Read Más Allá de las Sombras Online
Authors: Brent Weeks
—¿Quieres casarte conmigo porque te ayudaré en tu trabajo?
—Jenine —dijo Dorian con voz queda—. Los amantes siempre quieren crear un mundo privado. Tú y yo solos y no importa nada más. La verdad es que todo lo demás importa. Tu familia, la mía, las educaciones diferentes que tuvimos, las obligaciones que nos atan, el trabajo que hacemos... todo importa. Un matrimonio puede ser un refugio, pero sería de tontos ignorar qué y quién soy ahora, y qué y quién eres tú. Pero la respuesta es
no
, no quiero casarme contigo porque desee que me ayudes. Te deseo a ti. Vales más que todo el resto junto. Preferiría servir en una cabaña contigo que gobernar todo el mundo sin ti.
Jenine desvió la mirada.
—Me halagáis, mi señor.
—Te quiero.
Entonces sí lo miró a los ojos, pero con la incertidumbre aún dibujada en las facciones.
—Sois un buen hombre, Dorian Ursuul, y un gran hombre. ¿Puedo pensármelo durante unos días?
—Por supuesto —respondió él.
Su corazón murió un poco.
Deja que me lo piense
no es la respuesta que un hombre quiere oír cuando se declara a una chica. Claro está que la mayoría de los hombres conseguían crear un mínimo de romanticismo antes de dar el paso.
Por un lado, estaba horriblemente decepcionado consigo mismo. Por el otro, se daba por satisfecho. Quería que Jenine accediese con la cabeza a ese enlace, no solo con el corazón. El romanticismo iba y venía. No quería que se le prometiera con prisas y se arrepintiese a la larga.
Jenine se excusó y los guardias dejaron entrar al siguiente compromiso de Dorian. Era Saltamontes. El hombre entró cojeando pero deprisa y se postró. Jenine vaciló cuando estaba a medio camino de la puerta. Le había dicho a Dorian que quería compartir con él algo sobre Saltamontes, pero no habían llegado a abordar el tema de nuevo.
—Santidad —dijo Saltamontes—, las mujeres están muy alborotadas. Me han suplicado que os pregunte si aceptaréis a alguna de ellas en vuestro harén.
Jenine se volvió, como si se avergonzara de estar escuchando, pero tampoco se dio mucha prisa en partir.
—Por supuesto que no —respondió Dorian—. Ni una sola.
Terah de Graesin había adelantado la coronación. Daba igual que hubiese un ejército acampado alrededor de la ciudad y que celebrar una fiesta resultase escandalosamente inapropiado cuando ya estaban menguando sus escasos recursos; Terah había decidido que no podía esperar dos meses. Su coronación tendría lugar al cabo de tres días. De manera que Mama K tuvo que dirigirse al castillo para hablar con el bardo de la corte. Llamó a la puerta.
El bardo abrió, bizqueando, y a juzgar por su expresión se alegró de verla más o menos tanto como se esperaba Mama K. En su último encuentro le había encargado una composición, para el cumpleaños de la reina. No había mencionado que la coronación sería el mismo día. A modo de revancha, él había conseguido que lo contratasen como bardo de la corte, lo que significaba que Mama K iba a pagar por una pieza que él habría tenido que componer de todas formas.
—¿Sabes quién soy, Quoglee Mars? —preguntó Mama K.
Cuando pasó a su lado para entrar en su pequeño conjunto de habitaciones, el bardo olisqueó para captar su perfume. El olfato de Quoglee era tan bueno como mala su vista. Los espías de Mama K contaban que hasta había pasado una temporada con el perfumero real de Alitaera.
El bardo vaciló, y después dijo:
—Eres madame Kirena, una mujer de gran poder y riqueza. —La voz de Quoglee era un tenor tan claro que resultaba un placer hasta oírle hablar.
Era una pena que el hombre no tuviese ningún otro rasgo igual de bello. Si a algo se parecía Quoglee Mars era a una rana chafada. Tenía una boca ancha y carnosa que se caía hacia abajo en las comisuras, un cuello inexistente, un bizqueo perpetuo y una barriguita redonda como una pelota. En vez de pantalones, llevaba unas calzas amarillas que le venían anchas a sus piernas enclenques, y se tocaba con un diminuto tricornio adornado por una pluma. Era uno de los hombres más feos que Mama K había visto en su vida, salvo por un puñado de leprosos con la enfermedad muy avanzada.
—He oído tu nueva historia, La caída de la casa de Gunder. Era valiente. Hermosa. Deberías escribir más —dijo Mama K.
Quoglee hizo una reverencia, aceptando el elogio como algo merecido.
—Suelo preferir la honestidad de las instrumentales. La flauta y la lira nunca mienten, y nunca muere ningún hombre bueno por sus melodías.
—Una extraña reflexión para venir de un juglar al que han expulsado de la mitad de las capitales de Midcyru por ser incapaz de callar la verdad. —Motivo por el cual le había preguntado si sabía quién era ella. Por lo menos era capaz de ser discreto. Mama K sonrió.
—¿Puedo preguntarte por qué has venido? —dijo Quoglee, bizqueando en su dirección.
Malditos fueran todos los artistas. Para sobornarles había que presentarles a personajes influyentes, regalarles ropa o instrumentos u organizarles conciertos especiales cuya buena acogida debía asegurarse. Además, por supuesto, a un bardo rara vez le molestaba que un joven y bello aficionado a la música se ofreciera a limpiarle la flauta. Pero todo tenía que ser discreto. Se creían que el único castigo al que se exponían por contrariar a Mama K era la indiferencia. Unos años atrás, Mama K había enviado un pequeño estuche precioso para flauta a un nuevo y popular bardo llamado Rowan el Rojo. La chica que había mandado le dedicó algún cumplido que revelaba una crasa ignorancia y que no hubiese pronunciado de haber sido la joven y culta noble por la que se hacía pasar. En vez de llevarla a su habitación y darle algo mejor que hacer con la boca, Rowan la había interrogado para hacerle quedar como una tonta en público. No tardó mucho en adivinar quién podría haberla enviado. Cuando el ejecutor más capaz de Mama K, Durzo Blint, se presentó al cabo de unas horas, el bardo ya estaba componiendo una canción en la que se mofaba de ella y lanzaba extravagantes acusaciones, algunas de ellas ciertas. Nadie llegó a oír nunca la pegadiza tonada, ni cualquier otra obra de Rowan el Rojo, pero había ido de un pelo, y desde entonces Mama K evitaba a los bardos siempre que podía.
Sin embargo, eran un recurso demasiado bueno para abandonarlo. Surtían a Mama K de todas las menudencias que conocían y lamían hasta la última migaja que les lanzaba. Tanto era así que a menudo le proporcionaban información nueva, pues los bardos siempre estaban presentes en las fiestas cuando faltaban sus otros espías. Sin embargo, Quoglee era diferente. No se prodigaba con sus historias, y los nobles las recibían como la verdad absoluta; los demás bardos con frecuencia las repetían. Costaba interesarlo en algo, pero una vez se picaba su curiosidad, era un perro de presa.
—¿Sabes quién soy, Quoglee Mars? —preguntó de nuevo.
Una vez más, él vaciló.
—Eres la dueña de la mitad de los burdeles de la ciudad. Eres una mujer que ha salido a rastras del arroyo para llegar más alto de lo que nadie hubiese creído. Mi suposición es que eres la maestra de los placeres del Sa’kagé.
—Una de mis chicas tiene un modesto Talento profético —dijo Mama K—. No sueña a menudo, pero cuando lo hace no se ha equivocado nunca. Hace dos años soñó contigo, maestro, aunque nunca te había visto ni oído mencionar y, en realidad, todavía no habías llegado a Cenaria. Te describió a la perfección. Dijo que de tu boca manaba una canción como un río. El río era del agua más pura y transparente que había visto nunca. Dijo que yo intentaba pararlo, pero las aguas me cubrían y me ahogaban. A la noche siguiente tuvo el mismo sueño, pero en esa ocasión yo intentaba tumbarte antes de que pudieras cantar; sin embargo, la canción era imparable, y de nuevo me ahogaba. A la tercera noche, nadé. Creo que tu río se llama Verdad, Quoglee Mars, de modo que vuelvo a preguntarte: ¿sabes quién soy?
—Eres el shinga del Sa’kagé —respondió él en voz baja.
Aunque estaba preparada para ello, oír la verdad de otra boca la asustó. Sin embargo, por eso había contratado a Quoglee Mars de buen principio. Le había pagado por una composición para flauta y luego había encargado a sus informadores que le dejasen caer insinuaciones sobre una historia mucho mayor, el tipo de historia que Quoglee no podría resistirse a contar. Sin embargo, el bardo era increíblemente brillante, y eso lo volvía peligroso.
—¿Cómo lo descubriste? —preguntó.
—Todo el mundo sabía que eras la mano derecha de Jarl. Cuando desapareció, no se interrumpió ninguna de las ocupaciones del Sa’kagé. Los Perros de Agon siguieron adiestrándose, se produjo la Nocta Hemata y no hubo una avalancha de cadáveres de matones flotando en el Plith. El Sa’kagé no es una organización que vaya a aplazar una lucha por la sucesión solo porque haya una guerra. No has sido shinga solo este último mes, ¿verdad?
Mama K exhaló un suspiro largo y lento.
—Quince años —dijo—. Siempre detrás de títeres. Los shingas no tienden a morir de causas naturales.
—Entonces, ¿qué quieres comprar? Diría que deseas algo más que una pieza para flauta.
—Quiero que cantes los secretos de Terah de Graesin.
—¿Sabes cuáles son? —preguntó Quoglee.
—Sí.
—¿Me los vas a contar?
—No.
—¿Por qué no?
—Porque me he ganado la vida contando mentiras y tú lo sabes. Porque la realidad ya es lo bastante grave. Porque tienes fama de saber desenterrar la verdad por tu cuenta.
—De modo que, si no puedes represar el río, deseas encauzarlo. ¿Cómo te propones comprarme?
—¿Quieres algo más que dinero? —preguntó Mama K, que ya sabía la respuesta.
—Oh, sí.
—Entonces te daré lo que desees —dijo.
—Quiero tu historia. Responderás a todas las preguntas que te haga y, si mientes en cualquier detalle, usaré la historia para hacer pedazos tu imagen.
—Ahora me tientas a jugármela con la profecía y hacerle al ejecutor que tengo esperando tras esa cortina la seña para que te mate. La verdad de una puta tiene demasiadas aristas. Contaré mi historia sin guardarme nada que me ataña, pero no compartiré los secretos de los hombres a los que podría destruir con lo que sé. Sería mi muerte, y además unos pocos de ellos no se lo merecen. Te revelaré más sobre mi historia y sobre el Sa’kagé de lo que podrías descubrir nunca tú solo, pero eso es todo. Y tú no revelarás mi historia por lo menos hasta dentro de un año. Antes tengo trabajo que hacer.
Quoglee se había puesto verde, con lo que completaba su aspecto de rana.
—En realidad no tienes un ejecutor tras esa cortina, ¿verdad? —preguntó.
—Claro que no. —¿Quoglee era un cobarde? Qué raro—. ¿Tenemos un trato?
El bardo respiró hondo, como si intentase oler al ejecutor, y poco a poco recobró el equilibrio.
—Si me cuentas por qué haces esto. No me creo que sea por el sueño de una puta.
Mama K asintió.
—Si Logan de Gyre fuese rey, el sueño de Jarl de una nueva Cenaria podría llegar a hacerse realidad. Las cosas no tendrían que ser como fueron para mi hermana y para mí de pequeñas, o como lo son ahora para los ratas de hermandad.
—Suena de lo más... altruista —comentó Quoglee.
Mama K no dejó que su tono la enojara.
—Tengo una hija.
—Eso sí que no lo sabía.
—Soy la persona más rica y poderosa de este país, maestro. Sin embargo, el poder de un shinga muere con él, y mi riqueza se la quedará quienquiera que acabe asesinándome. Tener una hija me ha costado al hombre al que amo y casi, casi la vida. Pero por mucho que mi hija me ponga en peligro, más la pongo yo a ella. Necesito que Logan de Gyre sea rey porque es el único modo de pasarme a la legalidad, y pasarme a la legalidad es el único modo de legarle a mi hija algo que no sea la muerte.
Quoglee abrió mucho los ojos.
—No hablas de ser mercader o ni siquiera una reina del comercio, ¿verdad? Pretendes fundar una nueva casa nobiliaria. ¿Cómo comprarías algo así?
—Esa es una historia que contaré después de la coronación. ¿Tenemos un trato?
—¿Quieres que descubra los secretos más oscuros de una reina y componga una canción sobre ellos... en tres días? Es ridículo. Imposible. No hay un bardo en Midcyru capaz de semejante cosa. Pero... —Hizo una pausa teatral, y Mama K tuvo que contenerse para no poner los ojos en blanco—. Pero yo no soy un bardo cualquiera. Soy un genio. Lo haré.
—Canta sin miedo, maestro. Yo me aseguraré de que no interrumpan tu canción.
Quoglee parpadeó con rapidez y volvió a olisquear.
—Eso es. Notas altas de bergamota y gálbano con una tercera que no puedo recordar. Corazón de jazmín y narciso sobre unas notas bajas de vainilla, lirio, ámbar y bosque. Nuec vin Broemar, el perfumero real alitaerano, me enseñó en persona ese aroma. Dijo que era el de la mismísima reina. Nadie más ha vuelto nunca a... —Dejó la frase en el aire y abrió unos ojos como platos.
Mama K sonrió, satisfecha de que el gesto no hubiese caído en saco roto.
El bardo se humedeció los labios anchos y carnosos con una lengua pequeña.
—Si me lo permites, madame Kirena, diría que me asustas e intrigas casi a partes iguales.
Mama K soltó una risilla.
—Te prometo, maestro, que el sentimiento es mutuo.
* * *
Wrable Cicatrices llegó puntual. Siempre lo había sido. En esa ocasión su encuentro tendría lugar en los jardines de estatuas del castillo. Wrable llevaba una túnica de cien colores de hecatonarca, cuyas largas mangas cubrían las cicatrices rituales de sus brazos y manos, al igual que la casulla ocultaba la celosía de marcas que recorrían su pecho y su cuello. Se acercó a ella y le dedicó una sonrisa.
—¿Sí, hija mía? ¿Tenéis pecados que confesar, o pecados que contratar?
Terah de Graesin le regaló una mirada desdeñosa.
—Cometes blasfemia al venir como un sacerdote.
—Entre cien dioses, alguno habrá con sentido del humor. ¿Qué trabajo toca, alteza? Si la gente me ve hablando con vos demasiado tiempo, van a pensar que de verdad os estáis confesando. Quizá se pregunten por qué.
—Quiero que mates a Logan de Gyre. Cuanto antes mejor. —Le picaba el brazo vendado. Se estaba curando del pinchazo que le había dado aquella maldita sombra, pero poco a poco.
Wrable Cicatrices escupió en la grava blanca rastrillada, olvidando que en teoría era un sacerdote.
—Bueno, vale.