Maestra en el arte de la muerte (9 page)

Sobre cada uno de los cuerpos alguien había colocado un objeto semejante a los hallados en los lugares donde los niños habían desaparecido: una suerte de Estrella de David hecha con juncos.

El prior Geoffrey dio orden de que los tres bultos fueran trasladados a la iglesia, resistiendo los desesperados intentos de una de las madres por quitarles el paño que los cubría. Había enviado un mensajero al castillo para alertar al alguacil de que podían ser nuevamente atacados y para pedirle que —dado que tenía potestad para investigar las causas de muertes violentas— examinara inmediatamente los restos y llevara a cabo una investigación entre toda la población. Así había logrado mantener la calma, pero los ánimos subyacían exaltados.

La voz del prior resonó con la convicción necesaria para apaciguar los gritos de la madre, que se transformaron en un llanto silencioso cuando le garantizó que la muerte sería esclarecida.

«No todos moriremos, pero todos seremos transformados, en un instante, en un abrir y cerrar de ojos, al sonido de la última trompeta»
[4]

El perfume de los jacintos silvestres que crecían junto a las puertas, que en ese momento estaban abiertas, y el incienso que impregnaba el interior conseguían tapar el hedor de los cuerpos en descomposición. Y el canto prístino de los canónigos casi lograba hacer inaudible el zumbido de las moscas que, atrapadas bajo el paño violeta, trataban de escapar.

Las palabras de San Pablo mitigaban en parte el dolor del prior, que imaginaba las almas de los niños irrumpiendo en las praderas celestiales. Pero no acallaban su ira, porque habían sido catapultados hacia aquéllas antes de tiempo. Dos de los niños le eran desconocidos, pero el otro se trataba de Harold, el hijo del vendedor de anguilas, pupilo suyo en la escuela de San Agustín. Un niño brillante, de seis años, que asistía a clases una vez a la semana. Había sido identificado por su cabello rojo. Todo un pequeño sajón. En otoño se había deleitado con las manzanas del huerto del priorato.

«Y yo le pegué en el trasero por eso», pensó el prior.

Oculta tras una columna en la parte posterior de la iglesia, Adelia observaba que en los rostros que rodeaban los ataúdes surgía poco a poco cierto consuelo. La estrecha relación entre el priorato y el pueblo le desconcertaba. En Salerno, los monjes, incluso aquellos que salían al mundo a desempeñar su tarea, mantenían cierta distancia entre ellos y los feligreses.

—Pero nosotros no somos monjes —le había explicado el prior Geoffrey—, somos canónigos.

La diferencia parecía ser sutil. Ambos vivían en comunidad, eran célibes y servían al dios de los cristianos. No obstante, en Cambridge esa diferencia determinaba la vida cotidiana.

Cuando las campanas de la iglesia dieron la noticia de que los niños habían sido hallados, los habitantes de la ciudad llegaron corriendo para abrazar y ser abrazados en su dolor.

—Nuestra orden es menos rígida que la benedictina o la cisterciense —había aclarado el prior—. Dedicamos menos tiempo a la oración y al canto y más a la educación, a brindar ayuda a los pobres y enfermos, a oír confesiones y a las tareas parroquiales en general. Seguramente estáis de acuerdo con nosotros, mi querida doctora, todo con moderación —había añadido, tratando de sonreír.

Adelia lo vio bajar del coro —después de haber pedido a los presentes que se retiraran—, mientras caminaba hacia la luz del sol junto a los padres, a los que prometía oficiar los funerales... «y descubrir al demonio que ha hecho esto».

—Sabemos quién lo ha hecho, prior —anunció uno de los padres. Las expresiones de anuencia resonaron como gruñidos caninos.

—No pueden ser los judíos, hijo. Todavía están dentro del castillo.

—Ellos tienen sus propias maneras de salir.

Los cuerpos, todavía debajo de los paños violetas, fueron respetuosamente retirados. El alguacil, luciendo el sombrero de magistrado —que indicaba que estaba a cargo de la investigación— los acompañó cuando atravesaron una de las puertas laterales.

La iglesia se quedó vacía. Simón y Mansur decidieron, prudentemente, no adentrarse en ella. ¿Un judío y un sarraceno en medio de esas piedras sagradas? ¿En un momento como ése?

Con el morral de cuero de cabra a sus pies, Adelia permanecía oculta entre las dos columnas más cercanas a la tumba de Paulus, el primer canónigo de San Agustín de Barnwell, que había ido a ocupar su lugar junto a Dios en el año de Nuestro Señor de 1151. La inquietaba lo que se avecinaba. Hasta entonces, nunca había rehuido la responsabilidad de realizar un examen post mórtem. Y tampoco lo haría ahora. Para eso estaba allí.

—Os envío a cumplir esta misión junto a Simón de Nápoles no sólo porque sois el único anatomista que habla inglés, sino porque sois la mejor de todos —había dicho Gordinus.

—Lo sé —había respondido ella—, pero no quiero ir.

Se había visto obligada a hacerlo: el rey de Sicilia así lo había ordenado.

En la fría sala de piedra de la escuela de medicina de Salerno donde se hacían las disecciones utilizaba siempre sus propios instrumentos, y su asistente era Mansur. A su padre adoptivo, que dirigía esas actividades, le confiaba la tarea de dar a conocer sus hallazgos a las autoridades. Porque, aun cuando Adelia era capaz de interpretar lo que decían los cuerpos de los muertos mejor que su padre y que cualquier otra persona, era preciso mantener la creencia de que lo concerniente a los cuerpos enviados por su
signoria
era competencia del doctor Gershom ben Aguilar. Incluso en Salerno, donde se permitía practicar la medicina a las mujeres, la disección de cadáveres —muy útil para entender cómo se había producido la muerte y, con mucha frecuencia, a manos de quién— era profundamente repudiada por la Iglesia.

Por el momento, la ciencia vencía a la religión. Otros médicos conocían la utilidad del trabajo de Adelia y era un secreto a voces entre las autoridades laicas. Pero si un funcionario hiciera llegar una queja al Papa, sería expulsada de la morgue y, muy posiblemente, incluso de la escuela de medicina. De modo que, aunque esa hipocresía lo avergonzaba, Gershom obtenía prestigio gracias a descubrimientos que no eran suyos.

Era lo más conveniente para Adelia, cuyo deseo era permanecer en segundo plano. Como médica, los ojos de la Iglesia no se posaban sobre ella; como mujer, contrariamente a lo esperado, le aburría hablar de temas femeninos; no sabía hacerlo. Semejante a un erizo mezclado entre las hojas otoñales, era punzante con aquellos que trataban de sacarla a la luz.

Pero tratándose de enfermos, las cosas eran distintas. Antes de que se dedicara a trabajar con cadáveres, los que padecían enfermedades habían visto en Adelia una faceta que muy pocos habían percibido y aún la recordaban como un ángel sin alas. Los hombres a los que curaba solían enamorarse de ella y el prior se habría sorprendido al saber que había recibido más propuestas matrimoniales que muchas salernitanas ricas y hermosas. Todas habían sido rechazadas. En la morgue de la escuela, en Salerno, se decía que a Adelia un hombre sólo le despertaba interés si estaba muerto.

Cadáveres de todas las edades llegaban hasta aquella larga mesa de mármol de la escuela desde el sur de Italia y Sicilia, enviados por su
signoria
y los
praetori,
que tenían razones para querer enterarse de cómo y por qué se habían producido las muertes. Habitualmente Adelia lo descubría. Los cadáveres eran su material de trabajo, tan normal como una horma para un zapatero. Incluso si se trataba de niños. Tenía la convicción de que la verdad sobre su muerte no debía ser sepultada junto con ellos. Pero esos casos, siempre lamentables, la perturbaban, y si se trataba de asesinatos, la conmocionaban enormemente. Los cuerpos que la aguardaban ahora serían probablemente más terribles que todos los que había visto. No sólo eso, debía examinarlos en secreto, sin el instrumental que le proporcionaba la escuela, sin la ayuda de Mansur y, sobre todo, sin el aliento de su padre adoptivo: «Adelia, debéis evitar el pavor. Estáis trabajando para combatir la crueldad humana».

Nunca le había dicho que estuviera combatiendo el mal; al menos, no el Mal con mayúscula, porque Gershom ben Aguilar creía que el hombre era artífice de su propia bondad y maldad. Dios y el diablo no tenían nada que ver en ello. Pero sólo podía predicar esa doctrina en la escuela de medicina de Salerno, e incluso allí con ciertas reservas.

La autorización para que ella llevara a cabo su particular investigación en una retrógrada ciudad inglesa —donde podía ser apedreada por realizarla— era en sí misma extraordinaria. Simón de Nápoles había librado una ardua batalla para lograrla. El prior se había mostrado reticente a dar su permiso; le horrorizaba pensar que una mujer pudiera estar en condiciones de hacer semejante tarea y le asustaba lo que sucedería si se corría la voz de que una extranjera había estado escudriñando y palpando los cadáveres de esos pobres niños.

—Cambridge lo tildará de profanación... Yo mismo no estoy seguro de que no lo sea.

—Excelencia, permitid que descubramos de qué manera murieron los niños, puesto que los judíos encarcelados no han tenido participación en esos crímenes. Vos y yo somos hombres de nuestro tiempo, sabemos que las alas no brotan de los hombros de las personas. En algún lugar, un asesino se mueve impunemente. Permitid que esos pequeños y tristes cuerpos nos digan quién es. La muerte habla con la doctora Trótula. Ellos le hablarán.

—Es algo que va en contra de los preceptos de la Santa Madre Iglesia, significaría profanar la santidad del cuerpo —respondió el prior Geoffrey, para quien los muertos que hablaban pertenecían a la misma categoría que los humanos alados.

Simón prometió entonces que no se diseccionarían los cuerpos, que sólo se examinarían, a lo que el prior finalmente accedió. El hombre de Nápoles sospechaba que el religioso les había dado su consentimiento no porque creyera que los cuerpos pudieran revelar algo, sino por temor a que —si la petición era rechazada— Adelia pudiera regresar al lugar del que había venido, dejándolo solo ante la próxima arremetida de su vejiga.

De modo que Adelia se vio sola, en un país donde no quería estar, teniendo que enfrentarse a la peor de las atrocidades.

«Pero ése, Vesubia Adelia Rachel Ortese Aguilar, es vuestro propósito», se dijo. En momentos de vacilación, le gustaba enumerar los patronímicos que, al igual que su educación y sus extraordinarias ideas, le habían procurado pródigamente el hombre y la mujer que la habían recogido de la vasija, entre la lava del Vesubio, para llevarla a su hogar. «Sois la única capaz de hacerlo, de modo que... hacedlo».

De los tres objetos hallados sobre los cuerpos de los niños muertos, uno ya había sido enviado al alguacil; otro fue hecho añicos por un padre fuera de control y el tercero, rescatado
in extremis
por el prior, le había sido entregado discretamente a la doctora, que en ese instante lo tenía en la mano.

Tratando de no llamar la atención, lo levantó cuidadosamente para verlo a través de un rayo de luz. Estaba hecho de juncos, bella e intrincadamente entretejidos, y formaba un quincunce. Si el tejedor pretendía que fuera una Estrella de David, faltaba uno de los vértices. ¿Un mensaje? ¿Un intento de incriminar a los judíos por parte de alguien con pocas nociones de judaísmo? ¿Una firma?

En Salerno, pensaba Adelia, habría sido posible localizar al limitado número de personas con destreza suficiente para hacer esa estrella, pero en Cambridge, donde los juncos crecían indiscriminadamente en las orillas de los ríos y arroyos, la cestería era una actividad doméstica. En el corto trecho que conducía hasta el priorato había visto a mujeres sentadas en la puerta de sus casas con las manos ocupadas en tejer esteras y canastos que eran verdaderas obras de arte, y a hombres que hacían intrincados techos de juncos. No, no había nada que esa estrella pudiera decirle por el momento.

El prior Geoffrey regresó, un poco más animado. —El magistrado ha visto los cuerpos y ha dispuesto que se haga una investigación.

—¿Y a qué conclusiones ha llegado?

—Los declaró muertos. —Adelia parpadeó—. Sí, sí, era su deber. Los magistrados no son elegidos en virtud de sus conocimientos médicos. De momento, los restos reposan en la cámara de Santa Berta. Es un sitio tranquilo y frío, un poco oscuro para vuestro propósito, pero hemos puesto faroles. El velatorio, por supuesto, habrá que demorarlo hasta que vuestro examen haya concluido. Oficialmente, estáis aquí para amortajarlos. —Adelia volvió a parpadear—. Sí, sí. Será visto como algo extraño, pero soy el prior de esta orden y sólo Dios Todopoderoso tiene más autoridad que yo.

El prior la condujo ampulosamente hacia la puerta lateral de la iglesia y le dio instrucciones. Una novicia que estaba desmalezando el jardín del claustro los miró con curiosidad, pero bastó que su superior chasqueara los dedos para que volviera a concentrarse en su trabajo.

—Os acompañaría, pero debo ir al castillo para discutir ciertas eventualidades con el alguacil. Que esto quede entre nosotros: estamos tratando de prevenir otro tumulto.

Mientras miraba a aquella figura menuda, vestida de marrón, que andaba trabajosamente cargando con su morral de cuero de cabra, el prior rogó que por esa vez las leyes de la ciencia y la de Dios Todopoderoso coincidieran.

Regresó a la iglesia con la intención de tomarse un minuto para orar ante el altar, pero una gran sombra que se acercó desde una de las columnas de la nave lo sorprendió desagradablemente. En la mano llevaba un rollo de vitela.

—¿Qué os trae por aquí, sir Roland?

—Vengo a rogar que me sea permitido observar los cuerpos en privado, excelencia —explicó el recaudador de impuestos—, pero tal parece que alguien se me ha adelantado.

—Esa tarea corresponde al magistrado que investiga, que ya la ha realizado. En un par de días comenzará la búsqueda para encontrar al asesino.

Sir Roland señaló la puerta lateral con la cabeza.

—Sin embargo, os he oído dar instrucciones a la dama para que los examine más exhaustivamente. ¿Creéis que ella puede descubrir algo más?

El prior Geoffrey miró a su alrededor en busca de ayuda, pero no la encontró.

—¿De qué manera puede lograrlo? ¿Hará magia? ¿Invocará a sus espíritus? ¿Es una nigromante? ¿Una bruja?

El recaudador de impuestos había ido demasiado lejos.

—Esos niños son sagrados para mí, hijo, tanto como esta iglesia. Debéis partir —repuso serenamente el prior.

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