado de ella, pero la expresión de Dehvi era inocente. Daba a entender que, si ella pudiera verse, también se reiría.
De repente, Vi rompió a llorar unas lágrimas cálidas que le bajaron por las mejillas. Dehvi le dedicó la mirada que se merecía: absoluto desconcierto. Vi se rió ante lo ridículo de la situación, mientras se enjugaba las lágrimas.
—Hu esparcía mierda en todo lo que hacía, Dehvi. Cada vez que me adiestraba, solo recibía burlas, moratones y humillación. Joder, esto es divertido y todo. Y estoy aprendiendo muchísimo más de ti. Eres mejor de lo que él fue nunca. No me extraña que patees culos.
—Culos he pateado —dijo Dehvi—. Aunque encontrándolos menos sensibles que otros puntos.
Vi se rió y parpadeó para contener aquella estrambótica riada.
—Casástete a la manera waeddrynesa —observó Dehvi. Se tiró de su propia oreja para referirse al pendiente de Vi—. Pero no eres waeddrynesa. ¿Quién es marido?
Bueno, eso ayudó con el llanto. Carraspeó.
—Kylar Stern. Más o menos.
Dehvi alzó las cejas.
—Es, hum, complicado.
Dehvi se encogió de hombros y desenvainó una espada. Tocó el filo para asegurarse de que estuviera protegido, y empezaron a practicar de nuevo. Vi se volcó en ello, olvidando sus preocupaciones sobre la vida de la que huía y la vida hacia la que huía. Aunque perdiese y sintiera una y otra vez el pinchazo embotado de la espada de Dehvi, por primera vez tuvo la sensación de que pelear era algo que se le daba realmente bien. Cuando contrarrestaba una maniobra que antes la había sorprendido, Dehvi tal vez la recompensaba con un leve asentimiento, pero era tan bueno como una efusiva alabanza.
Dehvi cambió de estilo de lucha no menos de seis veces, y Vi intuyó que dominaba no pocos más, pero el último le sonó. Estaba tan sumida en su propio cuerpo que apenas reparó en haber hablado hasta que vio que Dehvi erraba un paso. El contraataque de Vi le rozó el estómago. Había dicho dos palabras:
Eres Durzo
. Sus ojos le decían que era imposible. Su conocimiento de las máscaras ilusorias le decía que era imposible. Pero lo sabía, y la reacción del ymmurí lo confirmaba.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó Vi.
—Ha sido el acento, ¿no? Siempre me cuesta un tiempo recuperarlo. ¿Tienes un tío de Ymmur o algo así? —preguntó Dehvi, con repentina entonación cenariana.
—Luchas como Kylar. ¿Qué estás haciendo aquí?
—Ataste a Kylar con el más poderoso par de anillos nupciales vinculantes que se conserva en el mundo. ¿Fue idea tuya?
—El rey dios me impuso una compulsión. La hermana Ariel me explicó que el anillado era el modo de romperla.
—Creía que Kylar estaba enamorado de la tal Elene. ¿Por qué iba a casarse contigo?
Vi tragó saliva.
—Más o menos lo anillé cuando estaba inconsciente.
Dehvi adoptó una expresión impasible, y Vi tuvo la repentina intuición de que la impasibilidad de Durzo era tan indicativa de violencia inminente como los arrebatos de Hu Patíbulo. Dehvi habló en voz baja:
—Estoy aquí para decidir si debería matarte para liberar a Kylar del vínculo. No me das muchos argumentos en contra.
Vi lanzó su espada al barro y se encogió de hombros.
A la mierda. Mátame.
Dehvi-Durzo la evaluó con una mirada extraña.
—¿Has sentido alguna vez que formabas parte de un gran plan, Vi? ¿Que alguna benevolencia desconocida estaba moldeando tu destino?
—No —respondió Vi.
Dehvi se rió.
—Yo tampoco. Adiós, Vi. Ve con cuidado con ese marido tuyo; te cambiará.
Entonces partió.
* * *
Solonariwan Tofusin estaba en la cubierta del buque mercante modainí que navegaba rumbo al puerto de Hokkai. Hacía doce años que no estaba en la capital sethí, la ciudad que en un tiempo había llamado hogar. La visión de las dos grandes torres de cadenas que defendían la entrada al puerto, de un blanco resplandeciente a la luz del sol otoñal, le llenó el corazón hasta que creyó que estallaría.
Al pasar entre las torres, como siempre, su admiración por la aparente delicadeza de aquellas edificaciones dio paso al sobrecogimiento. Construidas durante el apogeo del Imperio sethí, las torres de cadenas ocupaban sendas penínsulas estrechas. El mar bañaba la base de ambas torres, de modo que nadie pudiese atacar la cadena sin tomar la estructura. La cadena en sí descansaba bajo el agua salvo en momentos de mantenimiento y de guerra. Entonces, unos tiros de poderosos uros reales hacían girar los tornos que tensaban la cadena hasta dejarla prácticamente al nivel del agua con la marea alta, y entre metro y medio y tres metros por encima de la superficie con la marea baja. Durante una batalla, los uros hacían girar la cadena entre ambas torres. Cada eslabón tenía incorporada una única cuchilla con forma de diente de tiburón. La cadena se retorcía en sus dos ejes, de modo que un buque pegado a ella se vería asaltado por dos hileras de dientes royéndole el casco desde direcciones opuestas. La cadena se convertía así en una sierra doble que había destruido más de una flota, y ahuyentado a otras muchas.
Por encima de las aguas azules centelleantes cuyo color, pensó Solon, no tenía nada que envidiar a los zafiros, Hokkai se elevaba sobre sus tres colinas. Más allá de los omnipresentes muelles que ya empezaban a llenarse de buques amarrados para pasar el invierno, la gran ciudad se alzaba con sus miles de paredes blanqueadas y sus tejados rojos. Tras la fea mezcolanza de la arquitectura cenariana, era un alivio.
Sin embargo, la estampa más bella de todas, el magnífico castillo del Risco Blanco que reinaba sobre la colina más alta, colmó a Solon de la habitual admiración, pero también de algo parecido al terror.
Kaede, amor mío, ¿aún me odias?
Después de que Khali y sus Juramentados masacraran a toda la guarnición de Aullavientos, Solon se había encontrado sin nada que hacer. Su amigo Feir había partido días antes de que se enterasen del peligro. Cuando el comandante de la guarnición desoyó las advertencias de Dorian sobre que Khali se acercaba, este desapareció. Solon había sido el único en escapar a la matanza. De repente se había encontrado sin ningún lazo que le atara. Había sido la profecía de Dorian la que le había impedido irse a casa hacía más de una década. Solon había servido a Regnus de Gyre como dictaba la profecía... y había fracasado. Regnus estaba muerto. Había estado a sus órdenes durante una década, solo para ser despedido el día antes de que asesinaran a Regnus. Kaede era ya la emperatriz de Seth. Era improbable que se alegrase de ver a Solon pero, si lo mataba, tanto mejor.
Trabajó con los marineros. Podría haberse pagado el pasaje, pero ningún sethí digno de ese nombre se quedaría sentado en un camarote mientras otros izaban velas, ni siquiera en un panzudo buque mercante modainí. Los sethíes preferían las embarcaciones pequeñas y ligeras. Significaba que sus barcos mercantes debían hacer el doble de viajes, pero también que los hacían el doble de rápido. Un buque sethí también se veía obligado a cabalgar las tormentas en vez de atravesarlas sin inmutarse, pero los isleños aceptaban los caprichos de la mar, a la que amaban y temían en igual medida.
Cuando el buque fondeó en la bahía, el capitán mercante modainí salió de su camarote, con los ojos y las cejas recién pintados con kohl. Solon siempre había pensado que el maquillaje confería un aspecto siniestro a los modainíes de oscuro cabello, pero el capitán era un hombre afable. Lanzó a Solon su paga y lo invitó a navegar con él cuando quisiera antes de ponerse a hablar con el práctico de puerto, que se había acercado en un bote de remos para recaudar el amarraje e inspeccionar el cargamento.
El práctico trepó a la cubierta por las redes con la facilidad de quien lo hacía una docena de veces al día. Como la mayoría de los sethíes, no llevaba túnica alguna hasta el invierno, y el sol había bronceado su piel hasta dejarla de un intenso tono oliváceo. Tenía la nariz prominente, los ojos castaños, el pendiente en forma de ocho del clan Hobashi, dos anillos de plata en el pómulo derecho y dos cadenas del mismo metal colgadas entre el pendiente y los anillos de la mejilla: un ayudante del práctico de puerto, pues.
El hombre apenas había pronunciado dos palabras cuando vio a Solon y dejó la frase en el aire. Solon, todavía con el pecho descubierto como había permanecido durante todo el viaje, no estaba tan moreno como la mayoría de los sethíes pero, a pesar de su bronceado leve y el pelo blanco que crecía para sustituir al moreno, era inconfundiblemente sethí... y no llevaba anillos de clan. El funcionario desenfundó su largo cuchillo en un abrir y cerrar de ojos. En Seth solo había dos grupos que no llevaban anillos.
—¿Cómo te llamas, descastado?
El capitán modainí parecía horrorizado. Nunca había viajado a Seth y desconocía sus costumbres, motivo por el que Solon había escogido su barco.