Maestra en el arte de la muerte (4 page)

Roger de Acton corrió hasta él.

—Señor, si tan sólo dierais una oportunidad a los poderes milagrosos del nudillo del pequeño Peter...

El grito del prior fue categórico.

—¡Ya lo hice, y sigo sin orinar! El carro osciló por la cuesta y desapareció entre los árboles. Adelia, que había estado escarbando en la zanja, lo siguió.

—Temo por él —confesó el hermano Gilbert. En su voz se percibían más celos que ansiedad.

—Brujería —fue lo único que Roger de Acton pudo exclamar—. Es mejor morir que resucitar por obra de Belcebú.

Ambos caminaban detrás del carro, pero el caballero del prior, sir Gervase, siempre dispuesto a burlarse de los monjes, les cerró rápidamente el paso.

—¿Acaso no han oído que no desea compañía?

Sir Joscelin, el caballero de la priora, fue igualmente enérgico.

—Creo que debemos respetar su voluntad, hermano.

Los dos permanecieron juntos. Aquellos cruzados con cota de malla que habían luchado en Tierra Santa desdeñaban como inferiores a los monjes con hábito que servían pacíficamente a Dios.

El sendero acababa en una extraña colina. El carro ascendió hasta un gran círculo de hierba en medio de los árboles. El reflejo de los últimos rayos de sol lo asemejaba a una gran cabeza calva, verde y aplanada, que proyectaba una luz inquietante sobre el borde del camino, donde el resto de la partida esperaba acampada, cerca de los caballeros.

—¿Qué lugar es ése? —preguntó el hermano Gilbert, mirando hacia el carro, aun cuando no podía distinguirlo. Uno de los escuderos, que estaba desensillando el caballo de su amo, interrumpió su tarea.

—Allí arriba está Wandlebury Ring, señor. Ésas son las colinas de Gog Magog. Gog y Magog. Gigantes británicos tan paganos como su nombre.

La comitiva cristiana se apiñó alrededor del fuego, tanto más cuando se oyó la voz de alarma de sir Gervase que llegaba desde la oscuridad del bosque.

—Sacrificio sangriento. La cacería salvaje
[1]
clama allí arriba, señores. ¡Oh, es horrible! Los cazadores del prior Geoffrey, que reunían a sus perros al caer la noche, resoplaron y asintieron con la cabeza.

También Mansur desconfiaba del lugar. Se habían detenido a mitad de camino, en una depresión de la cuesta. Desenganchó las mulas —alborotadas a causa de los gemidos que salían del carromato—, las amarró con una cuerda para que pudieran pastar y se dedicó a encender un fuego.

Volcaron en un cuenco lo que quedaba de agua hervida. Adelia puso dentro lo que había recogido en la zanja y lo observó.

—¿Juncos? ¿Para qué? —preguntó Simón. Adelia se lo explicó y el hombre palideció—. Él... él no lo permitirá... Es un monje.

—Es un paciente —puntualizó Adelia, y escogiendo dos tallos de junco los agitó para escurrirles el agua—. Tenedlo preparado.

—¿Preparado? Ningún hombre está preparado para algo así. Doctora, mi fe en vos es absoluta pero... si me permitís haceros una pregunta... ¿habéis llevado a cabo este procedimiento antes?

—No. ¿Dónde está mi morral? Simón la siguió cruzando la hierba.

—¿Habéis visto hacerlo al menos?

—No. Maldición, no tendremos suficiente luz. Dos faroles, Mansur —exigió, alzando la voz—. Habrá que colgarlos de los arcos del toldo. ¿Dónde estarán esos lienzos? —se preguntó mientras hurgaba en la alforja de piel de cabra donde tenía sus útiles.

—¿No deberíamos aclarar este asunto? —preguntó Simón, tratando de calmarse—. No habéis realizado nunca esta operación ni habéis visto practicarla.

—No, ya os lo dije —espetó Adelia—. Gordinus la mencionó una vez. Y Gershom, mi padre adoptivo, me describió el procedimiento después de haber visitado Egipto. Lo vio pintado en una antigua tumba.

—Pinturas de antiguas tumbas egipcias —repitió Simón dando el mismo peso a cada una de las palabras—. ¿Eran pinturas en colores?

—No veo ninguna razón por la que no debiera dar buen resultado —replicó Adelia—. Conforme a mis conocimientos de anatomía masculina, el procedimiento tiene sentido.

La doctora se puso en marcha. Simón se lanzó tras ella y la detuvo.

—¿Podemos avanzar un poco más en este razonamiento lógico, doctora? Estáis a punto de realizar una operación peligrosa...

—Sí. Sí... eso creo.

—... a un prelado de considerable jerarquía. Sus amigos esperan allí abajo... — advirtió Simón de Nápoles apuntando hacia el pie de la colina, que poco a poco iba quedando a oscuras—. No todos aprueban nuestra intervención en este asunto. Para ellos somos extranjeros, no nos tienen por personas de prestigio. —Tuvo que hacerse a un lado para poder seguir hablando, pues la doctora había seguido su camino en dirección al carro—. Podría ocurrir, no estoy diciendo que en efecto ocurra, pero en el caso de que el prior muriera y sus amigos aplicaran su propia lógica, evidentemente nos colgarían a los tres de sendos árboles, como quien cuelga ropa lavada en una cuerda. Vuelvo a preguntar: ¿no deberíamos dejar que la Naturaleza siguiera su curso? Tan sólo pregunto.

—El hombre se está muriendo, maese Simón.

—Yo... —Los faroles de Mansur iluminaron el rostro de Adelia y Simón se detuvo, vencido—. Bueno, mi Becca haría lo mismo. —Rebecca era su esposa, el rasero con el que medía la caridad de los seres humanos—. Adelante, doctora.

—Necesitaré de vuestra ayuda. Simón alzó los brazos y los dejó caer.

—La tendréis —prometió, y salió junto a ella, suspirando y murmurando—.

¿Sería tan malo que la Naturaleza siguiera su curso, Señor? Es todo lo que pregunto.

Mansur aguardó hasta que subieron al carro y entonces se apostó de espaldas a él, con los brazos cruzados, a modo de centinela.

El último rayo de sol del ocaso se apagó sin que la luna hubiera aún ocupado su lugar en el cielo para compensarlo. Las tierras pantanosas y la colina quedaron a oscuras.

En la pradera, junto al camino, una gruesa figura se separó del grupo de peregrinos que rodeaban el fuego, aparentemente urgido por sus necesidades corporales. Valiéndose de la oscuridad, atravesó el camino y con sorprendente agilidad para su peso saltó la zanja y desapareció entre los arbustos cercanos al sendero. Maldiciendo para sus adentros las zarzas que rasgaban su capa, trepó hasta la planicie donde estaba el carro, olfateando para guiarse por el olor de las mulas y orientándose por un atisbo de luz a través de los árboles.

Sin embargo, se detuvo para escuchar la conversación de los dos caballeros que estaban de pie como dos imponentes estatuas en un tramo del sendero desde donde no se veía el carro. La parte del yelmo que les cubría la nariz los volvía indistinguibles.

Oyó que uno de ellos hablaba de la cacería salvaje.

—... la colina del Diablo, sin duda.

—Ningún campesino se acerca al lugar y sería deseable que tampoco nosotros nos viéramos obligados a hacerlo. Antes preferiría a los sarracenos —replicó claramente su compañero. Al escuchar aquello, el hombre se santiguó y siguió subiendo con sumo cuidado. Pasó sigilosamente junto al árabe, otra estatua bajo la luz de la luna, y, por fin, llegó a un lugar desde el cual podía vislumbrar el interior del carro, que a la luz de los faroles resplandecía como un ópalo en un fondo de terciopelo negro.

Se acomodó cuanto pudo. A su alrededor, el paso indolente de los animales hacía crujir los arbustos. Una lechuza surgió chillando de su cabeza dispuesta a cazar. Súbitamente se oyeron voces en el carro. Una de ellas se distinguía con claridad.

—Recostaos. Esto no os causará dolor. Maese Simón, si pudierais levantar su hábito...

—¿Qué hace ella aquí? ¿Qué tiene en la mano? —se oyó preguntar al prior Geoffrey con voz aguda.

—Recostaos, cerrad los ojos, tened la seguridad de que esta dama sabe lo que hace —le respondió el hombre al que llamaban Simón.

—No la tengo. He caído en manos de una bruja. Que Dios tenga piedad de mí, esta mujer va a sacarme el alma a través del pene. —En la voz del prior se percibía pánico.

—No os mováis. Maldición —repuso nuevamente la voz melodiosa, con severidad y concentración—. ¿Queréis que vuestra vejiga explote? Sostened el pene en alto, maese Simón. Arriba, necesito que se mantenga en una postura que no ofrezca resistencia. La bacinilla, Simón, rápido, sostenedla ahí.

El prior chilló.

Entonces se oyó un sonido, como si una cascada cayera en una pila, y un grito de satisfacción, similar al de un hombre que ha saciado su apetito carnal o cuya vejiga se ha liberado de una tortuosa presión.

Desde su escondite, el recaudador de impuestos del rey abrió los ojos como platos, hizo una mueca de interés, asintió para sí y comenzó a bajar la cuesta.

Se preguntaba si los caballeros habrían oído lo mismo que él. Probablemente no, pensó.

No estaban lo suficientemente cerca del carro y la toca que protegía su cabeza del yelmo metálico atenuaría el sonido. Por lo tanto, sólo él, además de los ocupantes del carro y el árabe, estaba en posesión de esa misteriosa información.

Desanduvo el camino por el que había llegado, agazapándose en las sombras. Sorprendentemente, a pesar de la oscuridad, eran muchos los peregrinos que esa noche se habían adentrado en la colina.

Vio al hermano Gilbert, que presumiblemente intentaba descubrir qué estaba ocurriendo en el carro. Vio a Hugh, el cazador de la priora, empeñado en el mismo propósito o tal vez atisbando en la espesura, como se esperaría de él. Y esa figura indefinida que se deslizaba entre los árboles, ¿era la de una mujer? ¿La mujer del mercader en busca de un lugar privado donde hacer sus necesidades? ¿Una monja dando cuenta de lo mismo? ¿O un monje?

No había modo de saberlo.

Capítulo 3

El amanecer iluminó a los peregrinos que aguardaban junto al camino, desanimados e irascibles. La priora reconvino a su caballero cuando éste se interesó por cómo había pasado la noche.

—¿Dónde habéis estado, sir Joscelin?

—Custodiando al prior, señora. Estaba en manos de forasteros y tal vez necesitara ayuda.

A la priora eso no pareció importarle.

—De modo que eso hicisteis. Y si hubiera querido continuar anoche, ¿quién habría podido protegerme? Apenas distan cuatro millas para llegar a Cambridge. El pequeño Peter aguarda al relicario donde se depositarán sus huesos, y ya ha esperado demasiado.

—Deberíais haber traído los huesos con vos, señora.

El viaje de la priora a Canterbury no había sido tan sólo un devoto peregrinaje. También había tenido por objeto recoger el relicario encargado a los orfebres del mártir Tomás Becket, que, tras doce meses de trabajo, estaba terminado. Allí descansarían los restos del nuevo patrón del convento, que hasta ahora yacían en una urna de ínfima calidad en Cambridge. La priora tenía grandes expectativas acerca de lo que ocurriría después.

—He traído su santo nudillo —repuso bruscamente— y si el prior Geoffrey tuviera tanta fe como presume, habría sido suficiente para curarlo.

—Aun así, madre, ¿cómo podíamos dejar al pobre prior en una situación tan delicada y en manos de desconocidos? —preguntó suavemente la joven monja.

En verdad, la priora era capaz de ello, pues la escasa simpatía que el prior Geoffrey le profesaba era correspondida.

—Él tiene su propio caballero, ¿no? —preguntó a sir Joscelin.

—Para montar guardia durante toda la noche se necesitan dos hombres, señora —explicó sir Gervase—. Uno de ellos vigila mientras el otro duerme.

El caballero estaba algo irascible. De hecho, ambos vigías tenían los ojos enrojecidos, un indicio de que ninguno había dormido.

—¿Acaso yo he dormido? Tanta gente yendo y viniendo a mi alrededor sin dejar de alborotar. ¿Por qué necesita él doble custodia?

En buena medida, la animosidad que existía entre el convento de Santa Radegunda y la congregación de San Agustín, en Barnwell, se debía a que la priora Joan suponía que el prior sentía envidia de los milagros que ya había realizado el pequeño Peter en su convento. Sin contar que, una vez que instalaran al pequeño santo en la sepultura adecuada, su fama se expandiría, los devotos se acercarían a hacer rogativas que duplicarían los ingresos del convento, y los milagros, por ende, aumentarían. Ante tan poderosos motivos no era de extrañar la envidia del prior Geoffrey.

—Pongámonos en marcha. No podemos esperar a que se recupere —ordenó la priora—. ¿Dónde está ese Hugh con mis sabuesos? —preguntó después mirando a su alrededor—. ¡Demonios! Es capaz de haberlos llevado a la colina.

En un instante sir Joscelin partió en busca del indisciplinado cazador. Sir Gervase, temiendo por sus propios perros, que se habían sumado a la jauría de Hugh, lo siguió.

El descanso de toda una noche le había sentado bien al prior. Acomodado en un tronco, devoraba con apetito los huevos que los italianos freían en una sartén, mientras trataba de decidir cómo formular las numerosas preguntas que rondaban en su cabeza.

—Estoy asombrado, maese Simón —empezó el prior.

El hombrecillo que tenía enfrente asintió con la cabeza.

—Es comprensible, excelencia.
«Certum est, quia impossibile».
El prior se asombró aún más al oír que un vulgar mercachifle citaba a Tertuliano. No obstante, la definición había sido precisa: «Cierto es porque es imposible». ¿Qué clase de gente era aquélla? En cualquier caso, el religioso comprendió que para averiguarlo lo mejor era empezar por lo elemental.

—¿Dónde está la mujer?

—Le agrada recorrer las colinas, excelencia, para recoger hierbas y estudiar la Naturaleza.

—Pues en esta colina debería hacerlo con cautela. Los lugareños la evitan pues creen que la habitan fantasmas y brujas, y sólo sus ovejas vienen a pastar aquí. Dicen que Wandlebury Ring es el lugar donde aparece la cacería salvaje.

—Mansur va siempre con ella.

—¿El sarraceno? —Aun cuando el prior Geoffrey se consideraba un hombre de criterio amplio y le estuviera agradecido a aquella mujer, se sintió decepcionado—. Entonces, ¿es una bruja?

—Excelencia, os rogaría que... — trató de explicar Simón con un gesto de desaprobación— si pudierais evitar la mención de esa palabra en su presencia... Podría decirse que es una doctora diplomada —agregó. Una vez más, las palabras de Simón eran absolutamente fieles a la verdad—. La escuela de Salerno permite que las mujeres practiquen la medicina.

—He oído algo de eso —reconoció el prior—. Salerno, ¿verdad? Pero me parecía tan imposible de creer como que las vacas vuelan. Parece que de ahora en adelante tendré que mirar al cielo esperando verlas.

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