Maestra en el arte de la muerte

 

Inglaterra, año del Señor de 1171: en Cambridge aparece el cadáver de un niño horriblemente asesinado. Otros muchos han desaparecido. Los judíos, directamente acusados de estos crímenes por la todopoderosa jerarquía católica, buscan refugio entre los muros del castillo para evitar las iras de los soliviantados ciudadanos. Al rey Enrique esta situación dista de complacerle: necesita a los judíos para llenar sus arcas y debe encontrarse al verdadero culpable para aplacar al pueblo, que ha elevado a la categoría de santo al niño asesinado.

Para esclarecer la situación aparecen en Cambridge un reputado investigador, Simón de Nápoles, acompañado de una misteriosa mujer, Adelia Aguilar, y de un enigmático hombre de origen árabe, Mansur.

La especialidad de Adelia, doctora en la célebre escuela de medicina de Salerno, es el estudio y la disección de cadáveres. Se trata de una maestra en el arte de la muerte, algo que debe disimular cuidadosamente si no quiere correr el riesgo de ser acusada de brujería.

Las investigaciones conducen a Adelia hasta el último rincón de Cambridge. Encontrará amigos que la ayudarán y hallará el amor... pero también tendrá que luchar denodadamente con un terrible asesino dispuesto a seguir matando y con las supersticiones y prejuicios de los habitantes de la ciudad.

Ariana Franklin

Maestra en el arte de la Muerte

ePUB v1.0

Mezki
01.10.11

© 2007, Ariana Franklin

Título original: Mistress of the Art of Death

© De la traducción. 2007, Luisa Borovsky

©2007, Santillana Ediciones Generales, S. L.

Primera edición: febrero de 2007

Diseño de cubierta: Alejandro Terán

ISBN: 84-8365-012-7

Depósito legal: M-777-2007

Para mí agente, Hellen Heder,
maestra en el arte de los “thríllers”.

Prólogo

Aquí vienen. ya puede distinguirse el tintineo de los arreos y el polvo que levantan en el camino hacia el cálido cielo estival. Son peregrinos volviendo de Canterbury tras la Pascua. Lucen distintivos en capas y sombreros con la imagen del arzobispo mártir Tomás Becket: un buen negocio para los monjes de Canterbury.

Constituyen una agradable distracción en el tráfico de carretas cuyos fatigados conductores y bueyes regresan a sus casas tras una dura jornada arando y sembrando el campo. Los peregrinos, en cambio, bien alimentados, marchan bulliciosos y exultantes, pues como premio a su travesía, les ha sido concedida la gracia.

Uno de ellos, sin embargo, aparentemente tan satisfecho como los demás, es un asesino de niños, y Dios no considerará merecedora de su gracia a una persona de su condición.

Encabezando la procesión va una robusta mujer montada en una yegua roana. Lleva prendido un distintivo de plata en el tocado. Es fácil reconocerla: se trata de la priora del convento de Santa Radegunda, en Cambridge. Va hablando en voz alta. La monja que la acompaña, en su dócil percherón, guarda silencio; tan sólo ha podido comprar un Tomás Becket de estaño.

El apuesto caballero que cabalga entre ellas, manejando con destreza su corcel, viste sobre su cota de malla un tabardo con una cruz —testimonio de que ha participado en una cruzada— y un distintivo de plata semejante al de la priora, y comenta
sotto voce
las afirmaciones de la religiosa. Ella no le oye, pero sus chanzas hacen sonreír nerviosamente a la joven monja.

Siguiendo al grupo va un carro descubierto tirado por mulas. Transporta un objeto rectangular, algo pequeño para el espacio del que dispone. Un caballero y su escudero parecen custodiarlo. Está cubierto por un lienzo con símbolos heráldicos. Con el traqueteo, la tela se ha deslizado dejando a la vista uno de los ángulos, de oro labrado. Podría tratarse de un gran relicario o de un pequeño ataúd. El escudero se inclina desde su montura y estira el lienzo para que el objeto vuelva a quedar oculto.

A continuación aparece un funcionario del rey. Bastante jovial, grandullón y obeso para su edad, incluso vestido de paisano no puede ocultar su condición: por una parte, su sirviente lleva un tabardo real bordado con los leopardos de la Casa de Anjou; y por otra, de sus alforjas repletas sobresalen un ábaco y el afilado extremo de una balanza para pesar monedas. Cabalga solo, sin más acompañante que su sirviente. A nadie le agrada un recaudador de impuestos.

He aquí al prior. También es posible reconocerlo porque lleva una casulla morada, como todos los canónigos de San Agustín.

Se trata de un personaje importante, el prior Geoffrey, del monasterio agustino de Barnwell, que, emplazado en un recodo del río Cam, empequeñece al de Santa Radegunda, su vecino. No es extraño que no se lleve bien con la priora. Él tiene tres monjes a su servicio, un caballero —otro cruzado, a juzgar por su tabardo— y un escudero. Desafortunadamente, el prior está enfermo. Debería ir a la cabeza de la procesión, pero parece que su voluminoso abdomen le está torturando. Gruñe e ignora al clérigo de tonsura que trata de distraerle. Pobre hombre, no hay alivio para él en este trecho, ni siquiera una posada hasta llegar a su enfermería, en el priorato.

Un burgués con rostro enérgico y su esposa demuestran su preocupación por el prior ofreciendo consejos a sus monjes. Un juglar toca el laúd y canta. Detrás de él va un cazador, con lanzas y perros del color del cielo inglés. En pos se ven las mulas de carga y el resto de los sirvientes. El séquito de siempre.

Y a la cola de la procesión, aún más plebe. Un carro con un vistoso toldo de signos cabalísticos. Dos hombres en el pescante —uno grande, el otro pequeño—, ambos de piel oscura. El más alto lleva un turbante al estilo moro que envuelve su cabeza y sus mejillas. Curanderos trashumantes, tal vez.

Y sentada en la parte posterior, balanceando las piernas como una campesina, una mujer. Contempla todo lo que la rodea con avidez. Sus ojos observan un árbol o un terreno de pasto como si les preguntara: ¿cuál es tu nombre?, ¿para qué sirves?, y si no eres útil, ¿por qué existes? Parece un juez en un tribunal. O un idiota.

En la amplia pradera que se extiende ante toda esta gente —pues incluso en el Gran Camino del Norte, en este año del Señor de 1171, están vedados los árboles a una distancia menor de lo que alcanza una flecha para que no sirvan de refugio a los asaltantes— se alza en un extremo del camino un pequeño oratorio de madera, como los que suelen verse habitualmente por aquí, que alberga una estatua de la Virgen.

Algunos de los jinetes se disponen a hacer una inclinación a modo de saludo al pasar, pero la priora, con grandes aspavientos, exige que alguien la ayude a desmontar. Avanza pesadamente sobre la hierba, se arrodilla y reza. En voz alta.

Uno tras otro, con cierta reticencia, la imitan. El prior Geoffrey pone los ojos en blanco y gruñe mientras lo ayudan a descender del caballo.

Incluso los tres ocupantes del carro se han apeado y están de hinojos; si bien, lejos de la vista, el hombre de piel más oscura dirige sus oraciones hacia el este. ¡Dios se apiade de todos si sarracenos e infieles pueden andar por los caminos de Enrique II impunemente! Los labios musitan a la santa, las manos dibujan una invisible cruz. Seguramente Dios está llorando, pese a permitir que las manos que han desgarrado carne inocente permanezcan sin mácula.

La caballería vuelve a montar y avanza en dirección a Cambridge; la cháchara disminuye y sólo se oye el rumor de los carros de tiro y los gorjeos de los pájaros.

Pero tenemos entre manos una madeja que desenredar, un hilo que nos conducirá hasta el asesino de niños. Y para descubrirlo, primero debemos retroceder unos doce meses en el tiempo...

Capítulo 1

Inglaterra, 1170

Un año estridente: Un rey clamó para librarse de su arzobispo. Chillaron los monjes de Canterbury al descubrir desparramados los sesos de aquel arzobispo sobre las piedras de su catedral. El Papa increpó exigiendo al monarca penitencia. La Iglesia de Inglaterra vociferó triunfante: habían logrado poner al rey en su lugar.

Y muy lejos, en Cambridgeshire, un niño gritó. Fue un sonido diminuto, metálico, que, sin embargo, se hizo un hueco entre los demás.

Ese grito atronó esperanzado como una señal, como una súplica: «Venid, llevadme de aquí, tengo miedo». Hasta entonces, los adultos habían protegido al niño del peligro, alejándolo de colmenas y marmitas bullentes, y del fuego del herrero. Debían estar cerca de él. Siempre lo estaban.

Al oírlo, los ciervos que pastaban bajo la luz de la luna alzaron la cabeza y miraron a su alrededor, ninguna de sus crías estaba en peligro. Siguieron pastando. Un zorro detuvo su trote y con una pata levantada se dispuso a tantear por sí mismo la gravedad de la amenaza.

La garganta que emitió el grito era demasiado pequeña y el lugar demasiado apartado para que algún ser humano pudiera acudir en su auxilio. El grito cambió, se tornó en algo asombroso, increíblemente agudo, hasta tal punto que se asemejaba al sonido del silbato con que el cazador llama a los perros.

Los ciervos corrieron, dispersándose entre los árboles. Sus colas blancas abatiéndose como piezas de dominó en la oscuridad.

El grito se volvió ruego, tal vez al torturador, tal vez a Dios —«por favor, no...»— antes de desaparecer en un monocorde gemido de agonía y desesperanza.

Un sentimiento de gratitud invadió el aire cuando el sonido cesó y fue sustituido por los habituales ruidos nocturnos. El susurro de la brisa entre las ramas, el gruñido de un tejón, cientos de chillidos de pequeños mamíferos y pájaros que morían devorados por sus predadores naturales.

Entretanto, en Dover, un anciano era urgido a atravesar el castillo a una velocidad desacorde con su reumatismo. Era un castillo enorme y frío, con ecos estremecedores. Sin embargo, y a pesar de la premura con que debía moverse, el anciano seguía helado, debido en gran parte al miedo que sentía. El criado le estaba conduciendo hacia el hombre a quienes todos temían.

Avanzaron a lo largo de corredores de piedra. Unas veces pasaban junto a puertas abiertas por las que salía luz y calor, de las que escapaban conversaciones o las notas de una viola. Otras, las puertas estaban cerradas. El anciano imaginaba que detrás de ellas se desarrollaban escenas impías.

A su paso, los sirvientes del castillo se encogían o eran apartados del camino, de modo que dejaban tras ellos un reguero de bandejas caídas, orinales derramados y exclamaciones de dolor mal contenidas.

Al final de una escalera circular se encontraron con una larga galería en la que se hallaban una sucesión de escritorios alineados junto a las paredes y una gran mesa cubierta por un fieltro verde, dividido en cuadros, donde se veían diversas pilas de fichas. Alrededor de treinta contables atiborraban la sala, rasgando los pergaminos con sus plumas, mientras se oían los chasquidos de las cuentas de colores desplazándose por los alambres de sus ábacos. Daba la sensación de hallarse en un campo lleno de grillos voluntariosos.

La única persona inmóvil de la estancia era un hombre sentado en el alféizar de una de las ventanas.

—Aarón de Lincoln, mi señor —anunció el criado.

Aarón de Lincoln se hincó sobre una de sus doloridas rodillas y se tocó la frente con los dedos de la mano derecha. Luego extendió su palma en señal de obediencia hacia el hombre de la ventana.

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