Read Más Allá de las Sombras Online
Authors: Brent Weeks
Entendió todo eso en el momento mismo en que los ojos de Kylar al abrirse se encontraron con los suyos. Tensó los músculos y al momento su pelo volvió a estar recogido en una cola de caballo, tan tirante que dolía. Dos olas de sensación recorrieron a Kylar, una pegada a la otra, y aun con su estupidez emocional o comoquiera que la hubiese llamado la hermana Ariel, Vi pudo identificar sus sentimientos al vuelo. El primero fue un deseo que, aunque era físico, no era solo físico. Un mes de acariciar a la mujer que amaba había sido un mes de preliminares. Aun así, justo después de eso Kylar se replegó.
—Vi —dijo con voz ahogada—, no puedo ni siquiera estar aquí. —No hizo caso de su propia desnudez ni de la semidesnudez de ella, mirándola a los ojos y dejando que ella leyera su mirada.
Los violadores de Vi habían destrozado el vínculo entre el sexo y la intimidad, y le habían dejado solo el acto físico de follar. Al violar a Kylar con el anillo, le había dejado solo la intimidad. La diferencia estribaba en que la única persona que podía hacer daño a Kylar como se lo habían hecho a ella hacía mucho era el propio Kylar. La integridad entre lo que hacía el cuerpo de Kylar y lo que sentía su corazón seguía intacta. Sentía intensas tentaciones, pero hasta el momento aguantaba de una pieza. Si engañaba a Elene, sería infiel a sus propios ojos... durante el resto de una muy larga vida.
Kylar se volvió y salió de su sueño.
Vi carraspeó y miró a la hermana Ariel a los ojos.
—Las cosas con Kylar van bien.
Dorian supo que estaba en apuros en cuanto vio que la bailarina entraba en el salón del trono. Había concedido audiencia al jefe de los Graavar, un montañés fornido cuyo pelo azabache caía como una gran maraña hasta su cintura. Los Graavar eran una poderosa tribu de montañeses, y Grakaat Kruhn gozaba de mucho predicamento entre todas las tribus. Estaba allí para poner a prueba a Dorian. Esos jueguecitos eran muy propios de los montañeses, inofensivos en su mayor parte (hacía más de un siglo que las tribus no realizaban ningún intento serio de independizarse) y Grakaat había encontrado a Dorian satisfactorio en todos los sentidos. Hasta aquello.
—Santidad —dijo Grakaat Kruhn, con los ojos entrecerrados y demasiado ufano—, me gustaría ofreceros un presente para sellar nuestro tratado.
Hizo un gesto y dos chicas se adelantaron. La bailarina tenía unos dieciséis años y la otra, que llevaba una flauta de montaña, quizá trece; aunque las dos eran guapas, Dorian no tenía ninguna duda de que eran las hijas del jefe.
Cuando la bailarina empezó una sensual rondaa, la mayoría de los guardias de Dorian y todos sus cortesanos apartaron la vista. La versión montañesa del baile era diferente de lo que Dorian había visto de joven. La chica llevaba una prenda ancha de hombreras exageradas de las que colgaban flecos de tela. En torno a las caderas, había cascabeles cosidos en la ropa. Mientras su hermana tocaba, cada giro de las caderas de la bailarina hacía que los cascabeles tintinearan y revelaba destellos de carne desnuda. Como en el baile de las tierras bajas, la chica parecía flotar, con el pecho y la cabeza inmóviles mientras su cuerpo hipnotizaba, pero la versión de las llanuras se centraba más en el estómago, que la chica en cuestión llevaba completamente tapado. Pese a todo, Dorian quedó embelesado enseguida. La hija del jefe tenía talento.
La rondaa dio paso a la beraa y desterró del pensamiento de Dorian las últimas dudas acerca de las intenciones del jefe. La beraa era más rápida, más erótica. La chica daba palmadas al compás por encima de su cabeza, revelando los lados de sus pechos, y sus caderas se movían raudas de lado a lado, pero ahora también fluían adelante y atrás en un contoneo que atormentaría a cualquier hombre con sangre en las venas.
Dorian estaba atrapado. No estaba seguro de si se alegraba de que Jenine se hubiese recluido para pasar su sangre lunar o si desearía que estuviese allí. Quizá su presencia habría cambiado las cosas. Grakaat Kruhn no haría que su hija bailase una beraa para el rey dios a menos que planeara entregársela. Un matrimonio para sellar un tratado tenía mucho menos peso en el norte que en los reinos sureños, pero la sonrisa que había en la cara del jefe decía a Dorian otra cosa.
Había pensado que la toma de muchas esposas acallaría los rumores a los que había dado pábulo entrando en el castillo como eunuco, pero si alguien descubría que no estaba usando su harén, los chistes del Mediombre volverían por sus fueros. Un guerrero montañés como Grakaat Kruhn lograba su puesto mediante la fuerza de su virtu, que no significaba solo
virtud
, sino también fuerza y virilidad. Para los montañeses, los tres conceptos eran lo mismo. ¿Qué virilidad podía tener un eunuco? ¿Cómo podía someterse un jefe guerrero a medio hombre?
Dorian hizo un ligero gesto y el salón del trono se vació en silencio a excepción hecha de sus guardias y varios vürdmeisters. Grakaat Kruhn parecía inquieto, pero su hija no se despistó en absoluto y Dorian mantuvo su plena atención en ella, sin darle al jefe ninguna pista. Por dentro, el estómago se le sublevaba.
Dios, dame fuerzas para lo que estoy a punto de hacer.
Pero había rechazado al Dios Único, y la idea de lo que el Dios pensaría de aquello enfrió cualquier excitación que le quedara. ¿Lo entendería Jenine?
Tal vez. Si no tenía que verlo.
Maldito fuera el montañés. Las Manos de Dorian le habían informado de que Moburu estaba maniobrando para hacerse con las tribus bárbaras de los Hielos. Se estaba haciendo llamar el Gran Rey de las profecías, y lo peor era que había nacido el día adecuado, o tres más tarde, según en el calendario de qué historiador se confiase. En todo caso, aunque Moburu muriese antes de la primavera y sobre todo si no era así, Dorian necesitaba que aquel montañés le atrajese a todas las demás tribus para vérselas con Neph Dada y sus vürdmeisters.
Si flaqueaba en ese momento, la anécdota correría al instante: el nuevo rey dios era impotente o un eunuco. Un sureño, pues. Ni rey dios ni nada. Grakaat Kruhn lo habría matado con una adolescente.
Si quiero ser rey dios, tengo que gobernar como un rey dios.
La bailarina finalizó con una exuberancia y una intensidad en sus ojos grisáceos que sorprendió a Dorian. ¿Se había convencido de amarlo a él, a un desconocido? ¿O había miedo ahí debajo, un terror que ella disimulaba aprovechando solo su energía para alimentar su baile?
Dorian golpeó el trono con los nudillos en señal de aprecio, el equivalente khalidorano de un aplauso. Sonrió y se puso en pie.
—Por Khali, Grakaat, son extraordinarias. Son deslumbrantes. Preciosas. ¿La pequeña también baila?
Grakaat parecía confuso.
—Yo... Sí, santidad, pero mi intención...
—Las acepto. Nunca había recibido un presente más espléndido. Niña, ¿cómo te llamas? —preguntó, volviéndose hacia la flautista.
El repentino temor de la chica confirmó lo que Dorian se esperaba. Grakaat había pretendido usar a la bailarina como cebo. Lo último que habría imaginado era que un eunuco quisiera a sus dos hijas. Entre el miedo de la pequeña y la incredulidad de la mayor, a Dorian le daban ganas de decir:
Yo no quería esto. Vuestro padre os ha usado como peones contra un dios. Un dios no puede dejarle ganar
. Pero no dijo nada.
—Soy Eesa —respondió la chica. Apenas estaba en flor, y era mona, con cierto desgarbo infantil. El estómago de Dorian amenazaba con rebelarse.
Khali, dame fuerzas.
Recordó un conjuro para mitigar el pavor de la chica y cumplir sus fines. Lo había usado a menudo en su libidinosa juventud.
—Los Gravaar sellan los pactos matrimoniales en público, ¿no es así? —preguntó.
El miedo asomó a los ojos del jefe y Dorian supo que la menor era la favorita de Grakaat.
—Es una tradición que no practicamos desde hace muchos...
—Una buena tradición —atajó Dorian—, sobre todo cuando existen... dudas sobre la virtu del varón. —
Khali, dame fuerzas.
—Yo, yo... Santidad. —Grakaat tenía el rostro cada vez más descompuesto. Sus guardaespaldas miraron hacia otra parte.
Eesa aún no sabía de qué estaban hablando. Antes de que pudiera deducirlo, Dorian le lanzó una sutil tracería de vir. La chica se relajó a ojos vista. Sus pupilas se dilataron, y parecía incapaz de mirar a otro lugar que no fuera la cara de Dorian. El rey dios siguió adelante con el conjuro, manipulando con delicadeza su cuerpo para que engañara a su mente. Le hiciera lo que le hiciese a continuación, ella disfrutaría. Más tarde, si estaba tan horrorizada como debería, le dirían que Dorian era un dios, que no tenía nada de vergonzoso servirlo como a él le placiese, que debería sentirse honrada por haber atraído su atención.
—Desconozco todos los pormenores de vuestras pintorescas costumbres bárbaras, de modo que unos cojines en el suelo tendrán que bastar. A menos que tengas alguna objeción.
Dorian se levantó y se retiró de los hombros su sobrevesta de armiño. Con el vir, devoró el resto de su ropa con lenguas de fuego negro. Desnudo, con capa sobre capa de vir retorciéndose en su piel y una corona negra de él brotando de su cabeza, Dorian fulminó al jefe con la mirada. El hombretón tembló. Intentó volver la cabeza, y la descubrió inmovilizada. Intentó cerrar los ojos, y descubrió que no podía parpadear.
El vir amontonó los cojines de los cortesanos de Dorian a tres pasos de los pies de Grakaat.
Dorian dejó que su gloria se apagara y se volvió hacia la chica. Le sonrió.
—Ven, preciosa. —
Khali, dame fuerzas
, rezó, y descubrió que las tenía. Que el Dios le perdonase, sus fuerzas no flaquearon ni un instante.
Después, Dorian se puso en pie, con el cuerpo resplandeciente de sudor. Eesa yacía jadeante, ensimismada, obscena. Por primera vez, Grakaat Kruhn contemplaba a Langor con el miedo que merecía un rey dios. Su santidad dijo:
—Os esperaré cuando llegue la primavera. Si tu hueste asciende a siete mil hombres, te pondré al mando de los clanes Quarl, Churaq, Hraagl e Iktana. Con la primera luna nueva de la primavera, marcharemos hacia el Túmulo Negro. Las chicas se quedan conmigo.
Vi se despertó sacudida por la hermana Ariel. Seguía reinando la oscuridad al otro lado de las ventanas, y la única luz de la habitación procedía de una sola vela. Vi se incorporó y miró con ojos legañosos a la maga, que los tenía rojos y llevaba el mismo ropón estilo tienda de campaña del día anterior.
—¿Qué pasa? —preguntó Vi.
—Lo he encontrado. Puedo ayudarte.
—¿Ayudarme con qué? —preguntó Vi.
—Levántate, te lo contaré por el camino.
Vi se vistió y siguió a la hermana Ariel, que no dijo nada hasta que estuvieron a bordo de una batea que las llevaría a la Capilla. Aun entonces habló en voz baja, recelosa de cómo el agua transportaba el sonido, incluso con la neblina que cubría el lago antes del alba.
—Hace mucho, hubo un emperador alitaerano llamado Jorald Hurdazin. Según todas las fuentes fue un líder habilidoso y sabio. En su juventud, consolidó el control de Alitaera sobre una zona que iba desde lo que hoy en día es Ymmur en el este hasta la costa de Midcyru en el oeste. Lo que en la actualidad son Waeddryn y Modai fueron sus últimas conquistas, y mediante su matrimonio con Layinisa Guralt, la Veedora de Gyle (básicamente su princesa), las tierras que hoy conocemos como Ceura acabaron también bajo su poder, y allí se detuvo, en buena medida por la influencia de ella. Pasó los veinte años siguientes fortaleciendo su imperio y, en líneas generales, llevando justicia y prosperidad a las tierras que había conquistado. Pese a todo, fue envenenado mágicamente por uno de sus muchos enemigos. El veneno fue detectado temprano, pero los magos solo pudieron aplazar sus efectos. Lo trataron a diario, pero pronto concluyeron que el emperador Hurdazin moriría en el espacio de dos años. Como es obvio, era un secreto que guardaron con celo y, como es obvio, llamaron a todas las magas y los magos verdes que pudieron. Para empeorar las cosas, no había heredero y, como condición para incorporar su país al imperio, el rey de Gyle había insistido en que Jorald y Layinisa se casaran con unos anillos como los vuestros. Para un hombre de su poder, encontrar tales anillos no supuso ningún problema y, aunque su matrimonio fuera en un principio político y mágico, todas las historias que he leído coinciden en que Jorald y Layinisa se amaban profundamente. Los magos verdes no encontraron nada para curar a Jorald, y pronto descubrieron que Layinisa era infértil. Las mujeres de gran Talento a veces se lesionan con su magia, y la infertilidad es habitual entre las que usan demasiado poder, sobre todo si lo hacen demasiado pronto.
—El emperador puso a todos los magos en los que osaba confiar a trabajar en ambos problemas mágicos. Creía a Layinisa capaz de conservar su imperio a su muerte, pero, si era infértil, eso no haría sino postergar la caída, y no quería ser otro emperador cuyo imperio muriese con él. Al final, fue la propia Layinisa la que descubrió una manera de sortear el vínculo de los anillos.
—¿De verdad? —preguntó Vi.
—No te emociones. Ya hemos llegado, no digas nada hasta que estemos en la biblioteca.
Recorrieron en silencio los oscuros pasillos de la Capilla. Vi se maravilló por un momento al pensar que el edificio empezaba a parecerle un hogar. Las tenues antorchas mágicas que iluminaban las paredes a su paso ya le parecían normales, y los austeros arcos de mármol, reconfortantes en su fuerza, en vez de amenazadores. Al cabo de unos minutos, se hallaban en las profundidades de los almacenes de la Capilla, muy por debajo del nivel del agua, un lugar al que nunca le habían permitido ir. No era ni oscuro ni sucio, pero sí tenía cierto aire de abandono. Unas cajas de roble numeradas cubrían las paredes de la habitación hasta el techo. La única mesita ya tenía una caja encima.
En vez de abrirla, sin embargo, la hermana Ariel la cerró, la dejó en un estante numerado y bajó otra caja distinta situada dos filas más abajo. Vi comprendió que había dejado la caja equivocada por si alguna espía fisgoneaba en lo que estaba estudiando. Al principio se preguntó por qué las cajas eran de roble, pero después miró con más atención y vio el conjuro hundido en la madera. Cada recipiente tenía un encantamiento para reforzar la caja y hacerla impermeable, otro para que fuera resistente al fuego y un tercero para expulsar el aire de dentro cuando la cerraban y así conservar lo que fuera que se guardaba dentro.