Maestra en el arte de la muerte (7 page)

No obstante, dudaba acerca del ardid más aconsejable para enfrentarse a la masa metálica que avanzaba hacia ella. Y, teniendo en cuenta la misión que debía cumplir, tampoco podía divulgar cuál era su profesión.

El hombre estaba aún a cierta distancia. Se mantuvo erguida y trató de conservar la altivez.

—¿Sí? —respondió bruscamente. Tal vez habría podido impresionarlo si hubiera podido decir que era Vesubia Adelia Rachel Ortese Aguilar y estuvieran en Salerno, pero en esa solitaria colina aquello poco podía ayudar a una extranjera pobremente ataviada, de quien se sabía que viajaba en un carro de búhoneros, acompañada por dos hombres.

—Así me gusta —replicó el hombre—, una mujer que dice «sí».

Siguió avanzando. Ya no cabían dudas sobre sus intenciones. Adelia se agachó, buscando a tientas dentro de su bota.

Entonces dos cosas sucedieron a un tiempo, procedentes de distintas direcciones.

Se oyó el zumbido del aire que, desde detrás de los árboles, era desplazado por algo que giraba a través de él. Una pequeña hacha clavó su hoja en la tierra, entre Adelia y el caballero. Por otra parte, un grito resonó en la colina.

—En nombre de Dios, Gervase, reunid a vuestros malditos perros y llevadlos de regreso al camino. La señora está impaciente.

Adelia advirtió un cambio en la mirada del caballero. Se inclinó hacia delante, arrancó enérgicamente el hacha de la tierra y se puso de pie, sonriendo.

—Debe de ser mágica —comentó en inglés.

El otro cruzado seguía gritándole que buscara a sus perros y regresara al camino. La turbación del hombre frente a Adelia se transformó en algo semejante al odio, y luego, en forzado desinterés. Entonces se dio la vuelta para reunirse con su compañero.

Adelia pensó que no había hecho buenos amigos en ese lugar.

«Dios, cómo detesto tener miedo, —se dijo—. Maldito sea. Y maldito sea este maldito país, al que no quería venir».

Disgustada consigo misma porque estaba temblando, caminó hacia un lugar sombreado debajo de los árboles. —Os pedí que os quedarais junto al carro —indicó la doctora en árabe.

—Es verdad —acordó Mansur.

Adelia le devolvió el hacha, a la que él llamaba
parvaneh,
es decir, mariposa. Mansur se la metió en un extremo del cinto, de modo que quedara oculta debajo de la túnica, mientras dejaba a la vista su daga tradicional enfundada en su hermosa vaina. El hacha era un arma inusual entre los árabes, pero no para las tribus, y los antepasados de Mansur pertenecían a una de aquellas que se habían enfrentado a los vikingos y se habían dirigido a Arabia, donde a cambio de sus mercancías exóticas no sólo habían obtenido armas, sino el secreto para fabricar el acero de calidad superior con el que estaban hechas.

La señora y su sirviente bajaron juntos la colina, caminando entre los árboles. Adelia a trompicones; Mansur, a grandes zancadas, con tanta facilidad como si anduviera por un sendero.

—¿Qué clase de mierda de cabra era ésa? —quiso saber el árabe.

—Uno de ellos se llama Gervase; el otro, Joscelin. Eso creo.

—Cruzados —espetó Mansur, y lanzó un escupitajo.

Tampoco Adelia tenía en alta estima a los cruzados. Salerno estaba de paso hacia Tierra Santa y había tenido oportunidad de verlos cuando iban o volvían. La mayoría de los soldados del ejército cruzado eran intolerables. Tan ignorantes como entusiastas de la obra que realizaban para mayor gloria de Dios, alteraban la armonía en la que vivían diferentes credos y razas con sus protestas por la presencia de judíos, moros y cristianos, a los que a menudo atacaban por practicar religiones diferentes de la suya. A su regreso, habitualmente se les veía amargados, enfermos y empobrecidos. Sólo algunos habían sido recompensados con las riquezas o la gracia divina que esperaban y, en consecuencia, eran igualmente molestos.

Conocía a algunos que jamás habían ido a Ultramar —como denominaban al Reino de Jerusalén— y simplemente se quedaban en Salerno hasta que agotaban la suma de dinero que recibían por sumarse a las cruzadas. Luego retornaban a su lugar de origen, donde se ganaban la admiración de la gente de la ciudad o la aldea con algunos cuentos producto de su imaginación y una túnica de cruzado que habían comprado a bajo precio en el mercado de Salerno.

—Habéis asustado a uno de ellos —afirmó Adelia—. Fue un buen tiro.

—No —respondió el árabe—, fallé.

—Mansur, escuchadme —pidió la doctora—. No estamos aquí para matar a la población...

Adelia se detuvo. Habían llegado a un sendero y un poco más abajo estaba el otro cruzado, al que llamaban Joscelin, el protector de la priora. Había encontrado a uno de los sabuesos y estaba agachado, enganchando una correa a su collar, mientras amonestaba al cazador que estaba junto a él.

Viéndolos llegar, el caballero se incorporó, sonriendo. Saludó a Mansur con la cabeza y le deseó un buen día a Adelia.

—Me complace veros acompañada, señora. Éste no es lugar apropiado para que las bellas damas paseen solas, ni para que otros lo hagan.

No hizo referencia al incidente en la cima de la colina, pero fue hábil: pareció disculparse en nombre de su amigo y reprobó la actitud de la dama. No obstante, ¿por qué la había calificado de bella si no lo era, y menos disfrazada para el papel que representaba? ¿Se sentían los hombres obligados a cortejar? Si así fuera, pensó Adelia de mala gana, probablemente ese hombre tuviera más éxito que la mayoría.

El caballero se había quitado el yelmo y la toca, dejando a la vista su espeso cabello negro, ondulado y bañado en sudor. Los ojos eran sorprendentemente azules. Y teniendo en cuenta su posición, estaba dedicando su cortesía a una mujer que aparentemente no tenía ningún merecimiento.

El cazador se mantuvo alejado, en silencio, observándolos con resentimiento.

Sir Joscelin preguntó por el prior. Adelia fue muy cuidadosa al decir, señalando a Mansur, que el doctor creía que su paciente estaba respondiendo favorablemente al tratamiento.

Sir Joscelin hizo una reverencia al árabe. Adelia pensó que al menos había aprendido buenos modales en su cruzada.

—Oh, sí, la medicina árabe —añadió—. Los que hemos estado en Tierra Santa le tenemos gran respeto.

—¿Vos y vuestro amigo habéis estado juntos allí? —preguntó Adelia, intrigada por la disparidad entre los dos hombres.

—En distintos momentos —explicó sir Joscelin—. Es bastante extraño, pero a pesar de que ambos somos hombres de Cambridge, no nos encontramos hasta que estuvimos de regreso en nuestro país. Ultramar es un vasto territorio.

A juzgar por la calidad de sus botas y el pesado anillo de oro que lucía en uno de sus dedos, el cruzado había sido generosamente recompensado.

Adelia saludó con la cabeza y siguió su camino; sólo después de haberlo dejado atrás recordó que correspondía hacer una reverencia ante el caballero. Sin embargo, pronto se olvidó de él y del bruto que tenía por amigo. Era doctora, y su mente estaba ocupada con su paciente.

Cuando el prior regresó triunfal, descubrió que la mujer estaba de vuelta, sentada junto a los restos de la fogata, mientras el sarraceno cargaba el carro y ensillaba las mulas.

Había temido que llegara ese momento. Una persona tan distinguida como él se había tendido, medio desnudo y aullando de miedo, frente a una mujer, una
mujer,
perdiendo la compostura y la dignidad. Sólo por sentirse en deuda con ella, por saber que sin su atención habría muerto, no se había atrevido a ignorarla o a escabullirse antes de que pudieran volver a encontrarse.

La doctora lo miraba mientras se acercaba.

—¿Habéis orinado?

—Sí.

—¿Sin dolor?

—Sí.

—Bien.

Una escena le vino a la mente. Una vagabunda estaba en medio de un parto difícil en el portal del priorato. El hermano Theo, el enfermero, no tuvo más alternativa que atenderla. A la mañana siguiente él y Theo visitaron a la madre y al bebé. El prior se preguntaba quién se sentiría más avergonzado por aquel encuentro: la mujer, que durante el parto había exhibido sus partes más íntimas a un hombre, o el monje, que se había visto obligado a ayudarles a ella y a su hijo.

Ninguno de los dos. No hubo vergüenza. Se miraron con orgullo.

Lo mismo había sucedido en ese momento. Los brillantes ojos castaños que lo miraban eran briosos y asexuados, como los de un camarada de armas. Él era un soldado, inexperto quizás. Juntos habían luchado contra el enemigo y habían vencido. Le estaba tan agradecido por esa actitud como por haberlo aliviado. El prior se dirigió hacia la doctora y acercó los labios a su mano.


Puella mirabile.
Si Adelia hubiera sido expresiva —cosa que no era—, habría abrazado a aquel hombre. El método había funcionado. Desde hacía mucho tiempo no practicaba la medicina general, por lo que había olvidado el inmenso placer de ver a una criatura liberada de su sufrimiento. No obstante, el prior tenía que estar al tanto del pronóstico.

—No tan
mirabile.
Puede volver a suceder —le advirtió.

—¡Maldición! ¡Maldita, maldita sea! —exclamó el prior—. Os ruego que podáis disculparme, señora —añadió a continuación, recuperando la compostura.

Adelia le dio una palmada en la mano, le invitó a sentarse en el tronco y se arrodilló sobre la hierba.

—Los hombres tienen una glándula asociada a sus órganos reproductores. Rodea el cuello de la vejiga y el primer tramo de la uretra. En vuestro caso, creo que su tamaño ha aumentado. Ayer ejercía tanta presión que la vejiga no podía vaciarse —explicó la doctora.

—¿Qué debo hacer?

—Debéis aprender a aliviar la vejiga, si fuera necesario, tal como yo lo hice: usando un tallo como
catheter.

¿Catheter?
—El prior se sorprendió al oír que la mujer decía la palabra «tubo» en griego.

—Sería conveniente que practicarais. Puedo enseñaros.

Santo Dios, pensó el prior, era capaz de hacerlo. Para ella no era más que un procedimiento médico. ¡Tener que discutir estos temas con una mujer, y que una mujer hablara con él de eso! Durante el viaje desde Canterbury el prior apenas había advertido la presencia de la joven como una integrante más de la muchedumbre. Aunque —ahora se daba cuenta— llegada la ocasión de pasar la noche en una posada, ella, al igual que las monjas, había ocupado los aposentos para mujeres en lugar de permanecer en el carro junto a sus compañeros. La noche anterior, mientras miraba con preocupación sus partes pudendas, podía haberla confundido con uno de sus escribas, concentrado en un complejo manuscrito. Y esa mañana, la actitud profesional con que ella estaba abordando la situación los sostenía a ambos por encima de las turbias aguas del género. Aun así, ella era una mujer y, por desgracia, tan poco atractiva como su conversación. Una mujer apta para mezclarse entre la multitud y pasar desapercibida. Una mujer que no llamaba la atención. Un ratón entre ratones. Dado que ahora él centraba toda su atención, se sintió irritado de que así fuera. No había motivo para semejante falta de atractivo. Sus rasgos eran pequeños y proporcionados, al igual que su cuerpo, a juzgar por lo poco que permitía apreciar la capa que la cubría. Su piel tenía la belleza morena y aterciopelada que suele encontrarse en el norte de Italia y en Grecia. Los dientes eran blancos. Debajo de la cofia que llevaba calada hasta las orejas presumiblemente estaba su cabello. ¿Qué edad tenía? Todavía era joven.

El sol brilló sobre un rostro que privilegiaba la inteligencia a la belleza. La agudeza le privaba de femineidad. No había huella de artificio. Era honesta, el prior le reconocía esa virtud. Pulcra como una tabla de lavar, pero —si bien él era el primero en condenar a las mujeres que se pintaban— sentía que la absoluta ausencia de artificio en una de ellas era casi una afrenta. Aún era virgen, podría haberlo jurado.

Adelia vio ante sí a un hombre que comía en exceso, como solía ocurrir con los superiores de los monasterios, aunque en este caso la glotonería no intentaba compensar la falta de actividad sexual. Se sentía segura en su compañía. Desde el primer momento había percibido que para él las mujeres sólo eran criaturas de la naturaleza, porque, extrañamente, no recurría al acoso o a la tentación. Los deseos de la carne estaban allí, pero no eran satisfechos ni controlados por medio de azotes. Los ojos bondadosos hablaban de una persona que se sentía bien consigo misma. Un hombre que toleraba los pecados menores, incluidos los propios. El hombre sentía curiosidad por ella; por supuesto, todos sentían lo mismo una vez que se les prestaba atención.

A pesar de que se esforzaba por ser amable, la doctora se estaba impacientando. Había pasado la mayor parte de la noche atendiéndolo. Lo menos que él podía hacer era seguir su consejo.

—¿Estáis escuchándome, excelencia?

—Os ruego que me perdonéis, señora —repuso el prior enderezándose.

—Os dije que puedo enseñaros a usar el
catheter.
Si aprendéis cómo hacerlo, os resultará sencillo poner en práctica el procedimiento.

—Señora, creo que podemos esperar a que surja la necesidad. Muy bien, pensó Adelia, si así lo prefería.

—Mientras tanto, deberíais hacer más ejercicio y comer menos. Cargáis demasiado peso.

—Salgo a cazar todas las semanas. A caballo, o a pie, siguiendo a los perros — explicó el prior Geoffrey, herido en su amor propio.

Dominante, pensó el prior Geoffrey. ¿Y es de Sicilia? Su experiencia con las mujeres sicilianas —breve pero inolvidable— le recordó el atractivo de las árabes. Los ojos negros que le sonreían por encima de un velo; el roce de los dedos teñidos de
henna;
las palabras tan suaves como la piel, el aroma de...

Por Dios, pensó Adelia. ¿Por qué le dan tanta importancia a las fruslerías? —No me importa —repuso bruscamente.

—¿Cómo?

La doctora suspiró, impaciente.

—Según veo, lamentáis que tanto la mujer como la doctora carezcan de ornamentos. Es lo que siempre sucede —afirmó—. De ambas estáis percibiendo lo que en realidad son, señor prior. Si deseáis ornatos, tendréis que buscarlos en otra parte. No tenéis más que pasar esa piedra —le indicó, señalando una roca cercana— y encontraréis un charlatán que podrá deslumbraros con la conjunción favorable de Mercurio y Venus, que os prometerá un venturoso futuro y os venderá agua coloreada a cambio de una pieza de oro. A mí me da lo mismo. Yo sólo os mostraré la realidad.

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