Read Más Allá de las Sombras Online
Authors: Brent Weeks
—Tú tienes una posibilidad —le dijo Dorian en voz baja y neutra—. El próximo rey dios podría reclamarte.
—Todas mis amigas van a morir —replicó Pricia, sin siquiera mirarlo.
Su respuesta lo avergonzó. No estaba pensando en sí misma. Aquel lugar empezaba a hacerle pensar con cinismo, como el viejo Dorian.
El resto de las consecuencias de la muerte de Garoth lo golpeó como un mazazo al cabo de un momento. El rey dios no había dejado un heredero claro, y fuera cual fuese el infante que lo sucediera, no cabía duda de que exterminaría a los demás. Si las concubinas estaban al corriente de la muerte de Garoth, los infantes lo sabrían pronto, si no lo sabían ya.
¡Jenine!
Dorian irrumpió en la habitación de los eunucos en la que había dejado a Saltamontes.
—Sácalas a todas de aquí —ordenó al anciano—. Empieza por las vírgenes.
—¿Qué?
—Escóndelas en mi habitación. Por lo menos uno de los infantes intentará adueñarse del harén como credencial para proclamarse el siguiente rey dios. O es posible que los guardias se vuelvan locos. No puedes esconderlas a todas, pero al menos las vírgenes tendrán la oportunidad de que las reclame el próximo rey dios. Si las violan, morirán con las demás.
Saltamontes asintió enseguida.
—Hecho —dijo.
Dorian subió corriendo hacia la torre de los Tygres. Se le cayó el alma a los pies al ver que los terrores que vigilaban la base habían desaparecido. Subió los escalones a la carrera, de tres en tres. Oyó voces al remontar los últimos veinte peldaños:
—... vienes, o te hago daño y luego vienes.
—De acuerdo —dijo Jenine, derrotada.
El pasador de la puerta estaba fundido. El muy hijo de puta. Era Tavi, decidido a violar a Jenine. Dorian abrió la puerta de una patada justo a tiempo para ver cómo Jenine sacaba la daga que le había dejado y la hundía en el pecho de un joven. Este gritó y su vir salió a la superficie de su piel al instante. Una bola blanca del tamaño de un puño golpeó el pecho de Jenine y la mandó disparada a la otra punta de la habitación.
El joven se volvió al oír la puerta, pero no tuvo tiempo de moverse antes de que los proyectiles flamígeros de Dorian lo alcanzasen. Seis le atravesaron el pecho y le salieron por la espalda antes de que cayera al suelo de bruces, muerto. No era Tavi, sino Rivik, su compinche. Dorian fue hasta Jenine.
Estaba gimoteando, afanándose por respirar, con el pecho cóncavo a causa de seis costillas rotas. Dorian le puso la mano encima, para Ver los daños. Jenine se relajó cuando la magia le alivió el dolor. Hueso tras hueso recuperó su posición con un chasquido y sin fisuras; en cuestión de un momento, Dorian había acabado.
Jenine lo miró con los ojos desorbitados.
—Has venido.
—Siempre vendré por ti.
Ella inhaló con cautela.
—Me siento... perfecta.
Dorian sonrió con timidez y empezó a reunir candelabros, estatuas de tygres y cualquier otra cosa de oro que pudiera encontrar.
—No podemos llevarnos todo eso —objetó Jenine.
Dorian soltó el farragoso montón en la mesa. Le guiñó el ojo a Jenine y puso sus manos sobre todos los objetos, por turnos. Uno por uno, se fundieron. El oro formó un charco sobre la mesa que empezó a separarse y conectarse formando coágulos como de mercurio. Los grumos se solidificaron, se volvieron más finos y duros hasta que todos fueron discos planos con la efigie de Garoth Ursuul.
—¿Qué...? ¿Cómo...? —balbució Jenine.
—Las monedas solo valen una fracción de lo que valían las obras de arte, pero son un activo más
líquido
. —Dorian sonrió mientras ella soltaba una risilla maravillada.
Se había permitido esa sonrisa, pero los acontecimientos no se estaban desarrollando conforme a su plan. Maldición, todo estaba preparado para el día siguiente. Lo peor no era que su proyecto se hubiese ido al traste o que no tuvieran caballos, ropa de abrigo para la peligrosa travesía por Aullavientos ni comida seca. Lo peor era que Dorian había usado magia sureña. Cualquier meister que le oliese lo notaría. El Puentelux quizá lo dejara caer al abismo.
El caos reinante en el castillo podría no serles de ayuda. Probablemente pulularían más soldados y meisters de un lado a otro, y sin duda alguna más infantes herederos. Significaba que la meticulosa memorización que había hecho Dorian de las rondas de patrulla y los hábitos personales de los guardias había sido para nada.
Con todo, él estaba allí, a diferencia de los ejércitos del rey dios o cualquiera de sus otros hijos mayores; Jenine estaba viva y a salvo, y los pasos al sur seguían abiertos. Llevado por su ira, había dado rienda suelta a demasiada magia contra Rivik, pero todavía le quedaba suficiente para ocuparse de un meister o incluso un vürdmeister si lo pillaba desprevenido.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó al ver que Jenine daba la vuelta al cuerpo de Rivik. No quería que tuviese que ver aquello.
—No puedo ir así. Me pondré su ropa —contestó ella.
Juntos, desnudaron a Rivik. Había una mancha de sangre en la parte delantera de la túnica donde Jenine lo había apuñalado y seis quemaduras pequeñas delante y detrás, pero por lo demás estaba en buen estado. Rivik había sido un joven menudo, de manera que la túnica solo le quedaba un poco grande.
Jenine se quitó la blusa y se pasó la túnica del joven muerto, sin pedir a Dorian que apartase la vista o se diera la vuelta. Él la miró boquiabierto y paralizado y luego desvió la mirada por recato, para después preguntarse por qué sentía él vergüenza y ella no, volver a mirar y apartar la vista. ¡Le doblaba la edad! Era hermosa. Era aguerrida. Estaba dando una lección de sentido común: no tenían tiempo para remilgos. Jenine sacó la cabeza por el cuello de la túnica y vio la expresión de su cara.
—Pásame las calzas, haz el favor —le pidió como si tal cosa.
El rubor de sus mejillas reveló a Dorian que era un farol, de modo que correspondió a su descaro y la observó mientras se quitaba la falda. Jenine le arrancó las calzas de las manos.
—Si no vas con cuidado, Mediombre, vas a ser bastante más que medio... —dijo con una mirada cargada de sentido a las calzas de Dorian, pero luego sus ojos se desviaron hacia el cuerpo que había detrás del mago. Su chanza quedó a medio decir y su rostro perdió el color subido—. Vámonos de aquí —dijo—. Odio este sitio. Odio este país entero.
Acabó de vestirse en silencio y se caló el sombrero de alas caídas que Dorian había llevado con frecuencia para ocultar su cara en la medida de lo posible, después de recogerse la larga melena en un moño sobre la coronilla. Al final, era un pobre disfraz, no por la ropa sino porque Jenine no caminaba como un hombre y no podía aprender en los escasos instantes que Dorian estaba dispuesto a perder enseñándole. Sin embargo, aunque no pareciese un hombre, tampoco parecía una princesa. Tendrían que confiar en que todo el mundo estuviera distraído.
Feir había pedido dos horas para sacar la espada de Lantano Garuwashi del bosque de Ezra. No tenía ni idea de cuánto había pasado. A decir verdad, no recordaba cómo había llegado a aquel lugar. Alzó la vista hacia las imponentes secuoyas que se estiraban hacia el cielo.
Bueno, por lo menos sabía dónde estaba. Se encontraba sin duda alguna en el bosque de Ezra. Se miró las manos. Tenía arañazos en ambas y le dolían las rodillas, como si se hubiera caído. Se tocó la nariz y notó que se había roto y luego había sido enderezada. Aún tenía una costra de sangre seca en el labio superior.
Dorian le había contado historias sobre hombres que se habían dado un golpe en la cabeza y habían perdido la memoria, olvidando todo lo anterior al golpe o, más habitualmente, perdiendo por completo la capacidad de recordar cualquier cosa tras el accidente. Podían conocer a una persona y, si esta salía de la habitación y regresaba al cabo de cinco minutos, la saludarían una vez más como a un desconocido. Durante unos instantes Feir montó en pánico ante la idea misma pero, aparte de su nariz, no notaba ningún síntoma de haberse dado un golpe en la cabeza. Recordaba su despedida de Lantano Garuwashi, recordaba que se había acercado a la inmensa burbuja de hechizos que rodeaba el bosque de Ezra y recordaba el desbarajuste de esa magia cuando, kilómetros al este, los lae’knaught habían entrado en el bosque, donde habían quedado atrapados. Feir había aprovechado esa confusión para enmascarar su propio intento. Sin embargo, a partir de entonces, no recordaba nada.
En ese momento se encontraba de cara a la burbuja, como si partiera. Dio un par de pasos más, desorientado, y bordeó el tronco de otra secuoya gigante. Ante él, a menos de cincuenta pasos de distancia, justo al otro lado de la barrera mágica, estaban Lantano Garuwashi e, inexplicablemente, Antoninus Wervel.
Tal vez he enloquecido.
Antoninus Wervel era un mago rojo, uno de los hombres más poderosos e inteligentes que había recorrido los pasillos de Sho’cendi desde hacía décadas. Era un modainí gordo y se habían tratado en términos cordiales durante años. Verlo encogido con las piernas torpemente cruzadas junto a Lantano Garuwashi, que se sentaba con la misma elegancia con que lo hacía todo, resultaba surrealista.
Entonces vieron a Feir y se levantaron a la vez. Antoninus gritó algo pero, aunque ya les separaban solo cuarenta pasos, Feir no lo oyó.
Caminó derecho hasta el muro de magia. No sabía qué ingenioso conjuro había empleado para entrar en el bosque, pero a todas luces no había sido lo bastante ingenioso. Estaba vivo solo por la buena voluntad de lo que fuese que vivía allí. De modo que Feir atravesó directamente la magia, que se deslizó en torno a él; por un instante, habría jurado que algo entre los árboles se divertía a su costa.
Después salió.
—¿Qué haces aquí? —preguntó a Antoninus Wervel.
El modainí se rió.
—Escapas del bosque de Ezra, algo que no ha conseguido ningún mago en siete siglos, ¿y te interesas por mí?
—¿Tienes mi espada? —preguntó Garuwashi con impaciencia.
Feir llevaba a la espalda un macuto que no tenía cuando había entrado en los dominios de Ezra.
—Él primero —dijo.
Antoninus alzó sus cejas pintadas con kohl, pero habló:
—Vine con una delegación de Sho’cendi para recuperar a Curoch. Después de la batalla de la arboleda de Pavvil, la delegación partió de vuelta. Estaban seguros de que, si Curoch hubiese estado presente en una batalla tan desesperada y con tantos magos y meisters, alguien habría intentado usarla. Nadie lo hizo, de modo que decidieron volver por donde habían venido y seguir otras pistas. La verdad es que no creo que lord Lucius confíe en todos los integrantes de nuestra delegación. Él y yo no nos tenemos aprecio, pero sabe de qué lado recaen mis lealtades, de modo que me dejó ir. Y ahora te toca a ti, Feir. ¿Has recuperado Ceur’caelestos?
El maldito modainí se las sabía todas. Feir supuso que el mago rojo había visto a Feir blandiendo una espada casi mítica cuando ellos andaban buscando otra espada casi mítica y había sumado dos y dos.
Abrió el macuto. Dentro había una nota con señas e instrucciones, escritas con mala letra, como si el responsable no dominara el idioma. Feir la leyó con rapidez y recordó fragmentos sueltos de lo que había pasado en el bosque de Ezra. Dejó a un lado la nota y sacó del macuto una empuñadura; solo una empuñadura, sin filo. Era una réplica perfecta de la de Ceur’caelestos, y encajaría a la perfección con la vaina de Lantano Garuwashi. Mientras el sa’ceurai no desenfundase su espada, nadie se enteraría.
—¿Qué es esto? —exigió saber Lantano Garuwashi.
—Son tres meses —anunció Feir.
—¿Qué?
—Ese es el tiempo que necesito —dijo Feir—. Soy un Hacedor, Garuwashi, y he recibido instrucciones en el bosque: una profecía que dejó Ezra en persona, hace siglos. Si preferís la muerte, seré vuestro segundo, pero si queréis vivir, aceptad esta empuñadura. Antoninus y yo iremos al Túmulo Negro y haremos cosas que nadie ha hecho desde los tiempos de Ezra. Tendré lista vuestra Ceur’caelestos para la primavera. —O al menos una falsificación de órdago—. Podéis ser el rey que siempre habéis deseado ser.
Lantano Garuwashi recapacitó durante un largo rato, con los ojos ardientes y luego fríos, atrapado entre sus deseos y su honor.
—¿Juras que me traerás mi ceuros?
—Lo juro.
Lantano Garuwashi cogió la empuñadura.
* * *
Logan cabalgaba junto a Kylar a la cabeza de sus quinientos jinetes y novecientos infantes. Sus guardaespaldas avanzaban a diez pasos de distancia, para concederles intimidad. El simplón de los dientes afilados, Chirríos, cabalgaba en su lugar de costumbre al flanco de Logan, pero le daba igual lo que pudieran decir; solo le gustaba estar cerca. Kylar desenrolló una carta resobada.
—¿Qué llevas ahí? —preguntó Logan.
Kylar le dedicó una mirada inescrutable, se encogió de hombros y le entregó la nota. Con letra pequeña y apretada, rezaba:
Hola, yo también pensaba que era mi última. Él me dijo que recibía una más por los viejos tiempos. Puede que hasta dijera la verdad. Ten cuidado con las personas a las que amas. No sigas profecías. No dejes que te usen para traer al Gran Rey. Tu secreto es tu más preciada posesión. Eres más importante de lo que yo nunca fui, chaval. A lo mejor todos estos años no hice sino guardarte el sitio. NO HAGAS TRATOS CON EL LOBO.
—Entiendo que todo esto significa algo para ti —dijo Logan.
—No todo —respondió Kylar.
—¿Quién es el Lobo? —preguntó Logan.
—Alguien con quien hice un trato justo antes de encontrar esta carta.
—Uf. ¿Y el Gran Rey?
Kylar hizo una mueca.
—Esa era la parte con la que esperaba que pudieses ayudarme.
Logan caviló.
—Hubo un Gran Rey que gobernó Cenaria y varios países más hace unos cuatrocientos años, pero Cenaria ha estado en manos de muchos países diferentes en el último milenio. Suena a cosa de los Ursuul. Son los únicos de Midcyru en condiciones de gobernar por encima de otros reyes. Supongo que están desenterrando una profecía para darse legitimidad. ¿El secreto es lo que creo que es? —preguntó Logan.
—Ya hemos llegado —dijo Kylar.
Habían bordeado el bosque de Ezra buscando señales de los lae’knaught. Kylar había dicho que era algo que Logan debía ver con sus propios ojos.
A cincuenta pasos de distancia, Logan vio un muro de muertos. Había centenares de ellos apretados contra una barrera invisible, intentando huir del bosque. En algunos puntos el manto de cadáveres alcanzaba los seis metros de altura, pues los hombres se habían encaramado a los muertos con la esperanza de llegar al final del muro invisible. No había movimiento. Nadie se había librado con meras heridas. Todos los cuerpos estaban destrozados, desgarrados por unas zarpas que debían de poseer la fuerza de un dios. Había yelmos aplastados hasta quedar lisos, faltaban algunas cabezas, había espadas partidas como ramitas y hasta los caballos estaban muertos, con la cabeza arrancada, los tendones atravesando de la piel y algunos músculos partidos en vez de desgarrados.