Read Más Allá de las Sombras Online
Authors: Brent Weeks
Vi se agarró a la borda hasta que se le pusieron los nudillos blancos.
La hermana Ariel sonrió.
—Esta magia, en cambio —dijo—, sí la podemos llevar a cabo. Lo único es que es demasiado follón, hoy en día.
Surcaron a toda velocidad las amplias calles acuáticas, por las que la pequeña batea giraba a su antojo.
—Hay corrientes que cambian cuando se gira el reloj. Si sabes lo que te haces, puedes llegar de una punta a otra de la ciudad siguiendo la corriente todo el rato.
Al cabo de unos minutos, salieron a una abertura enorme sin otra isla que la más grande de todas.
—Contempla la Dama Blanca. La Serafín de Alabastro. La Capilla. La Serafín de Nerev. Y en adelante, para ti, Vi, tu hogar.
La Capilla antes ya parecía grande, pero solo en ese momento, al acercarse, se ponía de manifiesto lo gigantesca que era. El edificio entero estaba labrado a imagen y semejanza de una mujer alada y angelical. Era demasiado sólida para ser en verdad de alabastro, y de una blancura demasiado perfecta para ser de mármol. La piedra resplandecía, aun a la tenue luz de aquel día encapotado. Vi imaginó que resultaría cegadora cuando hubiera sol. Cuando se acercaron más, lo que a cierta distancia había tomado por erosión o descascarillados fruto de la antigüedad en la superficie de la estatua-edificio se reveló como las ventanas y terrazas de sus innumerables habitaciones, cada una de ellas casi invisible porque la piedra que las rodeaba era del mismo blanco deslumbrante.
La Serafín tenía las alas medio desplegadas, y llevaba una espada con la punta hacia abajo en la mano izquierda y una expresión serena en el rostro. Cuando la batea costeó hacia la parte de atrás de la isla, Vi vio que la mano derecha sostenía una balanza a la espalda, con una pluma en un platillo y un corazón en el otro.
Cientos de embarcaderos llenaban aquella parte de la isla y, a pesar de la lluvia, docenas de botes cargaban y descargaban todo tipo de artículos y personas. La batea blanca que las había llevado puso rumbo directo al conjunto de muelles más cercano, pasando por debajo de un arco de glicinias vivas que, imposiblemente, todavía estaban en flor con su exuberante violeta. El bote se detuvo, y dos hermanas con vestiduras negras les dieron la bienvenida.
—Vi, ve con ellas —dijo la hermana Ariel. Hizo una pausa, y luego añadió—: Ninguna amenaza que hagan será ociosa. Han pasado años desde que alguien murió durante la iniciación, pero es posible. Que cualquier dios en el que creas te acompañe. Y si no crees en ninguno, buena suerte.
Lo peor no era que el último dios que Vi quería a su lado en ese momento fuese Nysos, al que había ofrecido su cuerpo y alma y la sangre de tantos inocentes. Lo peor era que los buenos deseos de la hermana Ariel sonaban del todo sinceros.
El primer paso era colarse en la ciudad. Kylar sabía que tenía que haber docenas de rutas para contrabando, pero esa no era la clase de información que los contrabandistas divulgaban en las fiestas del Sa’kagé. Sí sabía lo que estaba buscando, sin embargo. Estaría escondido a unos pocos cientos de pasos de las murallas, y saldría a algún punto rocoso para no dejar huellas o surcos de carro; además, no quedaría muy lejos de una de las carreteras principales.
En los montes bajos que rodeaban la ciudad, un mes atrás todos los caminos habían estado jalonados de edificios: tabernas, granjas, posadas y cualquiera de los innumerables establecimientos que cubrían las necesidades de los viajeros que no tenían dinero para procurarse alojamiento o servicios en la ciudad. Todos esos edificios habían desaparecido.
Los ceuríes se lo habían llevado todo. Habían desmantelado todas las edificaciones y acarreado los materiales a su campamento. Kylar solo podía imaginar el frenesí que debía de haberse apoderado del Sa’kagé al intentar decidir qué túneles hundir y cuáles rescatar con la esperanza de conservar una salida particular de la ciudad si todo lo demás fallaba.
Atravesó poco a poco el campamento ceurí, saltando de sombra en sombra. Había trocado la invisibilidad por un negro borroso, confiando en que resultase más difícil de ver que las extrañas distorsiones del aguanieve golpeando algo que no estaba allí.
Sus ojos deberían haberle proporcionado una clara ventaja en la búsqueda de una entrada para contrabandistas. Al final encontró una roca grande y baja situada a pocos metros de la carretera principal y con árboles a ambos lados. Era perfecta. Si la roca se abría sobre un eje, los contrabandistas podían sacar su carro al camino sin que nadie los viera y sin dejar huellas. Limpió de aguanieve la roca y vio reveladoras rozaduras causadas por las ruedas de carro reforzadas con hierro al arrastrarse contra la piedra. La había encontrado.
Diez minutos más tarde, aún no había hecho ningún progreso. Cada dos minutos tenía que esconderse cuando un centinela hacía su ronda, y cada cinco un soldado diferente reforzaba la vigilancia desde el lado contrario. Con todo, Kylar no podía culpar a las interrupciones. La cuestión era que no encontraba el mecanismo que abría la puerta. Quizá fuese el aguanieve, que le entumecía los dedos de frío. O quizá simplemente no se le daba tan bien como creía.
Inmortal, no invencible. ¿Por qué tenía que estar Durzo siempre en lo cierto? Bien pensado, ¿dónde demonios está Durzo?
El pensamiento afectó a Kylar de un modo más profundo de lo que se esperaba. Había vivido durante meses creyendo que su maestro estaba muerto. En todos esos meses, Durzo no se había molestado en ir a ver a Kylar. Se había creído el mejor amigo de su maestro. Ni siquiera cuando Aristarco ban Ebron le había informado de todos los héroes que su maestro había sido, Kylar había dejado de creer que su relación con Durzo era especial. En cierto sentido, descubrir cuántos grandes hombres había sido su maestro le hacía sentirse más orgulloso de sí mismo. Sin embargo, el tiempo había seguido su curso, y al parecer Durzo había hecho lo mismo. Cualquiera que fuese la fugaz importancia que Kylar había tenido en los siete siglos de vida de aquel hombre, había terminado.
Se sentó en la roca. El aguanieve le empapó la ropa interior en cuestión de segundos. Le hizo sentirse peor si cabe.
—No me digas que vas a ponerte a llorar.
¿Te importa?
—Despiértame cuando hayas acabado con la autocompasión, ¿vale?
Maldito seas, hablas igual que Durzo.
—Qué raro, pasar día y noche con el tipo durante siete siglos y que algo suyo se me pegue. Tú solo estuviste diez años con él, y mira cuánto te le pareces.
Eso pilló a Kylar desprevenido.
Yo no soy como él.
—No, solo estás aquí fuera intentando salvar el mundo tú solito, una vez más, por casualidad.
¿Hacía este tipo de cosas muy a menudo?
—¿Has oído hablar alguna vez de la Regresión Milesia? ¿La Muerte de los Seis Reyes? ¿El Levantamiento Vendaziano? ¿La Huida de los Gemelos Grasq?
Kylar titubeó.
Hum, la verdad es que... no.
El ka’kari suspiró. Kylar se preguntó cómo lo conseguía.
—Soy un idiota —dijo Kylar. Se puso en pie. Tenía el trasero entumecido.
—¡Una epifanía! Ya iba siendo hora. También es verdad que ya me conformo con poco.
Kylar caminó hacia la muralla. Los últimos centenares de pasos estaban vacíos de soldados ceuríes: ninguno de ellos era lo bastante insensato para ponerse a tiro de flecha. El único punto en el que los ceuríes se habían acercado más era a lo largo de las orillas del Plith, adonde estaban desplazando grandes cantidades de rocas para llenar una parte del río. A lo largo de toda la orilla y el acceso a ella habían construido un pasadizo para proteger de las flechas a los trabajadores. Los brujos habían protegido todos los accesos a la ciudad salvo el río. Kylar supuso que habían pensado que un par de meisters plantados en cada ribera podrían impedir que cualquier embarcación o nadador lograra superar el estrecho pasaje. Los cenarianos no tenían ese lujo. Por allí atacaría Garuwashi. En cuanto hubiese llenado lo suficiente una ribera, podría empezar a montar incursiones de infantería ligera.
Si los sa’ceurai entraban y luchaban cara a cara contra los soldados de Cenaria, Kylar no tenía dudas sobre quién dejaría el montón de cadáveres más grande al final de la jornada.
Caminó hasta la muralla. Las grandes piedras estaban reforzadas mediante conjuros, y encajaban mejor con sus vecinas de lo que el peso y el mortero podían lograr. Kylar sacó el ka’kari a sus manos y pies.
—Debería hacerte nadar.
Kylar sonrió y sintió que la piedra cedía a los dedos de sus manos y pies. Empezó a escalar.
Cualquier esperanza de que Terah de Graesin no fuese a cometer ninguna estupidez murió al llegar a la cima de la muralla. A cuatro horas del amanecer, ya había hombres preparándose para atacar a los sa’ceurai. La mayoría de los soldados dormían aún, y los caballos seguían en sus cuadras, pero ante la puerta sur se había despejado un espacio enorme. Habían plantado banderas para que los regimientos pudiesen encontrar sus posiciones con la primera luz de la mañana, y había escuderos corriendo de un lado a otro para asegurarse de que armas y armaduras estuviesen en perfecto estado. A juzgar por el tamaño del área despejada, Kylar supuso que la reina estaba preparando para el amanecer un ataque con todo lo que tenía, en el que empeñaría unos quince mil hombres.
Entrecerró los ojos para observar las banderas y hacer cálculos. Nunca habría pensado que Terah tuviese tantos hombres.
Encontró la respuesta en los estandartes más cercanos a la puerta. Más de una bandera presentaba un conejo. La reina había reclutado a los conejos... ¿y había situado a unos campesinos sin ninguna instrucción como punta de lanza del ataque contra los sa’ceurai mejor adiestrados del mundo? Genial. Una cosa era lanzar tus campesinos contra los campesinos del otro bando si disponías de espacio para flanquear con la caballería o algo parecido, pero, cuando los cenarianos saliesen en tropel por la puerta, los sa’ceurai de Garuwashi les barrarían el paso de inmediato. La batalla quedaría confinada a un frente: los campesinos se descubrirían solos, cayendo como moscas, incapaces de avanzar por culpa de los sa’ceurai y de retroceder a causa del resto del ejército que intentaba salir por la puerta sur.
Probablemente solo tardarían unos minutos en sucumbir al pánico, y entonces la única duda sería cuántos eran masacrados antes de que Luc de Graesin cancelara el ataque y cerrase las puertas para que los sa’ceurai no entraran en la ciudad.
Kylar se dejó caer al gran patio y robó un gambesón de una pila, amén de calzas y túnica. Al cabo de un minuto, salió de detrás de una fragua mientras un chico pasaba a toda velocidad con una carreta llena de espadas y lanzas baratas.
—¿De modo que a los conejos les toca encabezar el ataque? ¿Darles duro al amanecer? —dijo Kylar, señalando los estandartes de batalla—. ¿A qué ha venido eso?
Al crío se le iluminaron las facciones.
—Nos ofrecimos voluntarios.
—Conozco a un hombre que se ofreció voluntario para esnifar salsa de pimienta guri. No por eso fue buena idea.
—¿Qué insinúas? —preguntó el chico, ofendido.
—¿Por qué les deja la reina ir a la cabeza?
—No es la reina. Es su hermano Luc. Ahora es general supremo.
—¿Y?
El chico frunció el ceño.
—Dijo que las, hum, las bajas serían mayores entre los primeros en salir. Ya sabes, hasta que liquidásemos a sus arqueros. Los conejos no tenemos miedo a nada.
De manera que el nuevo general supremo se las ingenia para sacrificar a sus ciudadanos más valientes y garantizar una derrota aplastante, de un plumazo. Brillante.
—¿Te importa? Tengo trabajo pendiente —dijo el chico.
Kylar robó un caballo. No tenía tiempo de caminar hasta el castillo. Cuando montó, se le acercó un mozo de cuadra.
—Oye, ¿quién eres? Ese caballo pertenece a...
Kylar cubrió su cara con la máscara del juicio en un instante y volvió la cabeza hacia el hombre, enseñando los dientes y con llamas azules en los ojos y la boca.
El mozo saltó hacia atrás, tropezó y cayó en un abrevadero con un grito.
Kylar cabalgó tan deprisa como pudo. Dejó el caballo y la ropa robada antes de llegar al Puente Real de Oriente y se volvió invisible. Hizo el resto del camino corriendo, entre centinelas que se echaban a mirar de un lado a otro para localizar aquel ruido de pasos raudos. En vez de tomar los serpenteantes e ilógicos corredores del castillo, escaló sus muros. Al cabo de unos minutos, se dejó caer en el balcón de la reina, al que todavía faltaban partes de la barandilla de cuando Kylar había soltado el cadáver de Mags Drake. Miró adentro.
La reina no estaba sola.
—Antes de que te enviara por la hermana Jessie, dijiste que habías estado estudiando algo durante dos años —dijo Istariel Wyant, rectora de la Capilla. Estaban en su despacho, en lo alto de la Serafín, compartiendo ootai y estrategia—. ¿Qué era?
—Los ka’karifer —respondió Ariel.
—¿Los qué? Mi hirílico ya no es lo que era.
Una expresión dubitativa asomó a las facciones de Ariel.
—Tu hirílico nunca fue lo que era. Si mal no recuerdo, tus notas en todas las clases de lenguas...
—Responde a la pregunta, Ariel —la atajó Istariel, con más ímpetu del que pretendía.
Quizá solo una docena de hermanas en la Capilla debían de recordar sus pobres resultados en unas pocas de sus clases, y ninguna de ellas osaría corregir a la rectora. Ninguna excepto Ariel, que no la corregía porque creyera que ser su hermana le daba derecho: Ariel corregía a cualquiera.
—Los portadores de las piedras de piedras —respondió Ariel—. En términos coloquiales eso hubiese significado piedras del máximo poder. Los portadores originales fueron los Campeones de la Luz de Jorsin: Trace Arvagulania... una mujer fascinante, creo que te habría caído bien. Era una de las mentes más preclaras de una época famosa por sus ilustres pensadores. Es probable que no haya tenido parangón ni hasta el día de hoy, aunque sé que Rosserti sostiene que el Período Miloviano es igual de importante; personalmente encuentro poco fundadas sus opiniones acerca de la sucesión alitaerana: creo que hubo rupturas completas con las tradiciones milesias durante el Interregno. Pero estoy divagando. Trace, aquella mujer brillante pero fea hasta extremos grotescos (según algunas crónicas la mujer más fea de su época, aunque creo que esas leyendas tienen tanto de exageración como la mayoría de las demás), recibió una piedra que le otorgaba toda la belleza. Los poetas ni siquiera se ponían de acuerdo sobre qué aspecto tenía. Creo, en conformidad con el estudio Sententia de Hrambower (malditos sean todos los estudiosos lodricarios y su sintaxis atropellada, pero qué se le va a hacer), que la confusión se debía a que el poder del ka’kari no era alterar la apariencia de Trace, sino modificar las percepciones que de ella tenían quienes la miraban, convirtiéndola en cada caso en lo que resultase más atractivo para ellos. ¡Imagina la fortuna que podría haber ganado Ezra con la cosmética!