Read Más Allá de las Sombras Online
Authors: Brent Weeks
—¿Y? —preguntó Logan.
—¿Kylar no os lo contó?
—¿Contarme qué?
—Lamento que tuvierais que ejecutar a un hombre como él, majestad. Muy pocos defenderían el honor de otro cuando no le deben nada. —Garuwashi carraspeó de nuevo y Logan juraría que el corpulento pelirrojo se estaba ruborizando—. Yo, ejem, yo ya no tengo la Espada del Cielo. Kylar la lanzó al bosque de Ezra. Un mago entró en el bosque después y dijo que había recibido una profecía del mago loco en persona, quien le había revelado cómo fabricar una segunda espada para mí, pero el mago no ha vuelto.
—Pero lleváis...
—Una funda con una empuñadura. Si tengo que enseñar mi espada, estoy muerto. Si esto se llega a conocer, ni siquiera me permitirán poner fin a mi propia vida para expiar la deshonra.
Y yo perderé la mejor parte de mi ejército.
—Ya veo —dijo Logan—. Haremos todo lo que sea necesario para conceder a vuestro mago el tiempo que necesite. Estoy seguro de que regresará. Nadie hace un juramento en vano a Lantano Garuwashi.
Guardaron silencio, cada uno tenso por sus propios motivos.
—¿Cómo marcha vuestra campaña contra el Sa’kagé? —preguntó Garuwashi por fin.
—Es imposible saber nada. Bueno, salvo que sigo vivo, al igual que todos mis asesores. A decir verdad, esta guerra podría ayudarnos. Nos da algo que ofrecerles a unos hombres cuyo único oficio ha sido la violencia. Lo llamamos amnistía por méritos. Una cantidad de años de servicio militar que varía según los distintos delitos. No sé cómo pagaremos un ejército permanente durante los próximos cinco años, pero esta gente tiene que hacer algo, y prefiero que maten a mis enemigos que a mi pueblo.
—Y llenáis vuestra milicia de gente indigna de confianza.
—Sí. Pero ¿acaso los guerreros sin señor no suponen una parte importante de vuestros hombres? En Ceura, ¿no se dice que carecen de honor? Lo único que hago es conceder a quienes deseen cambiar la oportunidad de intentarlo, y de paso les ayudo a mantener a sus familias. No se permitirá que trabaje como alguacil nadie que estuviera en el Sa’kagé, y aceptar sobornos es un delito penado con la horca para los guardias. Tendremos muchos problemas pero, por el momento, sobra gente que odia lo suficiente a Khalidor para luchar junto a mí para derrotarlos antes de ponerse a luchar contra mí otra vez.
—Creéis que ganaréis —dijo Garuwashi.
—Mientras la duquesa de Kirena y el conde Drake sigan vivos, no me cambio por el Sa’kagé —explicó Logan con un encogimiento de hombros.
Garuwashi gruñó, un sonido que podría ser de conformidad, de interés o de cualquier otra cosa parecida, y esperaron en silencio una vez más.
Las enormes puertas del salón del trono se abrieron, y entró el diplomático. Solo habían pasado quince minutos. Los ojos del hombre estaban cargados de odio.
—Majestad —dijo, sufriendo con cada palabra—, aceptamos vuestra propuesta.
Pasado un mes de su primer encuentro secreto con Vi, las Prendas habían ideado dos docenas de conjuros nuevos. Una granjera con los dientes separados y amarillos por el tabaco conocía un encantamiento que hacía que la comida llenara más. Una viuda alitaerana había desarrollado una trama para mantener frescos los alimentos durante meses. Otras aportaron sus conocimientos y, al poco, habían creado unas galletas del tamaño de media mano de hombre que podían proporcionarle energía suficiente para el día entero, saciándolo, y además disponibles en una docena de sabores. La mujer de un herrero de pueblo había elaborado un sortilegio que mantenía afilados los arados y resultaba fácil de adaptar a las espadas, pero había que reaplicarlo a diario. Casi todas las mujeres tenían alguna experiencia como sanadoras, de manera que elaboraron vendajes que se mantenían limpios durante más tiempo, telarañas plegables que ayudaban a la sangre a coagular al instante, potentes bálsamos para las quemaduras y cataplasmas que absorbían el veneno de una herida. Una de ellas podía enganchar un sencillo conjuro repelente a un tejido y así conseguir que unas tiendas de campaña o unas túnicas finas se mantuvieran secas incluso en plena tormenta. Una vaquera les enseñó un encantamiento para reafirmar caminos traicioneros y embarrados. Se disipaba casi al momento, pero si las magas se espaciaban formando una columna, un ejército entero podría atravesar sin contratiempos una marisma.
Pocas de ellas sabían lanzar bolas de fuego, pero cuando una mujer afable informó a Vi de que había creado un conjuro que contenía conjuros, idearon algo mejor. Una lanzaba un contenedor de conjuros, otra un sencillo sortilegio de fuego y una tercera lo ligaba a una flecha. El conjuro era más pequeño que un puño de mujer, pero las flechas no volaban bien hasta que a alguien se le ocurrió cómo alisar el sortilegio sobre la longitud entera del astil. Así la flecha voló recta y se clavó en el escudo del muñeco de las prácticas; entonces reventó el contenedor de conjuros y vertió un chorro de fuego sobre el escudo y el pelele, que quedó envuelto en llamas en cuestión de segundos. Las magas de todo el patio dejaron lo que estaban haciendo y se volvieron para mirar.
Varias de las pastoras conocían conjuros que agudizaban de forma temporal la vista, el oído o el olfato. Trabajando juntas, crearon un encantamiento que resultaba más eficaz que cualquiera de los tres por separado y que duraba lo que una guardia. Podría aplicarse a centinelas o exploradores.
Después se dedicaron a invertir sus conjuros. Podía echarse a perder la comida de un enemigo en un día. Embarrar las carreteras resultaba más difícil que secarlas, sin embargo, ya que una maga tenía que ablandar muchas capas de tierra en vez de endurecer unas pocas. Asimismo, embotar las armas de los enemigos durante una batalla se calificó de imposible. Localizar mágicamente centenares o miles de espadas en movimiento y distinguir las amigas de las enemigas era demasiado complicado. Podían hacer que las heridas se infectaran, supurasen y atrajeran a las moscas, pero a la mayoría de las mujeres les daba demasiado asco. Las que tenían formación de sanadoras, que habrían sido las más capacitadas para hacerlo, afirmaron que sus votos se lo impedían.
Los dos frentes en los que no lograron el menor avance fueron los bastones de señales y la representación mágica de una batalla. Garoth Ursuul había podido ver un campo de batalla y comunicarse al instante con sus generales o soldados de punta a punta de su reino. En la guerra, las banderas de señales podían extraviarse, ser capturadas o no estar a la vista. Los toques de corneta podían perderse entre la algarabía y, con cualquiera de los dos sistemas, los mensajes transmitidos por fuerza debían ser tanto sencillos (retirada, avance, venid ahora) como públicos. Desarrollar unos bastones de señales significaría conceder a los comandantes la posibilidad de oír el parte de un explorador desde detrás de las líneas enemigas, en vez de confiar en que pudiera cruzar de vuelta e informar horas o días más tarde. Significaría ordenar a la caballería que reforzase una línea tambaleante y lograr que se moviera al instante, en vez de minutos después. Significaría que un general podría dividir sus ejércitos y aun así coordinar sus movimientos o cambiar su estrategia según variase la situación, en lugar de estar comprometido a coincidir en un día específico en cierta zona y confiar en que nada impidiera llegar allí a la otra mitad de sus fuerzas.
Ese fracaso ponía a Vi de mal humor, que no mejoró cuando la hermana Ariel se rió de ella.
—Vi —le dijo, uniéndose a ella en el campo de prácticas—, ¿no ves lo que has conseguido?
Vi gruñó.
—He hecho la guerra más fácil.
—Bueno, sí, es verdad, pero has hecho algo más extraordinario. Extraordinario para cualquier maga, pero quizá el doble para ti.
—¿De qué se trata? —preguntó Vi, que sospechaba de cualquier alabanza procedente de la hermana Ariel.
—Estás enseñando a estas mujeres a hacer la guerra sin intentar ser hombres. La verdad pura y simple es que a la mayoría de las mujeres no se les da muy bien lanzar fuego o invocar el rayo. Si hubieses insistido en que estas mujeres se convirtieran en magas de guerra según la idea que tenía la Capilla de ellas, habrían avanzado bien poco hasta la primavera. En lugar de eso, les has dejado ser quienes son.
—Es de sentido común.
—Por las tetas de la Serafín, Vi, la bola de fuego de un mago no sirve para nada si no puede cruzar un pantano para llegar a la batalla; su rayo no puede hacer daño a nadie si muere de hambre. Acertamos contigo. Quizá sea de sentido común, pero nadie habría buscado nunca las tramas que has animado a estas mujeres a desarrollar. ¿Quieres saber por qué? Porque todos tenemos puntos ciegos, Vi, tú incluida. Lo bueno es que los tuyos son diferentes de los nuestros. Tu respuesta de sentido común quebranta uno de nuestros credos institucionales, vigente desde el Tercer Acuerdo de Alitaera, que consiste en que la Hermandad está completa. Al abandonar ciertos ámbitos de estudio, muchas dirían que das a entender que los hombres son mejores en esos tipos de magia. Tal declaración bastaría para disuadir a la mayoría de las hermanas de acometer el trabajo que tú estás haciendo. Aunque reconocieran que es verdad, dedicarían un montón de energía a intentar ocultar el hecho de que no estaban estudiando el fuego, el rayo y los terremotos.
—Yo no estoy haciendo ninguna declaración —aclaró Vi—. Apuesto a que puedo lanzar bolas de fuego mejor que la mayoría de los magos, y no he trabajado en ello. Solo intento salvar nuestros culos.
—¿Cómo, solo porque una crisis amenaza con borrarnos de la faz de la tierra crees que deberíamos dejar de pelearnos entre nosotras?
Vi juntó mucho las cejas.
—¿Es una pregunta seria?
La hermana Ariel se rió.
—¿Cómo van las cosas en el, ejem, frente conyugal?
—¿Qué? —Justo cuando Vi pensaba que la hermana Ariel estaba siendo amable, la mujer tenía que sacar sus palabros para hacerla sentir estúpida.
—¿Cómo van las cosas con tu marido? —preguntó la hermana Ariel, después de asegurarse de que no había nadie lo bastante cerca para oírlas.
Ante su mera mención, Vi sintió a Kylar, a apenas cincuenta pasos de distancia, entrenándose en el sótano de su mansión con Durzo. Parecía feliz a pesar de sus muchas magulladuras. Vi las Sanaba en secreto de vez en cuando mientras Kylar dormía por las mañanas.
El último mes había sido incómodo, pero ni por asomo tan malo como se había temido. Había esperado sentir que se filtraba malicia por el vínculo a todas horas, y si Kylar la hubiese odiado, no habría podido ser sino infeliz. La mayor parte del tiempo, sin embargo, Kylar ni pensaba en ella. Vi estaba entrenando y estudiando tantas horas del día como su cuerpo podía aguantar, y él lo mismo. Cuando Vi entraba en casa, se acostaba en el acto.
Entretanto, Kylar y Elene habían encontrado a un patr para que los casara en secreto. Durzo, Uly, la hermana Ariel y Vi fueron los únicos testigos. Kylar se había mudado a la habitación de Elene, aunque les era imposible consumar su matrimonio, pues si en cualquier momento las carantoñas rozaban siquiera lo erótico, Kylar empezaba a sentir náuseas. Extrañamente, todavía conservaban ese resplandor de los recién casados. Quizá todo se viera intensificado porque sabían que a Elene no le quedaba mucho tiempo, de manera que se tocaban siempre que podían —aunque con cuidado— y pasaban horas hablando.
Vi sabía que Kylar acusaba mucho la ausencia de sexo. Algunas noches Vi permanecía en vela al otro lado de la pared tras la cual yacía él, con Elene sobre el pecho. Vi sentía el dolor del deseo, pero en cuanto Kylar fantaseaba con él, sus pensamientos se escoraban hacia Vi y, con un autocontrol férreo, él los atajaba y empezaba a admirar todo lo que amaba en Elene. Vi sabía que, a veces, ese autocontrol de hierro estaba oxidado de arriba abajo, pero aun así él cerraba la puerta.
Habían coincidido dos veces en sueños.
—No me odias —dijo Vi la primera vez. Le maravillaba.
—Odio el precio que tenemos que pagar.
—¿Podrás perdonarme alguna vez? —preguntó Vi.
—Lo intento. Hiciste lo que era necesario. No eres una mala mujer, Vi. Sé que nos has estado concediendo espacio a Elene y a mí, y sé que también es duro para ti. Gracias. —Echó un vistazo a su camisón; ese era realmente de su talla, y la mirada de Kylar fue de admiración, pero deliberadamente breve—. Ojalá no fueras tan condenadamente guapa. Buenas noches.
El segundo sueño había sido más duro. Había sido una de aquellas noches en las que Kylar yacía al otro lado de la pared tan atormentado que creía que iba a estallar. En el sueño, se plantaba al pie de la cama de Vi, desnudo. Tenía los ojos cerrados y Vi se recreaba mirándolo, sus extremidades duras y magras, el estómago plano y surcado por músculos prietos. Ella llevaba uno de los camisones del maestro Piccun, que había dejado atrás en Cenaria. Era de seda blanca y corto, muy escotado pero más bonito que provocador: un hazme el amor, no un fóllame. Fue una de las primeras prendas que compró al maestro Piccun, y en cuatro años no lo había llevado nunca. Los hombres hacían el amor a sus mujeres o novias. A Vi se la follaban. Tenía el pelo suelto y cepillado hasta relucir.
Tuvo una revelación en el preciso instante en que Kylar abrió los ojos. Él nunca había visto ese camisón. El sueño no era suyo, sino de ella. Se quedó paralizada, sintiéndose más expuesta que cuando había estado desnuda ante el rey dios. Garoth Ursuul la había juzgado sin conocerla. Kylar tenía mucho más poder. Estaba allí porque ella lo deseaba. Hacía tiempo que Vi era objeto de deseo, y se había burlado de los hombres por ello.
Ahora, la insensibilidad que se había instalado entre sus piernas desde la primera vez que uno de los amantes de su madre la violó se estaba deshelando. El dolor allí era tan extraño que Vi no había podido ni ponerle nombre. Con todo lo que había follado, ni una sola vez se había llevado a un hombre a la cama por placer, y mucho menos por amor. La insensibilidad en retroceso, sin embargo, no solo le permitía sentir deseo por vez primera, sino que también la amenazaba. A través del hielo, Vi entreveía los contornos de un misterio: podía imaginarse llevando su deseo —del que follar era una parte, pero no el centro— hasta Kylar y experimentando la unión, la plenitud en un mundo fragmentado. Había convertido el sexo en un simple ejercicio físico, tan monótono pero tan necesario para su trabajo como el entrenamiento. Si alguna vez quería experimentar lo que había debajo del hielo, tendría que sentir el dolor y la violación congelados en su interior. Si Kylar hablase mientras practicaban el sexo, recordaría a todos los hijos de puta que no cerraban la boca. Si permaneciera en silencio, recordaría a los bestias que follaban callados. Si juguetease con su pelo, recordaría a todos los malparidos que le sobaban la melena como si fuera un animal. Si Kylar le arrancase la ropa llevado por la pasión, recordaría cuando Hu Patíbulo lo hacía y le escupía en la cara. Si Vi quería disfrutar alguna vez del deseo de Kylar y permitirse corresponderle, tendría que confiarle que estaba rota y sortear todos los infiernos que su insensibilidad le había ahorrado.