Read Más Allá de las Sombras Online
Authors: Brent Weeks
Kylar solo podía aceptar su orden y todas las que la siguieran en adelante, o rechazar una y las otras para siempre. Una parte de él ansiaba obedecer. Estaba convencido de que matar a Terah era lo correcto, pero la brújula moral de Logan era un instrumento más preciso que la suya. ¿Qué tenía la sumisión para resultar tan difícil? No le estaban pidiendo una servidumbre a ciegas. Le estaban pidiendo que obedeciese a un hombre al que amaba y respetaba, y que a su vez correspondía a ese respeto.
El fuego ablanda al perro lobo. Al lobo se le caza en el frío.
—¿Sabes cuánto te quiero, Logan? —preguntó Kylar. Su amigo abrió la boca, pero antes de que acertara a decir una palabra, Kylar dijo—: Mira cuánto.
Y partió.
Kylar volvía a estar en la ciudad, de camino a la única casa segura que tenía la certeza de que no había sido descubierta durante el reinado del rey dios, cuando el ka’kari habló:
—¿Te emocionaría que Logan fuese rey si te dijera que la política es el arte de lo posible y te pidiese que asesinaras a sus rivales?
Yo ya estoy condenado. Ya puestos puedo hacer que mis crímenes sirvan para algo.
—¿De modo que servirás agua limpia con una jarra sucia? Debes de conocer trucos mejores que los míos.
La casa segura estaba en el lado oriental, lo bastante lejos de las zonas elegantes para quedar en las afueras. El edificio había desaparecido. La entrada misma, una losa empotrada en el suelo, estaba a apenas unos pasos de la nueva muralla del rey dios. El barrio, antaño poco distinguido, bullía de actividad. Tras la muerte del rey dios, miles de personas habían huido de las Madrigueras con la esperanza de recobrar su vida o bien reclamar la vida mejor de algún otro. Los incendios que los desplazados habían provocado en su huida de la ciudad habían dejado grandes franjas urbanas peladas y negras. No quedaban suficientes edificios para cobijar a todo el mundo, aun restando a los miles que habían partido de la ciudad con Terah de Graesin. Ahora habían regresado todos, y no había materiales de construcción por ninguna parte. Con un ejército asediando la ciudad y el principio de las lluvias frías, la gente estaba desesperada.
Kylar se sentó con la espalda apoyada en la muralla para escuchar los tonos de la ciudad. Le iba a ser imposible entrar en la casa segura antes de que anocheciera. Aun invisible, no podía levantar una losa en mitad de lo que era ya a todos los efectos una calle sin que docenas de personas se dieran cuenta. La casa segura tenía otra entrada, por supuesto. Por desgracia, sobre ella había una flamante muralla.
El tono de los chismorreos era furioso. Terah de Graesin había cortado la libre circulación de tráfico a través del puente de Vanden esa mañana, y casi había provocado unos disturbios. Kylar escuchó una proclama que prometía un retorno a la situación previa a la invasión. Se conduciría de vuelta a las Madrigueras a los ocupantes ilegales, y aquellos mercaderes y miembros de la pequeña nobleza legítimos que se hubiesen visto desarraigados recibirían sus antiguos hogares y tierras en cuanto pudieran fundamentar sus reclamaciones. El pregonero fue acogido con silbidos y abucheos.
—¿Y cómo, por los nueve infiernos, se supone que voy a demostrar que tenía una herrería, cuando la reina la quemó con mis escrituras hasta reducirla a cenizas? —gritó un hombre. Kylar habría sentido más compasión si no lo hubiese reconocido como un mendigo. Otros, sin embargo, se sumaron en un coro solidario.
—¡No pienso volver! —chilló un joven—. Ya he vivido bastante en las Madrigueras.
—Maté a seis paliduchos en la Nocta Hemata —gritó otro—. ¡Me merezco algo mejor!
Antes de que la furia de la muchedumbre fuese a más, el pregonero puso pies en polvorosa.
Al cabo de una hora ya había escribas ofreciendo a voces escrituras mal falsificadas. Una hora más tarde, se presentó un representante del Sa’kagé. Sus escrituras no solo eran de mejor calidad y mucho más caras, sino que además ofrecía la garantía del Sa’kagé de que no se falsificarían escrituras duplicadas. Solo podía vender títulos de propiedad correspondientes a ese barrio y llevaba una lista del tipo de establecimientos que podían reclamarse. Así, a menos que el propietario todavía tuviese la escritura original, las del Sa’kagé pesarían tanto como la ley. En cuestión de minutos, habían ahuyentado u obligado a unírseles a los escribas independientes.
Entretanto, los precios de los alimentos estaban por las nubes. Hogazas de pan duro que no se habían colocado a seis cobres por la mañana se estaban vendiendo a diez tras un día entero de endurecerse al sol. Cuando anocheció, la gente levantó contra las murallas unos armazones de madera con capas o mantas tendidas encima, a modo de chabolas improvisadas. Otros se arrebujaron en sus capotes, guardaron sus monederos bajo la túnica y se echaron a dormir donde encontraron un hueco para tumbarse, solos o en grupo para darse calor.
No todos dormían, por supuesto. La oscuridad hizo salir a los ratas de hermandad que buscaban bolsas fáciles. Uno hasta se inclinó sobre Kylar, pues llevaba tanto tiempo sin moverse que le dio por dormido. Kylar esperó hasta que la golfilla —ni siquiera podía estar seguro bajo tanta mugre, pero creía que era una chica— tuvo una mano metida en su bolsa. Entonces atacó: hizo girar a la chica atrayéndola hacia sí, para retorcerle los brazos a la espalda y agarrarla con la otra mano por la garganta.
—Por favor, señor, me he levantado para echar una meada y ahora no encuentro a mi papá.
—Los niños que tienen padres no dicen
echar una meada
cuando hablan con adultos. ¿De qué hermandad eres?
—¿Hermandad, señor?
Kylar le dio un papirotazo, pero no tan fuerte como habría hecho Durzo.
—Dragón Negro.
—¿Dragón Negro? —Kylar se rió entre dientes—. Esa era mi vieja hermandad. ¿Cuánto se paga de cuota hoy en día?
—Dos cobres.
—¿Dos? Nosotros pagábamos cuatro. —Kylar se sentía como un viejo pelma contando batallitas para dejar claro que la vida era mucho más dura en sus tiempos. La soltó—. ¿Cómo te llamas, niña?
—Azul.
—Bueno, Azul, dile a ese chico alto que no pruebe con la bolsa de ese gordo. No está dormido. Si os largáis todos de aquí durante una hora, dejaré lo suficiente para pagar vuestras cuotas de una semana. Si no, gritaré que he atrapado a una ladrona y avisaré a todos de que estén alerta porque hay ratas de hermandad, y habréis de marcharos de todas formas... y tendréis suerte si os libráis de una paliza.
La dejó irse y, mientras ella reunía a su pandilla, se volvió invisible y levantó la losa. Las puertas secretas instaladas en el suelo nunca eran tan seguras como las empotradas en paredes. Por bien construidas que estuviesen, una vez que se abría una puerta en el suelo se desplazaba el polvo que tenía encima además del que inevitablemente se almacenaba en las junturas. Sería la última vez que Kylar pudiera usar esa casa segura. Si tenías miedo de usarla, ya no era una casa segura, pero necesitaba ropa de noble, oro y —gracias al ka’kari— nuevas armas.
En vez de bajar por la escalerilla, saltó y cerró a toda prisa la losa que cubría la entrada. Comprobó sus trampas: una en la escalerilla y dos en la puerta. Todas estaban intactas. Luego abrió la puerta despacio. Las bisagras chirriaron y tomó nota mental de que tenía que engrasarlas.
La minúscula casa segura estaba impecable, por bien que oliese un poco a cerrado. Miró en el primero de la pila de cofrecillos. Sobre el cierre había un pelo suyo en equilibrio. El pelo, por supuesto, no era un indicador infalible de si alguien había husmeado. Hasta en una casa segura aislada, tu propia entrada podía alterar el aire lo suficiente para mover un pelo, pero, si este se encontraba en su sitio, era improbable que hubiese entrado nadie más.
Kylar sacudió la cabeza. Ni siquiera tenía planeado quedarse más de unos minutos, pero el hábito de Durzo de buscar trampas y examinar hasta el último rincón había calado hondo.
¿Y dónde estaba Durzo? ¿En qué andaba metido? ¿Había dado el salto a una vida diferente, sin más? ¿Tan fácil le resultaba dejarlo todo atrás? La idea le amargó el ánimo. Durzo era la figura central de su vida, y lo había abandonado. Durzo le había dado el ka’kari, un tesoro de inenarrable valor, pero no le había concedido su confianza, o su tiempo.
Había una polvorienta vitrina de cristal junto al polvoriento escritorio. Kylar abrió la vitrina. Dentro, etiquetados con la pulcra caligrafía de Durzo, había docenas de frascos de hierbas, pociones, elixires y tinturas. Durzo le había contado que algunos ejecutores cambiaban las etiquetas de sus hierbas adrede, para confundir o matar a quienquiera que las robase. Decía que cualquiera que tuviese recursos y agallas suficientes para robarle a él podría identificar una hierba o pagar a alguien que lo hiciera. Kylar sospechaba que el auténtico motivo era que Durzo no podía soportar tener algo mal ordenado.
Que no cambiase el nombre de sus preparados, sin embargo, no significaba que Durzo los etiquetara todos. Su maestro creía que las casas seguras tenían una posibilidad entre cuatro de ser descubiertas cualquier año dado, de manera que repartía los artículos más valiosos de su colección entre ellas para minimizar las pérdidas. Gestionar semejante inventario probablemente explicaba a medias por qué Durzo había sido tan paranoico. Pues en esa casa segura que ya no valdría para nada, en un vial sin nombre más pequeño que el pulgar de Kylar, había una sustancia que parecía oro líquido. Le había costado a Durzo medio año y lo mismo que una mansión en el paseo de Sidlin. Su nombre formal era filodunamo. Durzo lo llamaba fuego embotellado.
Mientras que casi todas las demás herramientas del oficio eran mundanas, por bien que poco conocidas, el fuego embotellado era mágico. Los únicos que podían fabricarlo eran los aborígenes haraníes, cuya magia estaba enlazada a la emoción y el canto. Cuando los expulsaron de sus hogares en las planicies dos siglos atrás, perdieron el acceso a los materiales que necesitaban para elaborar el filodunamo. Cómo había descubierto Durzo cuáles eran, cómo los había reunido y cómo había preparado a un mago haraní para que le fabricase una sustancia tan letal, Kylar no podía ni imaginárselo.
Sentado al escritorio, rebuscó hasta encontrar las pinzas chapadas en oro, un trozo de algodón y una vela. Después no pudo encontrar la yesca. Como veía en la oscuridad, ya nunca llevaba encima. Sin la yesca no podía encender la vela, y sin la vela no podía limpiar las pinzas, y sin pinzas limpias no podía arrancar un pedacito de algodón para mojarlo en el fuego embotellado y sin el algodón no podía probar una medida debidamente minúscula de la sustancia. Renegó entre dientes.
—¿Por qué haces las cosas tan difíciles? Úsame. Soy estéril.
¿Me estás diciendo que no tienes pequeños guijarros de ka’kari en alguna parte?
Hubo una pausa y luego, nada impresionado, el ka’kari comentó:
—Y yo que pensaba que el humor de Durzo era penoso.
Pese a todo, al momento el ka’kari formó un charco en la palma de Kylar y después un instrumento con una pera flexible en un extremo que se iba estrechando hasta culminar en una punta casi de aguja en el otro. Kylar nunca había visto nada parecido.
—Apriétame y méteme en el filodunamo.
—Eres asombroso —dijo Kylar.
—Lo sé.
—Y humilde, además.
Kylar abrió el vial y absorbió una sola gota. La vertió en un trapo, cerró el vial y echó atrás su silla. El ka’kari volvió a disolverse bajo su piel. Kylar dejó el recipiente de fuego embotellado en el otro lado de la habitación y cerró las vitrinas de hierbas, de las que solo sacó un frasco de agua. La gota dorada de filodunamo se secó en unos instantes y se convirtió en una especie de escama dura. Tiró el trapo al suelo y vertió unas gotas de agua encima. El líquido fue empapando la tela hasta que tocó el filodunamo.
Se produjo una llamarada que llegó hasta las rodillas de Kylar. El fuego consumió el trapo en el acto y siguió ardiendo durante otros diez segundos, para después extinguirse.
Es peliagudo —le había dicho Durzo—. Agua, vino, sangre, sudor, casi cualquier líquido debería activarlo. Pero puede ser inestable. Así que, por los Ángeles de la Noche, ni siquiera lo abras si hay humedad.
Kylar sonrió mientras se guardaba el vial. Perfecto. Vertería la botella en el lecho incestuoso de Terah de Graesin si tan solo una muerte como esa fuera lo bastante pública. Cogió ropa y oro y se volvió para agarrar una espada de la pared de las armas cuando algo le hizo detenerse.
—Serás cabrón —dijo.
Colgada de la pared, imposible, como si Kylar no la hubiese vendido por una fortuna en una ciudad que estaba a dos semanas a caballo, había una espada grande y hermosa con la palabra Piedad grabada en la hoja. No había explicación ni mensaje de ningún tipo, salvo por el guiño implícito que suponía volver a montar las trampas de Kylar y recolocar en su sitio un pelo suelto. Durzo había desempeñado la herencia de Kylar. Por segunda vez, Durzo le entregaba a Sentencia.
Kylar estaba en un pasillo borroso decorado con animales de colores brillantes, ante una puerta. Nada tenía los bordes nítidos. Era como si contemplara el mundo con los ojos de quien se acaba de despertar. La puerta se abrió sin que la tocara y, en cuanto la vio, le dio un vuelco el corazón. Vi estaba tumbada en un camastro estrecho, llorando. Era lo único en el mundo que parecía del todo nítido, claro y presente.
Vi levantó una mano en ademán de súplica, y Kylar fue hacia ella. Parecía tan poco sorprendida por su presencia como él. Por un momento, pensó en eso. ¿Dónde estaba? ¿Cómo había llegado?
Los pensamientos desaparecieron en cuanto le tocó la mano. Aquello era real. Su mano parecía pequeña en la de él, delicada y de formas finas, con la piel tan encallecida como la suya. A diferencia de Elene, Vi tenía el dedo corazón un poco más largo que el índice. Nunca se había fijado antes.
Era lo más natural del mundo sentarse en la cama y estrecharla en sus brazos. Vi se tumbó sobre su regazo y se agarró a él, llorando de repente con más fuerza y asiéndolo convulsivamente. Kylar apretó su abrazo, como si quisiera insuflarle fuerzas. Sentía que Vi las necesitaba. Estaba confusa, perdida, asustada de esa nueva vida, asustada de que la conocieran, asustada de que no la hubieran conocido nunca. No le hacía falta mirarla a la cara, lo notaba en su propio interior.