Read Más Allá de las Sombras Online
Authors: Brent Weeks
—Lo siento, santidad. Lo había olvidado.
El plan había cobrado forma con escalofriante facilidad. Dorian era digno hijo de su padre. Había pasado días pensando en lo que podría habérsele escapado, y no había encontrado ninguna pega.
—El juramento es una distracción. Tú diles que su recompensa por jurar lealtad será escoger a una concubina y casarse con ella. Les sonará muy sureño, muy débil. Les dará esperanzas. Esas esperanzas, y la lujuria, impedirán que organicen una defensa. Después de que cada uno elija, quiero que esa concubina se lo lleve pasando por delante de sus hermanos, que estarán haciendo cola. Las mujeres deben ir muy guapas y, por supuesto, no deben saber nada salvo que tienen que conducir al infante a uno de los aposentos vacíos de arriba. Todos los infantes deben llevar una escolta muy reducida pero estar muy vigilados. ¿Lo entiendes? Estamos hablando de mis hermanos; no son tontos. Por el camino, matadlos. Si tienes un puñado de soldados y tres o cuatro vürdmeisters que sean de confianza, eso debería bastar para ocuparse de todos ellos, por lo menos con el hechizo de compulsión encima. No hay que destruir sus caras. Exigiré un recuento exacto y una inspección de los cuerpos. Cuando acabéis, aislad a cualquiera de los vástagos del rey dios que sea demasiado joven para revelar si es brujo nato. Matadlos. Provocad abortos a las concubinas embarazadas. Si dejamos que crezcan hasta ver si son brujos natos, mis enemigos tendrán la oportunidad de sacarlos a escondidas.
—Muy prudente, santidad —dijo Saltamontes. Su única expresión era la de respeto por un plan bien pensado.
Era brutal, pero no cruel. Dorian no disfrutaba con aquello. Daría un solo golpe a la raíz y arrancaría buena parte de lo que hacía de ese reino un infierno para su pueblo. Ese modo era más benigno que esperar a que docenas de infantes coaccionaran a centenares de personas más para que se unieran a sus conspiraciones. Dorian podía esperar y presidir ejecuciones todos los meses durante años, y su pueblo viviría bajo un terror tan siniestro como el que su padre había fomentado, o bien ser tan brutal como el norte mismo y lograr que su pueblo viviese en paz, sin miedo. Sería como hacer tabla rasa, un nuevo principio. Dorian sería Langor pero no por su propio abatimiento, sino por el que infundiría a quienes se le opusieran.
—Sí —dijo—. Monstruoso, pero prudente.
Saltamontes no sabía cómo responder. Hizo una profunda reverencia. El rey dios le dio permiso para retirarse.
* * *
Era un horror ser un dios. El día de su boda, el rey dios Langor se dio un baño de sangre. Sabía que su padre tenía ciento cuarenta y seis hijos, pero verlos muertos, rezumando y apestosos, con las expresiones petrificadas y el cuerpo aún caliente, sin que toda la sangre se hubiera coagulado, era otra cosa muy distinta. Se embotó el olfato con el vir mientras examinaba a los chicos.
Se había quedado sin concubinas apropiadas antes de que se agotaran los infantes herederos que ejecutar. Eso significaba que algunas de las mujeres que ya habían presenciado el asesinato del infante al que pensaban servir para siempre tuvieron que hacer dos viajes. Solo se eximió a las que estaban salpicadas de sangre. Había funcionado, con todo, porque los infantes que habían pasado los últimos eran los más jóvenes y por tanto los menos experimentados para notar el nerviosismo de una concubina.
Habían acabado con todos. Tres de los más mayores —¡tres!— habían roto la compulsión y luchado, matando a un vürdmeister y dos soldados. Desde cierta perspectiva perversa, Dorian estaba orgulloso de los muchachos.
El rey dios Langor se tomó su tiempo y se insensibilizó contra la imagen de los niños muertos. Víboras, todos ellos. Él era el raro; siempre había sido el único de sus hermanos con algún sentido de la moral. No podía amaestrarse a las víboras. No era momento para que le temblase el pulso. Tenía que saber si el trabajo estaba hecho o si necesitaría andarse con mil ojos durante el resto de su reinado por si algún vürdmeister podía ocultar su vir y traicionar al mismísimo rey dios... como había hecho él en su juventud. Prestó una especial atención a aquellos cuyas caras habían sufrido daños. Sin embargo, en todos los casos, todavía pudo oler el leve residuo de su hechizo de compulsión en la carne, y lo había tejido de una manera inusual para reconocer su propia obra. Por eso había tenido que examinar los cuerpos al instante.
Si un vürdmeister lo había traicionado y escondido a un infante, tendría que haber encontrado a un chico de la edad correcta, matarlo, destruirle la cara, cambiarle la ropa, examinar la trama del rey dios, darse cuenta de que la había alterado, averiguar cómo y conjurarla a su vez en el cuerpo del joven muerto. Todo aquello era posible, pero a duras penas, y para cuando acabó de inspeccionar a los infantes, el rey dios estaba seguro de que nadie lo había hecho.
La siguiente habitación fue peor, aunque en ella no había otra sangre salvo la que entró con las vestiduras blancas del rey dios. Saltamontes había reunido a todas las esposas y concubinas. Las quince mujeres que habían estado embarazadas formaban alineadas contra una pared. El rey dios pasó por delante de ellas, tocando sus vientres hinchados sin sentir vida alguna dentro. Después avanzó hacia las demás, sondeando para averiguar si alguna estaba preñada.
Se tomó su tiempo. Una trama para ocultar un embarazo resultaba mágicamente más fácil que disimular a los muertos, pero suponía un riesgo mayor para el vürdmeister. No había garantías de que el niño oculto fuese a resultar brujo nato, por no hablar de apropiado para que un vürdmeister ambicioso lo aupase al trono de Khalidor.
Mientras pasaba de mujer a mujer, reparó en algo inquietante. No había odio en sus ojos. Les había hecho ayudarle a asesinar a ciento cuarenta y seis niños. Había matado a sus bebés nonatos, pero pocas lloraban. Más lo miraban con adoración, con reverencia. Había hecho algo que escapaba a su comprensión y había funcionado de maravilla. En pocas palabras, había actuado como el dios que esperaban que fuese: poderoso, terrorífico e inescrutable.
—Esta tarde —dijo—, cada una de vosotras tomará una decisión. Como sabéis, la tradición manda que las esposas y concubinas se unan al difunto rey dios en su pira, salvo por aquellas que el nuevo rey dios desee salvar para sí mismo. Me habéis servido bien. Os concedería a todas un lugar en mi harén. Los infantes de Garoth se le unirán en el fuego; que le sirvan ellos en el más allá. Sin embargo, si es vuestro deseo, no os prohibiré hacerles compañía.
En ese momento las mujeres sí reaccionaron como se había esperado. Varias se vinieron abajo y lloraron; otras se irguieron más altas y orgullosas. Algunas seguían sin comprender nada. Sin embargo, al cabo de unos instantes, todas se postraron ante él, con las manos extendidas hacia sus pies.
Soy una blasfemia andante.
—¿Algo más? —les preguntó.
Una de las mujeres, una adolescente escultural del harén superior, alzó dos dedos.
—¿Sí, Olanna?
La chica carraspeó tres veces antes de poder hablar.
—Sia, santidad. No la contaron entre las embarazadas. Se puso muy enferma y fue a ver a los meisters para no perder a su bebé. Nunca regresó.
Dorian sintió un nudo en el estómago. Era como oír su propia pena de muerte veinte años antes de la ejecución. Se preguntó si había soñado aquello y tan solo estaba recordando el sueño, o si su pavor era puramente natural. Miró a Saltamontes, que se puso pálido. El eunuco servía en el harén inferior, de modo que el detalle se le había escapado, pero aun así parecía horrorizarle que se le hubiera pasado por alto. Dorian le hizo un gesto y Saltamontes salió de la habitación todo lo rápido que le permitía su paso desgarbado. Langor despacharía hombres para que dieran caza a esa mujer y al vürdmeister que se la hubiera llevado, pero no la encontrarían. Había olvidado la primera regla de las matanzas de inocentes: siempre se escapa uno.
Mientras Kylar y Durzo se acercaban a la Capilla, la Serafín de Alabastro resplandecía, dominando una ciudad recién espolvoreada con una nieve que la dejaba a juego con su señora. Las aguas del lago Vestacchi brillaban de un azul claro con tintes rojos a la luz del alba.
Dejaron sus caballos en una cuadra a las afueras y, tras hablar con la anciana que regentaba la taberna, que pareció reconocerle, Durzo recibió de ella una llave. No quiso saber nada de las bateas y llevó a Kylar por las estrechas y abarrotadas pasarelas. Kylar contemplaba boquiabierto la enorme Serafín y las corrientes entrecruzadas que conformaban las calles de la ciudad, e iba chocándose con desconocidos. Unos pocos le insultaban y apartaban con malos modos, pero paraban en cuanto les clavaba sus ojos azules serenos. Por debajo de su asombro ante la Serafín, sin embargo, latía un creciente temor. Sentía a Vi. Se ajustó el cinturón de la espada y soltó una bocanada de aire con desasosiego. Ella estaba allí dentro, a dos o tres pisos de altura. Sus sentimientos eran un espejo de los que experimentaba él.
Durzo lo llevó hasta una casa pequeña y polvorienta con una puerta gruesa. Kylar reparó en que sus ojos y los de su maestro escudriñaban lo mismo: las puertas, las estrechas ventanas, las alfombras y los tablones del suelo. Durzo quedó satisfecho. Abrió la cómoda y sacó el cajón de abajo para revelar un doble fondo. Kylar extrajo el ka’kari a su mano.
De verdad que echaré de menos tu chispa.
—Si quisiera sarcasmo... —empezó el artefacto, pero Kylar le hizo cubrir a Sentencia—. ¡Espera!
Kylar no hizo caso y colocó la espada en el espacio inferior de la cómoda. Tanto Sentencia como el ka’kari eran mágicos. No podía llevarlos a la Capilla. Se quedarían allí hasta que partiera.
Durzo volvió a colocar el último cajón, lo cerró con llave y se tomó unos minutos para poner una trampa. Entretanto, Kylar trabajó en su disfraz tal y como Durzo le había enseñado. Cuando acabó con la trampa, su maestro lo miró con detenimiento.
—No está mal —reconoció.
Minutos después, su pequeña batea apenas había atracado junto a un barco de pesca en el que ondeaban dos banderas negras cuando apareció un rostro conocido.
—¿Hermana? —preguntó Kylar.
—¡Hay un rey en Cenaria! —dijo la hermana Ariel, como si fuera una acusación.
—¿Es una contraseña? —preguntó Durzo.
—Gloria a su nombre —dijo Kylar—. ¿Podemos salir del bote?
—En Vuelta del Torras te llamé arrogante. Me dijiste que hablaríamos de tu fanfarronería cuando hubiese un rey en Cenaria —siguió la hermana Ariel, que no estaba para bromas—. ¿Fue cosa tuya?
—¿Mía? ¿Quién soy yo para meterme en asuntos de reyes? —dijo Kylar, con una sonrisilla que decía
sí
.
—¿Cómo te llamabas, joven? Creo que me he olvidado. ¿Y quién es este?
—Kyle Negrida. Qué alegría veros de nuevo, ¿hermana La Hiel, era, no? —La maga le lanzó una mirada que agriaría la leche—. Os presento a Dannic Pidenil, el padre de Uly.
—Por los siete infiernos —exclamó la hermana Ariel.
—Es un placer también para mí —dijo Durzo.
Kylar salió del bote y la hermana Ariel se le acercó y olisqueó. Después se apartó un paso con cara de gran confusión. Echó un vistazo por los embarcaderos para ver si las demás hermanas estaban lo bastante lejos.
—¿Qué te has hecho?
Siguiendo las instrucciones de Durzo, Kylar parecía alguien con un Talento inmenso y sin explotar. Por lo demás, tenía el olor y el aspecto de un hombre cualquiera. Mientras no usara el ka’kari o su Talento, el disfraz aguantaría.
—He venido a ver a mi esposa —anunció.
—Vi está estudiando, pero puedo encargar que la lleven contigo después de comer.
—Me refiero a la mujer que escogí yo, no vosotras. —Kylar esbozó una leve sonrisa. La hermana Ariel palideció.
—No tienes ni idea de lo que estás haciendo, ¿verdad? —preguntó.
—Tal vez no soy el único.
—¿Y tú? —le preguntó la hermana a Durzo—. ¿También tienes alguna exigencia que costará vidas?
—Yo solo he venido a ver a mi hija —dijo Durzo.
El funeral se celebró antes que la boda. Dorian no quería que lo primero que viera con su flamante esposa fuese a unas locas arrojándose al fuego y chillando mientras se abrasaban vivas. Tampoco quería que viera las docenas de cuerpecillos que sus hombres echarían antes a las llamas. Había informado a Jenine de que había purgado a los infantes que conspiraban contra él, pero le había dicho que a los más jóvenes sencillamente los había mandado a otra parte.
En fin, el infierno contaba como
otra parte
, supuso. El cielo desde luego lo era.
Dorian, por supuesto, nunca había visto la cremación de un rey dios, pero varios de los meisters más viejos sí. Había un ritual que observar, pese al fraude en torno al que giraba todo: rara vez el cuerpo incinerado pertenecía realmente a un monarca. Sin embargo, la pira de Garoth Ursuul no acogería a un sustituto. Garoth había sido un hombre consagrado al mal con todo su ser, pero también poseyó una gran alma, un horror que podría haber sido una maravilla, y era el padre de Dorian.
Solo los meisters tenían permitido asistir al funeral divino, pero esa restricción significaba poco, pues casi todos los altos funcionarios del gobierno de Khalidor eran brujos. Había generales, burócratas, los maestros del tesoro y hasta los jefes de las cocinas. Recaudadores de impuestos y soldados se colocaron según su rango. Dorian pronunció las absurdas palabras de alabanza a Khali, y ellos profirieron sus absurdos estribillos de devoción. Prendieron los fuegos y Dorian notó que todos los meisters formaban una trama de vir para neutralizar el acre hedor de la grasa humana quemada. Cuando la hoguera ardía con más fuerza, hizo que le llevaran el harén delante y reclamó a casi todas las mujeres. Hubo cejas alzadas, pero nada más. Se esperaba que un rey dios fuese voraz. Las ocho esposas y concubinas que habían optado por la muerte se adelantaron, algo que se consideró un guiño modesto pero adecuado a la tradición. Se había proporcionado a las mujeres vino aderezado generosamente con adormidera, y seis de ellas se habían entregado con ganas a su bebida. Dos estaban sobrias. Todas parecían satisfechas con su locura, y no se encogieron ni siquiera cuando los eunucos las levantaron para lanzarlas al fuego.
Los gritos fueron espantosos, pero misericordiosamente breves. Se consideraba un mayor sacrificio a Khali que su sufrimiento se prolongara, pero Dorian ya estaba entregando a la diosa más de lo que le correspondía. Tendría que haberles prohibido que se unieran a Garoth. Sin embargo, si las hubiese obligado a vivir y de verdad hubieran amado a Garoth, unas mujeres así podrían haberse convertido en veneno.