Más Allá de las Sombras (19 page)

Respiró hondo una vez más y luego se sentó en la silla pegada a la cama de Vi y esperó a que despertase.

Desde la escalera, mirando por una rendija de la puerta, la hermana Ariel respiró por primera vez en lo que le habían parecido muchos minutos. Retiró su Talento y cerró la puerta en silencio. Otra jugada de riesgo, otra victoria. Esperaba que no se le acabase la suerte en mucho tiempo.

Capítulo 25

Después de una espera de dos horas con el nervioso práctico de puerto, el mikaidon acudió a recoger a Solon. El mikaidon era el responsable del orden civil en Hokkai, un cargo que no solo lo ponía al mando de la aplicación de la ley, sino que además le confería una nada desdeñable influencia política, puesto que era la única persona que podía investigar y registrar las personas y propiedades de la nobleza. Solon lo reconoció.

—Oshobi —dijo—. Te ha ido bien en la vida.

Oshobi Takeda gruñó.

—O sea que eres tú.

Llevaba las prendas de su cargo como armadura, no como ornamento. Tendría unos treinta años, y era musculoso e imponente. Llevaba abierto su yelmo con cimera, por supuesto, para mostrar los anillos de electro del clan Takeda que enmarcaban su ojo derecho y las seis cadenas de acero que los conectaban por detrás de la nuca a su oreja izquierda. Los peces de su yelmo eran dorados, como lo era su galerus, el brazal de cuero y placa metálica que le cubría el brazo izquierdo. Su tridente era tan alto como él. El tipo de red que colgaba de su espalda, enganchada como una capa a los pinchos de sus hombreras, solía llevar plomos en los bordes para que se extendiera mejor al lanzarla. La red de Oshobi estaba lastrada con pequeñas dagas. Un guerrero hábil podría usarla no solo como red, sino también como escudo o incluso a modo de mayal. Dadas las numerosas cicatrices y los tensos músculos de su pecho, Solon supuso que un guerrero hábil era exactamente en lo que Oshobi Takeda se había convertido. Había llegado a ser digno de su nombre. Oshobi significaba
gran gato
, o tigre, pero Solon recordaba que los niños mayores le llamaban Oshibi,
minino
. Solon no podía imaginarse a nadie llamándole así ahora.

—Solicito el honor de una audiencia con la emperatriz Wariyamo —dijo Solon. Era una declaración calculada, que no mentaba su propio estatus y reconocía el de ella.

—Estás bajo arresto —le comunicó Oshobi. En un abrir y cerrar de ojos, desenganchó la red de los pinchos de sus hombros. Parecía deseoso de una excusa para usarla.

El tipo era un cretino. Solon era mago y Oshobi debería recordarlo. Por supuesto, no tenía aspecto de mago. Tras su década al servicio del duque Regnus de Gyre, él también parecía tan duro y curtido como un guerrero, por bien que uno al que le crecía un pelo antinaturalmente blanco.

—¿De qué se me acusa? Tengo ciertos derechos, mikaidon. Si no como príncipe —se rozó la mejilla sin perforar—, por lo menos sí como noble. —Se le cayó el alma a los pies. O sea que Kaede estaba furiosa. ¿Debería sorprenderle?

—Tu hermano acabó con todos los derechos de los Tofusin. O vas caminando o te llevo a rastras.

¿Qué hizo mi hermano?
Solon había estado en diversas escuelas aprendiendo magia durante el reinado entero de su hermano, y las profecías de Dorian lo habían mandado a Cenaria coincidiendo con la muerte de Sijuron Tofusin. No habían tenido una relación estrecha; Sij le sacaba casi una década, pero los recuerdos que Solon tenía de él eran agradables. Al parecer, los de Oshobi no lo eran.

—No me lo pones nada fácil, Oshobi —dijo.

El mikaidon hizo el ademán de atacar la cabeza de Solon con la contera de su tridente. Solon cazó el asta al vuelo con la mano y miró a Oshobi con desprecio.

—Caminaré —dijo.

El corazón se le estaba volviendo de plomo. Durante el reinado de Sijuron, Solon había recorrido Midcyru de un lado a otro con Dorian y Feir, buscando a Curoch, de modo que no le había sorprendido no saber gran cosa de casa. Después, cuando había ocultado su identidad y se había dirigido a Cenaria al servicio de una de las profecías de Dorian, no había informado de su destino a nadie de su antiguo hogar. Sin embargo, ahora, el silencio le parecía ominoso. Además, en los años transcurridos desde entonces, no había podido subsanar su ignorancia. Por la necesidad de mantener en secreto su identidad, Solon había evitado a todos los sethíes con los que se cruzaba, y aquellos que reparaban en él notaban la ausencia de anillos de clan y lo rehuían por exiliado. Sin embargo, hasta las habituales noticias que se le oyen a algún extranjero habían escaseado, como si los sethíes no hubiesen querido compartir nada con la gente de fuera.

Aun así, mientras avanzaban hacia el castillo, Solon se empapó de los aromas y las imágenes de su antiguo hogar, y parte de su tensión se alivió. Aquella tierra era un bálsamo para él. Había olvidado lo mucho que había echado de menos las colinas rojas de Agrigolay. A medida que el recio carro de cuatro ruedas del mikaidon rodaba por el camino adoquinado que conducía al palacio imperial, los ojos de Solon fueron a parar al oeste. Como en la mayoría de las ciudades, la ruta al palacio estaba abarrotada de edificios, viviendas y tiendas tan apiñadas como era posible. Sin embargo, en Seth, solo el lado oriental de la Calzada Imperial tenía edificios. El lado oeste lo ocupaban centenarios viñedos que se extendían por las colinas en perfectas hileras hasta donde alcanzaba la vista. Las uvas colgaban de las vides en pesados racimos, y había hombres comprobando su madurez. La vendimia estaba al caer.

La mayoría de los reinos exigían que sus señores ofrecieran cierta cantidad de hombres para la guerra todos los veranos. En Seth, las levas eran necesarias en otoño, para las uvas. Solon vio que ya habían apilado las enormes y anchas comportas en los extremos de cada hilera. No había necesidad de muros que protegiesen los viñedos. Los vinos de Seth eran su orgullo y su vida. Ningún ciudadano sethí haría daño a las vides, ni toleraría que se lo hiciera un extranjero, y el robo de esquejes de esas cepas había precipitado una guerra entre Seth y Ladesh. La pérdida de media docena de buques se había considerado un precio pequeño cuando lograron hundir al mercante ladeshiano que transportaba los tallos de vuelta a su país con la intención de plantar unos viñedos que les hicieran la competencia, amén de su escolta. Ladesh tenía su monopolio sedero, pero cualquiera que quisiera un buen vino se lo compraba a Seth.

Para Solon, como para la mayoría de los sethíes, los viñedos eran ricos no solo en belleza sino también en significado. El ciclo de plantar, injertar, podar, nutrir y esperar estaba preñado de significado para todos los ciudadanos.

Superaron el último promontorio y Solon vio el castillo del Risco Blanco por primera vez en doce años. Era de mármol blanco, testimonio de la inmensa riqueza que el imperio había amasado en su apogeo: en las islas no había canteras de mármol blanco, y transportarlo en barco cruzando el océano fue tan caro que cada vez que Solon veía el castillo sentía pasmo y casi vergüenza por sus derrochadores antepasados. Anejos, fraguas, barracones, viviendas de criados, establos, perreras, graneros y almacenes circundaban la colina pared con pared, pegados a las murallas de granito, pero la cima del monte la ocupaba en exclusiva el castillo. Unos escalones lo bastante anchos para los caballos ascendían el primer nivel hasta desembocar en el vestíbulo exterior, que tenía techo pero no paredes, por lo que estaba extrañamente expuesto a los elementos. Unos enormes pilares estriados de mármol sostenían una majestuosa techumbre de mármol, ónice y vitral.

En la base de los escalones, Oshobi detuvo su tiro de caballos.

—¿Lo harás a las buenas o a las malas? —preguntó.

—He venido a resolver problemas, no a causarlos —contestó Solon.

—Demasiado tarde para eso —observó Oshobi—. Tienes una habitación en el primer piso.

Solon asintió. A un noble que estuviera de visita lo alojarían en la segunda planta, y a él debería haberle correspondido la tercera, pero era mejor que el calabozo y concedería a Kaede tiempo para decidir qué hacía con él.

Subieron juntos por la escalinata, sin atraer demasiadas miradas. Saltaba a la vista que Oshobi era una estampa habitual, y Solon llevaba ropa cenariana, no sethí, de modo que, a cierta distancia, supuso que la falta de anillos pasaba inadvertida. Además, era casi la época de la vendimia, y todo el mundo andaba demasiado ocupado.

Los vigilacielos habían ayudado en la construcción del vestíbulo exterior, de modo que los paneles de mosaicos de vitral cambiaban de acuerdo con la estación. En ese momento, el sol iluminaba todo el espacio con el violeta de las escenas de vendimia y pisaúvas, de mujeres bailando en cubas con las faldas alzadas por encima de los tobillos algo más de lo que era estrictamente necesario y de hombres aplaudiendo y animándolas. En otros paneles había escenas de guerra, de navegación, de pesca, de grandes bailes y festivales en honor a Nysos. Algunos brillaban más que los otros, lo que recordó a Solon una rara granizada que, siendo él pequeño, había roto docenas de paneles. Se acordaba de su padre maldiciendo a sus ancestros. ¿A quién se le ocurría usar cristal para un techo? Por supuesto, no hubo más remedio que reemplazar los paneles rotos, aunque el precio fue exorbitante. No se podía tener la entrada principal hecha un desastre.

Oshobi y Solon cruzaron las grandes puertas de roble negro que daban acceso al vestíbulo interior. Allí, dos escalinatas blancas enmarcaban la habitación por ambos lados, mientras que una gran alfombra púrpura se adentraba en el palacio y las paredes estaban jalonadas por estatuas de oro y de mármol. Cuando pasaron de largo de la escalinata y se dirigieron a una puerta lateral, uno de los hombres más menudos y ancianos que Solon había visto en su vida salió al paso de Oshobi. El hombre se detuvo antes de decir nada, no obstante, y miró patidifuso a Solon. Era el viejo chambelán de los Wariyamo, un esclavo que había optado por quedarse con la familia para siempre en lugar de aceptar su libertad al séptimo año, y obviamente reconocía a Solon. Al cabo de un momento, se recuperó y susurró a Oshobi, que sin tardanza cambió de dirección e indicó a Solon que lo siguiera al gran salón.

Recorrieron la alfombra púrpura hasta una estancia decorada con motivos geométricos y estrellas ornamentales, todos diseñados con espadas y lanzas. Era otro ostentoso despilfarro pensado para transmitir un mensaje a los emisarios que visitaran el palacio: tenemos tanto armamento que lo usamos para decorar. Era, en opinión de Solon, un derroche más razonable que el vitral. El gran salón estaba vacío a excepción de los guardias de la puerta del fondo, y ambos eran demasiado jóvenes para reconocerlo. Abrieron las puertas que daban al patio interior con presteza, para que Oshobi no tuviera ni que aflojar el paso. El mikaidon guió a Solon alrededor del gran trono desde el que habían gobernado su padre y su hermano y se dirigió al patio interior.

Las puertas se abrían al pie de una escalinata, sostenida por leones. Subieron veintiún peldaños, y Solon sintió un nudo en la garganta. Entonces la vio.

Kaede Wariyamo tenía el pelo negro y una piel aceitunada perfecta. Sus ojos eran de un marrón intenso, su nariz majestuosa, su boca ancha y carnosa y su cuello esbelto. Como correspondía ante la proximidad de la vendimia, llevaba el pelo recogido en una sencilla cola de caballo y su nagika era de algodón liso. La nagika era un vestido cuya tela se pasaba por encima de un hombro, se recogía en la cadera opuesta y después caía al suelo formando un faldón; cubría por completo los tobillos y dejaba un pecho a la vista. No era, como Solon había explicado a los midcyreños en numerosas ocasiones, que los hombres sethíes no encontrasen los pechos agradables o intrínsecamente femeninos. Sencillamente no eran eróticos de la misma manera. En Seth, un hombre comentaba los pechos de una mujer como un midcyreño hablaba de los ojos de otra. Sin embargo, después de diez años en el continente, a Solon se le aceleró el pulso al ver tan destapada a la mujer que amaba y que en un tiempo lo amó. Kaede tenía ya veintiocho años, y casi todo rastro de la chica inocente que él conocía había desaparecido de su cara. La inteligencia había ocupado un lugar más destacado, y un acero que antaño yacía muy enterrado asomaba ahora cerca de la superficie. Los agujeros de los anillos de su clan en la mejilla derecha se habían cerrado hacía tiempo, pero quedaban los hoyuelos que demostraban al mundo que no había nacido emperatriz.

Solon la encontró más guapa que nunca. Recordó el día en que había partido para educarse con los magos. Había besado ese cuello esbelto, había acariciado esos pechos. Todavía recordaba el olor de su pelo. Había sido en aquella misma habitación, donde habían creído que nadie los encontraría. Solon se había preguntado a menudo cuándo le hubiese hecho ella parar, o si le hubiese hecho parar. Pero nunca lo descubrieron. La madre de Kaede, Daune Wariyamo, los había sorprendido y reprendido, cubriéndolos de tales insultos que, si Solon hubiese sido un poco mayor, la habría echado del palacio. Tampoco había escatimado la mala baba con su hija. En aquello, Solon había fallado a Kaede. Había dejado que su vergüenza le impidiese proteger a su amada, que era incluso más joven y vulnerable. Era solo la primera de las muchas cosas que lamentaba en relación con ella.

—Oh, Kaede —dijo—, tu belleza haría avergonzarse a las mismas estrellas. ¿Por qué no me escribiste nunca?

La repentina blandura de los ojos de Kaede se endureció. Le dio un bofetón, con fuerza.

—¡Guardias! Llevaos a este bastardo al calabozo.

Capítulo 26

Se estaban congregando hombres en el gran patio situado tras la puerta sur de la ciudad cuando Kylar llegó. Los mensajeros de la reina que cancelarían el ataque aún tardarían minutos enteros en llegar. Kylar estaba casi seguro de que lo harían. Sin embargo, Durzo le había enseñado que, cuando se trata con seres humanos, nunca hay que contar con la lógica o la coherencia. En cualquier caso, su trabajo no estaba terminado.

Los sa’ceurai todavía dormían. Kylar no cometió el error de pensar que eso significaba que el ataque de esa mañana los pillaría desprevenidos. Sencillamente, podían dormir y aun así masacrar a los cenarianos sin saltarse el desayuno.

El aguanieve había amainado, de modo que Kylar pudo llegar a la tienda de Lantano Garuwashi sin entretenerse demasiado. El adalid dormía sobre una sencilla estera a un lado del habitáculo.

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