Read Más Allá de las Sombras Online
Authors: Brent Weeks
Luc parecía confundido.
—No han abierto ninguna brecha. Firmaron un tratado. —Al ver la expresión del rostro de su hermana, Luc se apresuró a continuar—. Cuando he exigido saber con qué derecho habían negociado un tratado, me han dicho que con el tuyo. Les sorprendía que no lo supiera.
Terah se hundió en el trono. Se adivinaban las sucias zarpas del Sa’kagé en todo aquello.
—¿Cuáles son los detalles del tratado?
—No lo pregunté.
—¡Idiota!
Luc tragó saliva.
—Hay carros ceuríes llenos de arroz y grano dirigiéndose a todos los rincones de la ciudad. Los ceuríes están repartiendo su comida entre nuestro pueblo.
—¿Han dejado que el ejército ceurí atravesara las murallas?
—Solo Lantano Garuwashi y los carros. Pero las puertas siguen abiertas. La gente está saliendo al campamento ceurí y celebrándolo con ellos.
Al cabo de unos minutos, Terah salió a un balcón con vistas a la ciudad. Era un despejado día de otoño; el sol brillaba pero apenas daba calor. Su luz espejeaba en el puente de Vanden al reflejarse en centenares de hombres con armadura.
—¿Logan está desfilando por las Madrigueras? —preguntó Terah. ¿Por qué hacía semejante cosa? ¿Quién se sentiría seguro allí?
—Los conejos lo adoran —explicó Luc.
La procesión volvió desfilando hasta el lado oriental y viró hacia el castillo. Las calles habían estado abarrotadas cuando había marchado el ejército de Terah pero, con la llegada de Logan, la ciudad parecía haberse vaciado entera. Los mismos vítores sonaban diferentes. Le daba un miedo tremendo.
—Convoca a mis asesores —ordenó—. Necesito saberlo todo sobre este tratado antes de que Garuwashi llegue al castillo. ¿Es mi aliado, mi vasallo o mi señor? Los dioses no lo quieran, ¿es mi marido? ¡Ve, Luc, en marcha!
Después de aplicarse el maquillaje adecuado, Kylar se sujetó a Sentencia a la espalda, se puso unos trapos tan mugrientos y apestosos que le daba asco llevarlos y se cargó un zurrón lleno de ropa de noble. Volvió a montar las trampas de la puerta con venenos que debilitarían sin llegar a matar y después se subió a la escalerilla. Ya era por la mañana temprano y tenía que salir a ciegas. Había esperado un cuarto de hora, familiarizándose con los sonidos de la calle.
Oyó el sonoro golpe de un casco de caballo al pisar su losa. Allí lo tenía. Esperó un segundo más mientras se cubría la ropa con el ka’kari y se hacía invisible. Abrió la losa mientras pasaba un carro por encima, salió a rastras, giró sobre su estómago, cerró la puerta secreta y lanzó algo de polvo sobre la losa limpia. El eje de atrás del carro se enganchó a Sentencia. Volteó a Kylar y lo arrastró durante un trecho antes de que lograra zafarse. El carretero soltó una palabrota y miró hacia atrás, pero no vio nada.
Kylar se levantó, invisible, y se dirigió a un callejón. Dejó caer las sombras y examinó sus trapos para ver qué daños les había causado el ka’kari esa vez. Nada grave, salvo por un par de agujeros en la espalda que podrían dejar a la vista a Sentencia. Movió el zurrón para que tapara los orificios, fingió una cojera y se puso en marcha hacia El Descanso de la Garza. Estaba en el cruce de Sidlin y Vanden, y por tanto era una de las pocas posadas de la ciudad donde se podía entrar vestido de harapos y salir envuelto en sedas sin llamar la atención.
No había recorrido ni dos manzanas cuando avistó la emboscada. Los chavales de una hermandad estaban escondidos entre las cenizas y los cascotes que llenaban el callejón. La mayoría de ellos sostenían piedras, pero entrevió a uno o dos armados con espadas khalidoranas, reliquias, sin duda, de la Nocta Hemata. Había tiempo de dar media vuelta, pero Kylar no lo hizo por un motivo: vio a Azul. Había olvidado esconder el dinero que le había prometido. La chica hasta podría haber cumplido su parte del trato y trasladado a su equipo, aunque Kylar lo dudaba.
El chico más corpulento de la hermandad fue el primero en ponerse en pie. Era bajo para tener dieciséis años y estaba demacrado, como todos ellos, aunque no tenía la barriga distendida por la desnutrición que presentaban algunos de los pequeños. Blandía una espada khalidorana y miraba de reojo a los demás chicos en busca de apoyo.
—Danos todo el dinero y esa bolsa y podrás marcharte —dijo. Se pasó la lengua por los labios.
Kylar observó el círculo que habían formado. Diecisiete, todos muertos de miedo, la mayoría pequeños. Azul lo miraba con los ojos entornados y cara de sospecha. Le sonrió.
—Me olvidé de darte esto —dijo, mientras sacaba una moneda de oro del bolsillo. Era mucho más de lo que había prometido, pero a aquellos chicos no les vendría mal. Se la lanzó.
Uno de los grandes malinterpretó el movimiento y lanzó su piedra contra la cabeza de Kylar. Este esquivó el proyectil, que casi descalabró a otro grande situado al otro lado. Aquel arrojó su roca y, en cuestión de un momento, el círculo estalló en una lluvia de piedras y estocadas.
Con un golpe de Talento, Kylar saltó tres metros en el aire, hizo un mortal, desenvainó a Sentencia y la recubrió con el ka’kari. Al aterrizar, giró en círculo, pasando de la Caída del Oso Plateado al Céfiro de Garran, con el que partió tres espadas a la altura de la empuñadura. Desde Sentencia, el ka’kari lanzó una corriente de magia que recorrió la piel de Kylar.
¿Qué ha sido eso?
—Impresionante. Mira.
La hermandad se había quedado paralizada, y hasta los grandes que de repente sostenían unas espadas rotas contemplaban a Kylar, y no sus armas. Se echó un vistazo a sí mismo y vio que de algún modo había perdido la túnica y su piel brillaba como si estuviera iluminada por dentro, como si irradiara un poder que apenas podía contener.
No te he dicho que hicieras eso.
—Querías pararlos sin matarlos, ¿verdad?
—Os dije que era él —anunció Azul.
Kylar experimentó una abrumadora sensación de déjà vu. Lo tomaban por Durzo. ¿Acaso el ka’kari también le había puesto esa cara? Se encontraba en la misma situación que Durzo había pasado una década atrás cuando la hermandad de Azoth intentó atracarle. Sin embargo, ahora estaba en el lado de Durzo. Las cosas se veían diferentes desde allí.
—Es Kylar —susurró Azul.
—Kylar —repitieron dos chicos.
El sobrecogimiento de sus voces dejaba claro que pensaban estar atracando a una leyenda. En torno al círculo se oyó un estrépito de piedras caídas al suelo. El grupo retrocedió, atrapado entre el deseo de huir y la curiosidad. Solo en ese momento los grandes desviaron la vista a sus espadas, que humeaban levemente, mientras unos cuantos se frotaban con aire ausente las extremidades o las costillas magulladas por alguna pedrada perdida.
—¿Cómo conocéis ese nombre? —preguntó Kylar, que sintió un repentino estremecimiento de miedo.
—Una vez oí hablar a Jarl donde Mama K —respondió Azul—. Dijo que eras su mejor amigo y que antes erais dragones negros. Y Mama K nos contó una vez que el mejor dragón negro de la historia se hizo aprendiz de Durzo Blint. Sumé dos y dos.
Kylar no podía moverse. Durzo había dicho hacía mucho tiempo que la verdad siempre sale a la luz. Si aquellos críos sabían que Kylar era un ejecutor y el aprendiz de Durzo, un enemigo podía descubrirlo en cualquier momento. Quizá ya hubiese circulado el rumor, o tal vez a sus enemigos jamás se les ocurriría preguntar a un hatajo de ratas de hermandad. No había manera de saberlo.
No era culpa suya, pero
Kylar
tenía que desaparecer. Su tiempo estaba agotado. Si alguna vez volvía a Cenaria, tendría que hacerlo como un hombre diferente, con otro nombre y otros amigos, o ninguno. Tendría que abandonarlo todo, como Durzo había abandonado todo cada diez o veinte años. Era el precio de la inmortalidad.
—Por favor, señor —dijo el grande asustado que le había plantado cara el primero, pasándose otra vez la lengua por los labios—. Tomad a Azul como aprendiza. Es la más lista. Merece salir de aquí.
—¿Creéis que esto es salir? —le espetó Kylar—. ¡Estaré muerto en menos de una semana!
Llevó el ka’kari a su piel y emitió con él un fogonazo de fuego azul. Los chicos levantaron las manos para taparse los ojos y, cuando volvieron a mirar, Kylar no estaba.
Seguidos por generales, guardaespaldas, Agon y un campechano ceurí llamado Otaru Tomaki, Logan y Lantano Garuwashi entraron con paso firme en el salón del trono. Logan se arrodilló ante el sitial, como hizo el resto de los cenarianos; los ceuríes hicieron una profunda reverencia; Lantano Garuwashi inclinó la cabeza con un tintineo de los anillos que llevaba en la larga cabellera pelirroja.
—Levantaos —dijo la reina Graesin.
Estaba cálidamente regia con su vestido rojo apagado con ribetes verdes, a juego con las joyas que llevaba al cuello y en las orejas. Descendió los siete escalones que la separaban de Garuwashi y Logan.
—Duque de Gyre —dijo, con una sonrisa—, nos habéis servido excelentemente. Os recompensaremos con la generosidad que merecéis. —Se volvió hacia Lantano Garuwashi—. Alteza, es un honor. Sed bienvenido a nuestra corte.
Logan apenas pudo contener un suspiro de alivio. De modo que la reina había recibido sus cartas, al fin y al cabo. Sus respuestas habían tenido algo extraño, una ausencia del desdén que se esperaba. Quizá había decidido que, con su autoridad asegurada, debía empezar a actuar más como una reina.
—Por favor, llamadme Garuwashi. No soy rey, todavía —dijo Lantano Garuwashi, con una sonrisilla y algo más.
Las tradicionales vestiduras ceuríes de seda doblada sobre unos pantalones anchos tendían a ocultar la constitución de un hombre, pero Garuwashi podría haberse cubierto con un montón de sábanas viejas y aun así rezumaría virilidad. Su pelo brillaba como oro rojo, retirado en una cola de caballo y entrelazado con docenas de mechones ajenos, como las rayas de un tigre. Tenía la mandíbula pronunciada, la cara delgada y bien afeitada, los hombros anchos, la cintura estrecha y las mangas cortadas más de lo normal, ya fuese para tener más libertad de movimientos o para enseñar sus gruesos y musculosos brazos. Logan se fijó en que Terah de Graesin los apreciaba; Garuwashi le devolvió las miradas con descaro.
—Tampoco yo soy reina, todavía —replicó Terah—. Aunque me complacería enormemente que fueseis mi invitado en la coronación.
—Sería un honor. Y quizá, a estas alturas del año que viene, vos podáis ser mi invitada en la mía.
—¿Me permitís que os enseñe mi castillo? —preguntó Terah, mientras tendía una mano a Garuwashi y despedía al resto de los presentes.
Por la expresión de los ojos de ambos, Logan calculó que Lantano Garuwashi llegaría pronto a la torre del homenaje.
Se llamaba Pricia. Era la concubina de catorce años que había llorado por sus amigas y no por sí misma a la muerte de Garoth. Se había ahorcado con un cinturón de seda. Estaba desnuda, con la ropa a un lado, bien doblada en un montón, toda su belleza desaparecida. Tenía la cara descolorida, los ojos abiertos e hinchados, la lengua salida y un reguero de caca en sus bellas piernas. Dorian la tocó y descubrió que su cuerpo solo se había enfriado un poquito. A su contacto, el cadáver se balanceó ligeramente. Era obsceno. Se frotó la cara.
Tendría que haberlo visto venir. Las concubinas probablemente se habían enterado de la recuperación del cuerpo de Garoth antes incluso que Dorian. Para los guardaespaldas del rey dios, haberlo recuperado suponía una modesta reclamación de honor. Para las concubinas, significaba la muerte.
De las mujeres del anterior rey dios se esperaría que se le uniesen en la pira. Solo se salvaría a las vírgenes y las concubinas que el siguiente rey dios deseara. Dorian había dicho que no reclamaba ninguna. Las mujeres pensaron que arderían todas.
—¿Cuándo caíste en la cuenta, Saltamontes?
—¿Santidad? —preguntó este—. No estoy seguro de entender la pregunta.
—Prueba otra vez.
Saltamontes carraspeó, asustado.
—Yo estaba con el resto de las concubinas. Pricia ha venido a esta habitación a recoger algo. No tenía ni idea de...
—Prueba. Otra. Vez —interrumpió Dorian con frialdad.
Saltamontes escudriñó el rostro de Dorian, con los ojos abiertos y temerosos. Debió de ver algo que lo satisfizo, porque dijo:
—Ah. —La máscara de miedo se disolvió e hizo una reverencia—. Supe que erais un Ursuul desde que os dije que parecíais diferente. Un esclavo excéntrico hubiese continuado como antes. Un impostor redoblaría sus esfuerzos por parecer servil.
—¿Qué posición ocupas dentro de las Manos del rey dios? —preguntó Dorian.
—Soy su jefe —respondió Saltamontes, inclinando la cabeza.
De modo que era tal y como Jenine había sospechado. ¿Quién mejor para vigilar a los súbditos y los secretos del rey dios que un eunuco cuyos torpes andares le hacían parecer un bufón? Saltamontes estaba en la confluencia entre los eunucos, las concubinas y esposas y los sirvientes del rey dios. A través de ellos, tenía un ojo puesto en todo vürdmeister e infante de relieve, y en el reino en general.
—¿Cómo perdiste los dedos de los pies en realidad? —preguntó Dorian.
—Cuando su santidad vuestro padre me ofreció el cargo, dijo que formaría parte del precio. Acogí de buen grado la oportunidad de realizar semejante sacrificio. —Sonrió compungido—. La castración, en cambio, no fue tan bienvenida.
—¿Te lo ofreció? ¿Tuviste la opción de negarte?
—Sí. Su santidad siempre fue justo con nosotros.
Era una cara nueva de Garoth Ursuul, un lado más amable del que Dorian había conocido. Resultaba inquietante.
—¿Por qué no me delataste?
—Porque no tenía nadie a quien denunciarlo, y no sabía qué intentabais conseguir. Para cuando lo supe, ya lo habíais conseguido. Fue, modestia aparte, uno de mis pocos fallos como jefe de las Manos.
No me extraña que no supiese lo que pretendía. No lo pretendía.
Saltamontes tragó saliva.
—Santidad, sospecho que varios de los infantes y vürdmeisters saben lo que soy. Tomo precauciones contra el espionaje mundano, pero no tengo medios para detener el vir.
Era asombroso cómo Dorian había acertado sin saber lo que se hacía. Había mantenido a Saltamontes en el salón del trono el día en que había tomado el poder. Los vürdmeisters habían entrado y se habían encontrado no solo con un Dorian impávido, sino también con el eunuco a su lado, en una tácita muestra de apoyo. ¿Cuánto había influido eso?