Read Más Allá de las Sombras Online
Authors: Brent Weeks
Dorian de repente sintió un vacío en el estómago. Sospechaba que mucho.
Volvió a mirar el cuerpo de Pricia que colgaba en la habitación. Allí la muerte era tan común que la vida no se consideraba sagrada. ¿O iría la relación causa-efecto en el sentido contrario?
—¿Cómo te llamas, Saltamontes? Tu nombre auténtico.
—Se me ordenó olvidar... Disculpadme, santidad, me llamaba Vondeas Hil.
—Pensaba que el clan Hil había sido aniquilado. —Garoth había usado a los kruls para exterminarlos.
—El rey dios me salvó de... —Vaciló—. De los calderos de carne. Creyó que tenía potencial. Hice lo que pude por demostrarle que había acertado.
Los calderos de carne. De modo que los kruls y sus hábitos alimentarios no eran un gran secreto.
—Vondeas Hil, recordaré tu nombre y los sacrificios que has realizado. ¿Me servirás como jefe de mis Manos?
Vondeas hizo una profunda reverencia.
—Tengo preguntas para ti. ¿Dónde están mis doscientos vürdmeisters desaparecidos?
—El vürdmeister Neph Dada hizo un llamamiento religioso cuando su santidad vuestro padre murió. Reclamó a todos los vürdmeisters que le ayudasen a llevar a Khali a casa. En este momento, vuestras Manos creen que se encuentran en vuestras tierras orientales.
El este de Khalidor estaba poco poblado. No había grandes ciudades; no las había desde que Jorsin Alkestes convirtió Trayethell en el Túmulo Negro.
—¿Están en el Túmulo Negro? —preguntó Dorian.
—En sus inmediaciones, como mínimo. No conocemos la ubicación exacta. Los espías que han intentado infiltrarse en el campamento no han regresado.
Bueno, al menos ese era un problema que podía esperar. Meisters y magos, vürdmeisters y archimagos llevaban siglos dándose de cabezazos contra el Túmulo Negro. Neph Dada al frente de doscientos vürdmeisters era un problema serio, pero al menos Dorian tendría hasta la primavera para consolidar sus fuerzas, y Neph no se molestaría en reclutar un ejército. Lo único que importaba al ex tutor de Dorian era la magia. Aun así, era un problema que precisaba atención.
—Redobla vuestros esfuerzos. Quiero saber qué intentan y qué han logrado, si es que han logrado algo.
—Sí, santidad.
—¿Cuántos infantes están completando su uurdthan?
—Diecisiete que yo sepa.
—¿Cuántos de ellos están en condiciones de constituir una amenaza creíble contra mí en los próximos seis meses? —preguntó Dorian.
—Debéis entender, santidad, que vuestro padre me ocultaba secretos incluso a mí, de modo que cualquier cosa que os diga llegará solo hasta donde alcance mi conocimiento, y es cierto que sabía más de lo que él sabía que yo sabía, pero no puedo tener la certeza absoluta de conocer a todos sus infantes. Sé que Moburu Ander está vivo y que intenta sublevar a los salvajes. Me llegan informes de que se cree una especie de Gran Rey de profecía. Eso a vuestro padre le importaba poco. Más le importaba que pareciera que existían ciertas pruebas de colusión entre Neph Dada y Moburu, aunque él y yo creíamos que cualquier asociación entre los dos era coyuntural en el mejor de los casos.
—Sí, no me imagino a Neph dejando vivir a nadie después de que haya servido a sus fines. Tampoco a uno de mis hermanos.
—El único otro infante del que tengo noticias es uno del que en teoría no debía saber nada, y no llegué a enterarme de su nombre. Formaba parte de una delegación de magos de guerra que Sho’cendi envió para recuperar a Curoch. Los magos llegaron hasta Cenaria y presenciaron la batalla de la arboleda de Pavvil, para después regresar a Sho’cendi convencidos de que Curoch no estuvo presente.
Dorian arrugó la frente. Estaba seguro de antemano de que algunos de sus hermanos intentarían infiltrarse en la escuela de fuego como a él lo habían enviado a la de sanación, pero descubrir que uno lo había conseguido le dejaba en la boca el repulsivo sabor de la traición. Conocía a la mayoría de los magos a los que podrían haber encomendado tal misión. ¿Había sido amigo de uno de sus traicioneros hermanos? Meneó la cabeza. Aquello era una distracción. Moburu y Neph constituían el auténtico problema, y sobrevivir hasta que pudiera cohesionar a sus hombres contra ellos.
—Muy bien, Saltamontes. Gracias.
Saltamones hizo una reverencia más y, cuando se enderezó, presentaba la expresión algo ofuscada del eunuco de siempre.
—¿Dorian? Dorian, os he estado buscando por todas partes —dijo Jenine, mientras entraba en la habitación.
Dorian, horrorizado, cayó en la cuenta de que seguía en una sala con una niña ahorcada. Aunque aprender a concentrarse le había aportado muchas cosas buenas, no creía que la capacidad de desentenderse de la ruina de una jovencita fuese una de ellas. Por el Dios, era una tragedia, y él se había quedado tan tranquilo recapacitando sobre política. ¿En qué se estaba convirtiendo? Su estómago amenazó con rebelarse.
Jenine traía una sonrisa tímida. Desde donde estaba, no podía ver el cuerpo colgante de Pricia. Llevaba un sencillo vestido de seda verde que se unía bajo sus pechos.
—He tomado una decisión —dijo, mientras avanzaba—. Me casaré con vos, Dorian, y aprenderé a amaros como vos me amáis.
—Jenine, no deberías...
Pero era demasiado tarde. Jenine vio el cuerpo ahorcado y desnudo y la primera expresión en la cara de la mujer a la que amaba en el momento de darle el sí fue de horror.
—¡Oh, dioses! —exclamó Jenine, llevándose una mano a la boca.
—Yo la he matado —dijo Dorian, y vomitó.
—¿Qué? —preguntó Jenine. No fue a consolarlo.
—Prefirió suicidarse a que la obligaran a arder en la pira de Garoth —explicó Saltamontes con voz queda.
Dorian estaba de rodillas. Parpadeó y agarró un trapo del suelo para limpiarse el vómito de la boca. Solo después de secarse la barba observó la tela que tenía en la mano. Era la ropa interior de Pricia. Todavía olía a su perfume.
Volvió a vomitar y se puso en pie con esfuerzo. En esa ocasión se limpió la boca con su capa y se volvió para no ver el cuerpo de Pricia.
—Saltamontes —dijo—. Ocúpate de ella, por favor. Y dobla la vigilancia a las concubinas. Jenine, necesito que me ayudes a tomar una decisión difícil. Podría tener... consecuencias para nuestro compromiso.
Vi echó agua fría de una jarra de cobre en la palangana y se salpicó la cara. Sobre la estrecha mesa que había junto a la puerta vio una nota dirigida a
Viridiana
. No la tocó. Estaría lista cuando estuviese lista. La habitación daba pena. Era más bien un trastero. Entre las paredes de piedra pelada apenas había espacio suficiente para encajar el camastro con su delgado colchón de paja. Al pie del lecho había un cofre para sus pertenencias y la palangana. El cofre estaba vacío. Se habían llevado hasta sus lazos para el pelo. Las novicias solo poseían lo que la Capilla les daba. En el caso de Vi, eso significaba un vestido blanco de novicia que no era de su talla. Lo que más rabia le daba era que sabía que tenían un vestido que le iba a la perfección, como si el maestro Piccun hubiese tenido un golpe de genialidad al trabajar con lo que debería haber sido una lana irremisiblemente inatractiva y de algún modo hubiera derrotado al tejido hasta lograr que Vi estuviese deslumbrante.
Lo cual, a todas luces, no era el objetivo deseado. Aquel vestido había desaparecido sin dejar rastro, sustituido por el saco blanco que llevaba en ese momento. No se habían molestado en cortarle uno a medida. El que llevaba al despertarse era manifiestamente de segunda mano, por bien que estuviese —o eso esperaba Vi— limpio, y la dueña anterior había sido más gorda que alta. El vestido no caía ni hasta las rodillas de Vi.
Se peinó hacia atrás con gestos irritados. Se habían llevado sus puñeteros lazos. No pensaba ir a sus lecciones. No pensaba salir de la habitación. Ya le habían quitado suficiente. Miró a su alrededor en busca de algo que pudiera usar. Sus ojos fueron a dar en la jarra de cobre.
—Que les den por culo —dijo para activar su Talento mientras arrancaba el asa. Al cabo de un minuto su melena estaba recogida en una trenza tensada con saña—. Que les den por culo —repitió, y apretó el cobre hasta formar un círculo estrecho con el que se sujetó el pelo.
Cogió la nota y la desdobló.
Viridiana, después de tus lecciones de esta mañana, haz el favor de ir al comedor privado. Elene desea conocerte.
HERMANA ARIEL
Vi no podía respirar. ¿Elene? Joder. Sabía que Elene se presentaría tarde o temprano, pero ¿tan pronto?
La puerta se abrió de par en par y una adolescente desabrida miró de un lado a otro de la habitación con recelo, mientras levantaba los brazos como si estuviese invocando unos poderes inmensos.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó la chica—. ¡Has usado magia! ¡Dos veces! No lo niegues.
Vi se rió, nerviosa al principio y luego de buena gana, contenta por la distracción. La chica prácticamente jadeaba por haber corrido. Tenía los mofletes colorados y la frente perlada de sudor bajo su pelo oscuro. Era lo bastante baja y gorda para que Vi se preguntara si aquel saco de sebo había sido la propietaria anterior de su conjunto. Tenía unos quince años, su vestido de algodón blanco estaba ribeteado de azul y en su pecho destacaba un broche con una balanza de oro.
—Me has pillado —dijo Vi.
—¡Lo reconoces!
Vi alzó una ceja.
—Por supuesto. Ahora largo. Y llama la próxima vez.
—¡Está prohibido!
—¿Llamar está prohibido? —preguntó Vi.
—No.
—Entonces inténtalo la próxima vez, botijo.
—Me llamo Xandra, y soy la monitora de planta. Has usado magia, dos veces. Eso son dos días de trabajo en la cocina por ser la primera falta. Y me has faltado al respeto. ¡Eso es una semana!
—Serás hija de puta.
—¡Palabrotas! ¡Otro día! Me avisaron de que traerías problemas. —Xandra estaba temblando de ira, lo que hacía que sus grasas se sacudieran.
—Tiene que ser una puta broma, joder —dijo Vi.
—¡Falta al respeto y más palabrotas! ¡Se acabó! Te presentarás de inmediato ante la señora Jonisseh para que te dé con la vara.
—¿Llamas a eso faltarte al respeto, cerda chillona? —Vi dio un paso al frente. Xandra abrió la boca y levantó los brazos.
—Graakos —dijo Vi.
El escudo brotó en el acto y lo que Xandra lanzó contra ella, fuese lo que fuera, rebotó limpiamente contra la barrera. Vi agarró a la chica por el brazo, se lo retorció y la sacó volando de la habitación. Xandra se deslizó tres metros largos por el suelo pulido del pasillo. Cuando Vi asomó la cabeza, vio al menos treinta niñas pequeñas mirándola fijamente, con los ojos como platos, la mayoría menores de doce años.
—Por favor, llama la próxima vez —dijo Vi. Giró sobre los talones y cerró de un portazo.
En el pasillo, oyó rabiar a Xandra:
—Dar portazos, eso son...
Vi abrió la puerta y fulminó con la mirada a la monitora, que seguía tumbada como un fardo contra la pared del fondo. Las palabras se secaron en la boca de Xandra. Vi dio otro portazo, se sentó en la cama, recogió la nota, intentó no llorar y fracasó en el empeño.
En toda su vida, Kylar nunca había visto tan contenta a la gente de las Madrigueras. Los Perros de Agon se habían quedado junto a los carros llenos de grano y arroz para dirigir la distribución. Todos los Perros eran miembros del Sa’kagé, y se les había metido entre ceja y ceja asegurarse de que los alimentos se repartieran de forma justa.
—Ya nos darán lo nuestro —oyó que un Perro le decía a un gorila enfurruñado del Sa’kagé—. Lo sé de buena tinta. ¡Ahora asegúrate de que esos ratas de hermandad comparten!
Los conejos formaron largas colas que avanzaban sin prisa pero sin pausa, y un encallecido viejales sacó una flauta, se sentó en su flamante saco de arroz y empezó a tocar. En cuestión de momentos, los conejos estaban bailando. Una mujer no tardó en tener varios pucheros hirviendo, y cualquiera que echase un puñado de su arroz o su grano en una olla podía llevarse de otra y al momento una ración entera y condimentada. La mujer servía pan, arroz y pronto vino. Alguien aportó hierbas, otro mantequilla, otro carne. En un abrir y cerrar de ojos, se montó un banquete.
En una pausa entre canciones, uno de los Perros de Agon se puso en pie y gritó:
—Lo mismo os suena mi cara. Soy Conner Gancho, talmente, y crecí en este barrio. Os he visto y os conozco y creedme si os digo, por los cojones del Gran Rey, que como alguno de vosotros pase dos veces por la cola, lo llamaré por su nombre y añadiremos su jodido culo al puchero de carne, ¿entendido?
Los conejos prorrumpieron en vítores, y la cola se redujo considerablemente. Para los habitantes de las Madrigueras, acostumbrados a que la corrupción fuese la norma incuestionable, se trataba de un regalo tan inesperado como la propia comida gratuita. Kylar prestó atención y oyó más de un brindis por Logan de Gyre, muchas variaciones de la historia en la que mataba a un ogro, reproducciones llorosas y ebrias del discurso mediante el que instauró la Orden de la Jarretera y la palabra
rey
murmurada una docena de veces. Sonrió torvamente y después se quedó petrificado.
Entrevió una mujer delgada con el pelo largo y rubio al otro lado de la plaza. En comparación con los conejos, estaba tan limpia que resplandecía, y atisbó un destello de dientes blancos cuando sonrió. Se le paró el corazón.
—¿Elene? —susurró.
La mujer dobló una esquina y desapareció. Kylar fue tras ella, empujando y esquivando entre la muchedumbre alegre y bailarina. Cuando llegó a la esquina, la chica ya había recorrido cincuenta pasos de la callejuela serpenteante y estaba girando por otra. La persiguió con la velocidad de su Talento.
—¡Elene! —La agarró del hombro y ella dio un respingo, sobresaltada.
—Hola... ¿Kylar, no? —preguntó Daydra. Había sido una de las chicas de Mama K. Su especialidad era hacerse la virgen. De lejos, se parecía a Elene.
A Kylar le dio un vuelco el corazón, y no estuvo seguro de si se debía más a la decepción o al alivio. No quería a Elene allí. No la quería en aquella cloaca de ciudad ni en ningún sitio cercano cuando asesinara a la reina pero, al mismo tiempo, tenía tantas ganas de verla que le dolía.
Daydra le sonrió con timidez.
—Verás, ya no trabajo las sábanas, Kylar.
Él se ruborizó.