Read Más Allá de las Sombras Online
Authors: Brent Weeks
Antes de ir al salón del trono, Dorian corrió a su antiguo cuartucho. Saltamontes se negó a abrir la puerta, de modo que tuvo que echarla abajo. Se disculpó enseguida ante las aterrorizadas concubinas, que lo miraron todas como si debieran conocerlo pero no fuera así. El eunuco lo identificó antes y se postró.
—Saltamontes, maldita sea, no tengo tiempo. Ve a los aposentos del rey dios y tráeme las mejores vestiduras que puedas lo más deprisa que puedas. Necesito que vosotras vistáis a Jenine como es debido y después que dos o tres actuéis de ornamentos del trono, pero será peligroso. Solo voluntarias, y solo si podéis estar listas en cinco minutos.
—No quiero separarme de ti —dijo Jenine cuando él se dispuso a partir.
—Si queremos que esto funcione, es necesario —replicó Dorian.
Jenine empezó a protestar, pero luego asintió. Dorian salió corriendo de la habitación.
No se dirigió al salón del trono, sino a los dormitorios de sus hermanos. Había cuerpos por todas partes. Los infantes habían captado al instante lo que significaba la muerte del rey dios. En varios momentos de su búsqueda, Dorian vio a niños más pequeños escondidos bajo una cama o dentro de un armario. Los dejó indemnes. Lo único que buscaba eran amplifiaes y, en varias de las habitaciones, encontró muchos. Los herederos más mayores habían reunido o creado todos los posibles, sabedores de que un día podrían significar la diferencia entre la vida y la muerte. Recogió todos los que pudo cargar y corrió al salón del trono.
Esa estancia en sí había sido el campo de una de las peores batallas. Había veinte infantes y dos vürdmeisters destrozados, tirados entre la mierda y el tufo de la muerte. Dos jóvenes seguían vivos, aunque demasiado heridos para usar el vir. Dorian detuvo sus corazones y ocupó el trono entre la peste a carne y pelo quemados y el olor a cobre de la sangre. Todos los amplifiaes de los que había hecho acopio no le servían de nada. Le quedaba algo de poder, pero moriría si empleaba el necesario para imponerse a la cantidad de vürdmeisters que marchaban hacia el salón del trono en ese preciso instante.
Jenine, Saltamontes y dos de las concubinas jóvenes entraron al trote en la sala, el segundo con la torpeza propia de la criatura a la que debía su nombre.
—Estás arrebatadora —dijo Dorian a Jenine. Llevaba sedas verdes y esmeraldas—. Damas —comunicó a las concubinas—, vuestro valor no será olvidado.
—Han cruzado el puente —informó Saltamontes. Sacó varias de las majestuosas prendas de Garoth, y las mujeres desnudaron a Dorian y lo vistieron tan deprisa como pudieron.
Dorian pensó en los meisters que se dirigían presurosos hacia allí en aquel momento. ¿Avanzarían lo bastante despacio para intentar leer los restos de las batallas que se cruzaran? ¿Qué pensarían de la brecha en el Puentelux? Dorian se pasó por el cuello las pesadas cadenas de oro que indicaban su dignidad.
—Tú, allí. Y tú, más allá —ordenó a las concubinas—. Jenine, en el suelo junto al trono. Siento que no haya silla. Saltamontes, allá junto a la puerta por si te necesito.
Entonces se sentó en el gran trono de ónice y, al apoyar las manos en los sinuosos brazos del asiento, se sintió conectado a la Ciudadela entera, pero sobre todo a su corazón; su corazón vacío en ese momento, que Khali debiera haber ocupado. Dorian dio gracias al Dios de que no estuviera allí. No sabía si habría podido sobrevivir a eso. Sintió que los meisters se aproximaban a las grandes puertas, de modo que, usando el trono que hacía que la Ciudadela fuese como una parte de su cuerpo, las abrió bruscamente de par en par.
Los meisters y vürdmeisters vacilaron. Había centenares de ellos, y asimilaron la carnicería de infantes muertos y la tranquila majestad del ocupante del trono con un solo golpe de vista. Era evidente que la mayoría habían esperado encontrarse a Paerik. Se quedaron boquiabiertos. Otros llegaban preparados, pues habían podido leer el vir para enterarse de su muerte; como de costumbre, no habían compartido la información con sus compañeros, con la esperanza de sacarles ventaja.
—Entrad —ordenó Dorian, amplificando su voz lo bastante para que todos lo oyeran, pero no hasta atronar como haría un aficionado. Los vürdmeisters no se dejarían intimidar por una mera trama, y cargar demasiado las tintas haría que recelasen de él.
Dejó que quienes podían leer la batalla lo hicieran. Después esperó. Les dejó mirar la sala, contemplar a las mujeres, observar la magia y hasta echar un vistazo a Saltamontes. Dejó que lo miraran a él, que quienes lo recordaban se asombraran y murmurasen sobre quién era. Dorian el heredero, vuelto de entre los muertos. Dorian, el rebelde. Dorian el desafiante. Dorian el borrado. Esperó, y eso le hizo recordar cuando su padre lo preparaba para gobernar. Un día paseaban juntos por un trigal.
—¿Cómo mantienes bajo control a una gente tan ambiciosa? —le preguntó Dorian.
Garoth Ursuul no dijo nada. Se limitó a señalar una espiga de trigo que crecía por encima de sus compañeras y le cortó la cabeza.
Los hombres que tenía delante eran los que habían sobrevivido a generaciones de ese proceso. Ninguno habló durante diez segundos, veinte, un minuto. Dorian esperó hasta tener la certeza de que un joven vürdmeister estaba a punto de hablar. Entonces, con su vir, lanzó al hombre un cayado.
Doscientos escudos brotaron al unísono en el salón del trono. El amplifiae chocó contra el del joven brujo y cayó al suelo. Dorian los agració con una mirada condescendiente y poco a poco los meisters bajaron los escudos. El joven que había estado a punto de hablar se precipitó hacia delante y recogió el bastón, con cara de avergonzado. Entonces Dorian arrojó otro amplifiae a la meister de su derecha, que lo atrapó al vuelo. Después lanzó otro y otro hasta haber repartido las docenas que tenía, incluido el suyo.
No había suficientes para todos los meisters, por supuesto, pero sí para dejar claro el mensaje de Dorian. Un rey no armaba a sus enemigos.
Dorian alzó el vir a la superficie de su piel y cubrió no solo sus brazos, sino también el contorno de su cara. Permitió que le atravesara el cuero cabelludo y formase una corona viviente. Le dolió al atravesar su piel y le dolió al reabrir canales de poder que había bloqueado tiempo atrás. Ya volvía a ser poderoso. Poderoso y aterrador.
—Algunos me reconocéis como Dorian, primero de la simiente, primer infante heredero, primer superviviente del adiestramiento, primero en cumplir su uurdthan, primer hijo de Garoth Ursuul.
—Pero Dorian está muerto —protestó uno de los meisters jóvenes, desde el fondo de la sala.
—Sí, muerto —dijo Dorian—. Habéis leído las crónicas. Dorian lleva muerto estos doce años. Como ahora Paerik está muerto. Y Draef está muerto. Y Tavi. Y Jurik. Y Rivik. Y Duron, Hesdel, Roqwin, Porrik, Gvessie, Wheriss, Julamon y Vic. Muertos, todos los que pusieron en entredicho mi determinación. De modo que ahora a cada uno de vosotros se le plantea una disyuntiva. ¿Pondréis en entredicho mi determinación e intentaréis tomar este trono, o reuniréis a mis enemigos y los traeréis ante mí?
La cara de Dorian era perfectamente impasible. Tenía que serlo. Si se veía obligado a luchar por su vida, no le quedaba nada de Talento ni nada de vir. El trono tenía varios poderes interesantes, pero no los suficientes para destruir a doscientos meisters.
Se preguntó de repente si alguno de ellos se daba cuenta de su fragilidad. No haría falta ni siquiera un ataque para destruir a Dorian. Bastaría una única burla.
Sin embargo, aquellos eran unos hombres adoctrinados para no burlarse de la autoridad, por mucho que la despreciaran. El momento se prolongó hasta extremos insoportables, y entonces un joven se arrodilló ante su rey dios. Después, otro. Luego fue una carrera para no ser el último.
Esto, por lo menos, te lo debo, padre; hombre cruel, brutal y asombroso. Te llamaron dios y tú hiciste que lo creyeran.
El nuevo rey dios fingió no sorprenderse. Empezó a impartir órdenes, y ellos le obedecieron, corriendo para garantizar la seguridad de las concubinas, corriendo para capturar a los infantes que quedasen vivos, corriendo para ocuparse de los ejércitos, para convocar a los dirigentes de la ciudad y los cabecillas de las tierras altas y bajas, para reunir a los meisters que se habían escondido durante los combates.
—¿Qué he hecho? —preguntó Dorian a Jenine en voz baja cuando estuvo todo encarrilado.
Ella no respondió. Todavía quedaban hombres y meisters en el salón del trono. Tendría que haber sido una sensación agradable asumir tanto poder, el suficiente para cambiar todo lo que odiaba de su patria. En lugar de eso, se sentía atrapado.
—Santidad —dijo el joven vürdmeister pelirrojo que había sido el más cercano a plantarle cara—. Si... si Dorian está muerto, santidad, ¿cómo podemos llamaros?
Rey dios Dorian era imposible, por supuesto. No solo porque su padre lo había querido muerto. Dorian no deseaba que Solon, Feir o cualquier otro mago se enterase nunca de aquello. Más valía que lo dieran por muerto.
Parece que tenía que arrastrarme por la mierda de una manera u otra, ¿eh, Dios?
Pero el Dios no respondió. El Dios estaba lejos, y los desafíos de Dorian estaban allí delante, inmediatos y mortíferos.
—Soy... el rey dios Langor. —Langor era una palabra arcaica que significaba abatimiento.
Cuando miró a Jenine, la vio asustada pero decidida. Le apretó la mano.
Ella vale la pena. Saldremos de esta. De alguna manera.
Mientras Vi descendía desde el paso por la tarde, los copos se convirtieron en aguanieve y finalmente en lluvia. Los bosques dieron paso a las granjas, aunque no se cruzó con nadie en el camino. Cualquiera con dos dedos de frente estaba bajo techo. Dobló un recodo y se encontró mirando de lleno a la hermana Ariel, sentada a lomos de una yegua con la elegancia de un saco de patatas. A diferencia de Vi, que estaba calada hasta los huesos, la mala puta ni siquiera se había mojado. Unos centímetros por encima de su piel y su ropa, la lluvia se desviaba formando riachuelos sobre un caparazón invisible y caía al suelo. La maga sonreía beatíficamente.
—Hola, Vi. Me alegro de verte viva. Esta mañana he recibido un mensaje muy extraño que me decía que te esperase.
—¿De Dehvi? —preguntó Vi.
—¿Quién?
—Dehviranosequé Bruhmaezinosecuántos —respondió Vi.
—¿Dehvirahaman ko Bruhmaeziwakazari? —preguntó la hermana Ariel, emulando a la perfección tanto la cadencia como el tono. ¡Zorra!
—Eso mismo.
La hermana Ariel sonrió con suficiencia.
—Eres una joven muy impresionante, Vi, pero el Fantasma de las Estepas, si no es solo una leyenda, lleva muerto doscientos años. Alguien te ha tomado el pelo.
—¿Quién dices? —preguntó Vi.
—¿Qué haces aquí, Vi? —inquirió la hermana Ariel—. Sin mentiras. Por favor.
Al instante, Vi volvió a sentirse atrapada entre la ira y las lágrimas, descontrolada. Nunca se había sentido así. Desde que había asesinado a Jarl, estaba hecha un lío. Anillar a Kylar solo había empeorado las cosas. Hasta lo que tendría que haber sido bueno, como enterarse de que Hu estaba muerto y ayudar a matar al hombre que se proclamaba su padre, el rey dios Garoth Ursuul, no había logrado sino trastornarla más.
—He venido para convertirme en ti, mala pécora. Para manipular en vez de que me manipulen. Para ser la mejor. —Se tiró del pendiente—. Y para quitarme esta puta mierda.
El semblante de la hermana Ariel se quedó estático, y sus labios perdieron todo el color.
—Por tu propio bien, te recomendaría encarecidamente que aduzcas otras razones cuando la guardiana de la puerta te interrogue. De hecho, ¿qué te parece si cierras la boca y yo finjo que eres una joven normal que quiere unirse a nuestra hermandad?
Costó mucho tiempo que la rabia de Vi amainase lo suficiente para que asintiera.
Cabalgaron juntas bajo la lluvia y al cabo de poco la ciudad surgió de debajo de la nube baja.
—Se llama Ciudad del Lago —anunció la hermana Ariel—, por motivos obvios.
La ciudad y la Capilla ocupaban la confluencia de dos ríos, que formaban un pantano por encima del lago Vestacchi. Todos los edificios de la ciudad y la Capilla se erguían sobre islas del embalse, la más cercana de las cuales se encontraba a cincuenta pasos de la orilla. Unos puentes en arco comunicaban todas las islas con sus vecinas y varias de ellas con la ribera, pero no había calles como tales. En lugar de eso, unas bateas bajas y planas recorrían los canales. Algunas estaban cubiertas para resguardarlas de la lluvia, otras desguarnecidas. Tanto unas bateas como las otras se movían mucho más deprisa de lo que deberían.
Vi y Ariel entraron por la parte de Ciudad del Lago que había crecido en las orillas, alrededor de los puentes, pero todos los mercaderes parecían haberse cobijado en sus casas de adobe y cañas, con sus chimeneas o respiraderos humeantes.
—En virtud de una antigua magia que todavía no podemos duplicar, las islas flotan realmente —explicó la hermana Ariel—. La presa entera puede abrirse para desaguar las islas al lago en tiempos de guerra. Por supuesto, hace siglos que no tenemos que hacerlo. Y es una suerte, porque entiendo que remolcar todas las islas de vuelta aquí arriba es un trabajazo.
—Es precioso —dijo Vi, olvidando su enfado—. Qué limpia está el agua.
—Esta ciudad se construyó en una época en que la magia se usaba para beneficiar a los granjeros y pescadores. En todas las ciudades había arroyos especiales que quitaban las manchas de la ropa. Había arados que, tirados por un solo buey, podían labrar seis surcos en una sola pasada. Había baños públicos gratuitos con agua tan fría o caliente como se deseara. Encantamientos que impedían que la carne se pusiera mala. La gente entendía la magia como una herramienta, no solo como un arma. En Ciudad del Lago, se supone que hay que vaciar la basura y los orinales en estas cañerías que, ¿ves que no huelen?, llevan directamente a la presa. Por supuesto, nunca puede conseguirse que todo el mundo obedezca una ley por sensata que sea, como no tirar basura en el agua que bebes, de modo que el propio lago tiene conjuros que lo purifican.
La hermana Ariel la llevó hasta una batea blanca situada en la punta de un embarcadero. Un mozo salió corriendo bajo la lluvia para llevarse sus caballos y Vi cogió sus bolsas y se metió en el bote. Le consoló un poco el evidente terror que le inspiraba a la hermana Ariel la posibilidad de que la batea volcase. En cuanto estuvieron acomodadas en los asientos bajos y mojados, el bote empezó a moverse solo.