Maestra en el arte de la muerte (8 page)

El prior estaba desconcertado. Tenía ante sí la confianza, incluso la arrogancia, de un experto artesano. La mujer podría haber sido un fontanero al que había recurrido para reparar una cañería rota. Salvo porque, según recordó, había evitado que estallara su cañería personal. Sin embargo, hasta lo práctico podía embellecerse.

—¿Sois tan directa con todos vuestros pacientes?

—No suelo atender pacientes.

—No me sorprende. Adelia se rió.

Fascinante, pensó el prior, extasiado. Recordó a Horacio:
«Dulce ridentem Lalagen amabo»
. «Seguiré amando a mi Lalage de dulce risa». Pero la risa le había conferido instantáneamente a la joven mujer vulnerabilidad e inocencia, algo totalmente opuesto a la actitud admonitoria que había adoptado antes, por lo que el súbito cariño que brotaba de él no tenía por destinataria a Lalage, sino a una hija. El prior decidió que debía protegerla.

Adelia tenía la mano extendida y le estaba ofreciendo algo.

—Os he prescrito una dieta.

—¡Papel, por el Señor! —exclamó el prior—. ¿De dónde obtenéis papel?

—Los árabes lo fabrican.

El paciente echó un vistazo a la lista. La caligrafía de la doctora era abominable, pero logró descifrarla.

—¿Agua? ¿Agua hervida? ¿Ocho tazas al día? Señora, ¿queréis matarme? El poeta Horacio dice que nada valioso puede esperarse de las personas que beben agua.

—Podríais probar con Marcial —respondió la doctora—, él vivió más años.
Non est vivere, sed valere vita est.
La vida no es vivir, sino estar sano.

El prior meneaba la cabeza, asombrado.

—Os ruego que me digáis vuestro nombre —pidió humildemente.

—Vesubia Adelia Rachel Ortese Aguilar —enunció Adelia—. O doctora Trótula, si preferís. Es el título que la escuela de Salerno otorga a las mujeres profesoras
[3]
.

El prior no sabía cuál elegir.

—¿Vesubia? Un bonito nombre, muy original.

—Adelia —sugirió ella—. Sencillamente, fui encontrada en el Vesubio. —La mujer extendió la mano como si fuera a estrechar la del prior, éste contuvo el aliento, pero, en cambio, le cogió la muñeca. Apoyó el pulgar en el dorso y con los otros dedos presionó la parte más blanda. Sus uñas estaban cortas y limpias, como todo su cuerpo—. Me abandonaron en la montaña cuando era un bebé. En una vasija de barro. —La doctora hablaba distraídamente. El prior comprendió que, en realidad, su intención no era contarle su vida, sino mantenerlo callado mientras oía su pulso—. Los médicos que me encontraron y me criaron pensaron que posiblemente yo era griega, porque en Grecia existía la costumbre de abandonar a las hijas no deseadas.

—Soltó la muñeca del prior y meneó la cabeza—. Demasiado rápido. En verdad, deberíais adelgazar.

«Debe cuidarse», pensó Adelia. Era la única solución.

Al prior le rondaban en la cabeza aquellas peculiaridades. Si bien el Señor podía exaltar a los menos encumbrados, no era necesario que ella exhibiera su innoble origen a todo el mundo. ¡Oh, Dios! Lejos de su medio estaría tan expuesta como un caracol sin su concha.

—¿Habéis sido educada por dos hombres?

Adelia se sintió ofendida, como si el prior hubiera sugerido que su crianza no había sido normal.

—Era un matrimonio —aclaró, frunciendo el ceño—. Mi madre adoptiva también es una Trótula. Una cristiana nacida en Salerno.

—¿Y vuestro padre adoptivo?

—Un judío.

De nuevo lo mismo. ¿Le contaría Adelia también aquello a las aves del cielo?

—Entonces, ¿fuisteis educada en su fe?

Para el prior era importante saberlo. Podía ser su estigma, debía salvarla de la quema.

—No tengo fe, excepto en aquello que puede ser demostrado.

—¿Sabéis qué es la creación? ¿El propósito de Dios? —preguntó el prior horrorizado.

—Ciertamente, la creación existió. Que hubiera un propósito, lo ignoro.

«Dios mío, —pensaba el prior—, no la castigues todavía. La necesito. No sabe lo que dice».

Adelia estaba de pie. Su eunuco había girado el carro, de modo que estaba listo para bajar al camino. Simón caminaba hacia ellos.

—Señora Adelia, estoy en deuda con vos y quiero recompensaros tanto como sea posible. Podéis pedirme un favor y, con la gracia de Dios, os lo concederé.

Adelia se volvió para mirarlo; estaba considerando la oferta. Vio sus ojos amables, su inteligencia, su bondad. Le agradaba. Pero para su profesión lo importante era su cuerpo. Todavía no, pero sí algún día. Observar la glándula que había dificultado el funcionamiento de la vejiga, pesarla, compararla... Simón comenzó a correr en dirección a ellos. Ya la había visto mirar de esa manera en otras ocasiones. Adelia sólo era capaz de juzgar las cosas con criterio médico: le pediría al prior que le permitiera disponer de su cadáver.

—Excelencia —intervino Simón, jadeando—, excelencia, si desearais tener una gentileza, podríais persuadir a la priora para que permita a la doctora Trótula ver las reliquias del pequeño Peter. Tal vez puedan arrojar luz acerca de la manera en que murió.

—¿De verdad? —El prior Geoffrey miró a Vesubia Adelia Rachel Ortese—. ¿Y cómo podríais hacerlo?

—Me dedico a los muertos.

Capítulo 4

A medida que se acercaban a la gran puerta de la abadía de Barnwell, el lejano castillo de Cambridge se iba haciendo visible en la única elevación que había en varias millas a la redonda. Las ruinas de la torre, que se había incendiado el año anterior, y el andamiaje que las rodeaba le conferían a su silueta un aspecto descuidado y espinoso. Aunque comparado con las grandes ciudadelas que Adelia había visto en las laderas de los Apeninos era una fortaleza más bien pequeña, otorgaba un rudo encanto al paisaje.

—La construyeron los romanos —señaló el prior Geoffrey— para evitar que los enemigos cruzaran el río, pero, como muchas otras, no sirvió para derrotar ni a los daneses ni a los vikingos, ni tampoco al duque Guillermo de Normandía, que después de derribarla tuvo que reconstruirla de nuevo.

La caravana se había reducido. La priora se había adelantado a toda velocidad, llevando consigo a su monja, su caballero y su primo, Roger de Acton. Los comerciantes habían tomado el camino hacia Cherry Hinton.

El prior Geoffrey, exultante y nuevamente a caballo, iba a la cabeza de la procesión inclinándose hacia el pescante del carro tirado por mulas para hablar con sus salvadores. Con el ceño fruncido, su caballero, sir Gervase, cerraba el desfile.

—Cambridge les sorprenderá —iba diciendo el prior—, tiene una buena escuela pitagórica a la que asisten estudiantes de distintos lugares. A pesar de ser una ciudad del interior, su puerto fluvial es muy activo, casi tanto como Dover, aunque felizmente hay menos franceses. Las aguas del Cam pueden ser lentas, pero son navegables hasta su unión con el río Ouse, que a su vez desemboca en el mar del Norte. Me atrevería a decir que son pocos los países de Occidente que no llegan a nuestros muelles con sus mercancías, distribuidas luego por toda Inglaterra en caravanas de mulas que parten de las vías romanas que atraviesan la ciudad.

—¿Y cuáles son las mercancías que salen de Inglaterra? —preguntó Simón.

—Lana. Excelente lana de Anglia Oriental —repuso el prior Geoffrey con una sonrisa que dejaba a la vista la satisfacción del prelado cuyas tierras proporcionaban buena parte de esa lana—, pescados ahumados, anguilas, ostras. Oh, sí, maese Simón, Cambridge podría calificarse como próspera en lo comercial y, me atrevería a decir, cosmopolita en su manera de pensar.

¿Se atrevía a decirlo? Su corazón sentía cierto recelo cuando miraba a los tres ocupantes del carro. Incluso en una ciudad acostumbrada a ver escandinavos bigotudos, plebeyos con zuecos, rusos de ojos rasgados, templarios, caballeros hospitalarios de San Juan llegados de Tierra Santa, magiares con sombreros de piel de astracán, encantadores de serpientes, dudaba que pudiera pasar desapercibido ese trío de seres extraños. Echó un vistazo a su alrededor y se agachó un poco más. —¿Habéis pensado en cómo presentaros? —susurró.

—Teniendo en cuenta que nuestro buen Mansur ya es merecedor de crédito por haberos curado, excelencia, pienso continuar con el engaño presentándolo como médico; la doctora Trótula y yo seremos sus ayudantes. ¿Será el mercado un lugar apropiado? Debemos encontrar un lugar donde realizar nuestras indagaciones.

—¿En ese condenado carro? —Simón de Nápoles había logrado provocar la indignación del prior—. ¿Haréis que lady Adelia reciba los escupitajos de las feriantes? ¿Permitiréis que la asedien los vagabundos? —El prior trató de calmarse—. Comprendo que, dado que en Inglaterra no hay médicos mujeres, es necesario disfrazar su profesión. Ciertamente, la tendrán por una extravagancia —«más de lo que en verdad es», pensó—. Pero no la degradaremos a la altura de una prostituta chillona. La nuestra es una ciudad respetable, maese Simón, podemos ofreceros algo mejor que eso.

—Excelencia —se limitó a decir Simón, con una inclinación, mientras pensaba para sus adentros: «Sabía que lo haríais».

—También sería prudente que ninguno de vosotros declare su fe, o su falta de ella —continuó el prior—. Cambridge es como una ballesta bien tensada, cualquier anormalidad podía volver a aflojarla. —Especialmente, pensó el religioso, si esas tres anormalidades estaban decididas a ponerla a prueba.

El prior hizo una pausa. El recaudador de impuestos estaba junto a ellos y frenaba su caballo para que fuera al paso de la mula. Hizo un ademán en señal de respeto al prior, saludó con la cabeza a Simón y a Mansur y se dirigió a Adelia.

—Señora, hemos compartido esta caravana y aún no hemos sido presentados. Sir Roland Picot, a vuestras órdenes. Rowley para los amigos. Permitidme felicitaros por haber sido la artífice de la recuperación de nuestro buen prior.

Simón se inclinó hacia él.

—Las felicitaciones le corresponden a este hombre, señor —aclaró, señalando a Mansur—. Él es nuestro doctor.

—¿Seguro? He tenido noticia de que se oyó una voz femenina dirigiendo la operación.

«¿Quién habría hecho circular aquello?», se preguntó Simón.

—Di algo —pidió a Mansur en árabe, dándole un codazo. Mansur lo ignoró. Simón le golpeó subrepticiamente el tobillo—. Háblale, zoquete.

—¿Qué es lo que ese gordo quiere que diga?

—El doctor se siente complacido de haber podido servir al prior —explicó Simón al recaudador—. Dice que espera atender del mismo modo a todos los habitantes de Cambridge que deseen consultarlo.

—¿Ah, sí? —replicó sir Rowley Picot, evitando mencionar que sabía árabe—. Su voz es asombrosamente aguda.

—Exactamente, sir Roland —afirmó Simón—. Su voz puede ser confundida con la de una mujer. —Y agregó en tono más confidencial—: Debo informaros de que cuando era un niño el señor Mansur fue recogido por unos monjes que, al oírlo cantar, descubrieron su maravillosa voz y se aseguraron de que la conservara para siempre. —¡Un
castrato,
Dios mío! —exclamó sir Roland, observando al sarraceno.

—Ahora se dedica a la medicina, por supuesto —aseguró Simón—, pero cuando canta en alabanza al Señor, los ángeles lloran de envidia.

Mansur, que había oído la palabra
«castrato»,
comenzó a proferir insultos, causando más llanto en los ángeles con sus diatribas a los cristianos, en general, y con sus alusiones al morboso afecto entre los camellos y las madres de los monjes bizantinos que lo habían castrado, en particular. El timbre de su voz de soprano rivalizaba con el canto de los pájaros y se fundía en el aire como un carámbano.

—¿Lo veis, sir Rowley? —insistió Simón—. Sin duda, ésa fue la voz que se oyó.

—Así debió ser —acordó sir Roland—. Así debió ser —repitió, sonriendo a modo de disculpa.

El recaudador siguió tratando de conversar con Adelia, pero las respuestas de la doctora fueron breves y hoscas. Estaba harta de los molestos ingleses. Era el campo lo que atraía su atención. Como había vivido entre colinas, pensaba que la llanura no le gustaría. No había imaginado cielos tan enormes, ni el significado que conferían a un árbol solitario, a una rara chimenea torcida, a la torre de una iglesia que se recortara contra él. El terreno dibujaba un damero verde esmeralda y negro. La diversidad de verdes le sugería que podría descubrir muchas hierbas desconocidas.

Y sauces. El paisaje estaba lleno de estos árboles, bordeando los arroyos, las zanjas y los senderos. Sauces para contener las riberas de los ríos, sauces dorados, blancos, grises, sauces cabrunos, sauces para hacer paletas de madera para jugar al criquet y para obtener mimbre, y una variedad llamada sarga, un sauce muy hermoso con los destellos del sol moteando sus ramas y más bello aún porque su corteza proporciona un brebaje que alivia los dolores.

Adelia fue impulsada hacia delante cuando Mansur frenó a las mulas. La procesión se había detenido abruptamente porque el prior Geoffrey había levantado una mano y había comenzado a rezar. Los hombres se quitaron los sombreros y los sostuvieron junto a su pecho.

Al traspasar la gran puerta del monasterio vieron un carro salpicado de barro. La sucia tela que lo cubría dibujaba la forma de tres pequeños bultos debajo. El hombre que conducía los caballos iba con la cabeza gacha. Lo seguía una mujer, gritando y rasgándose las vestiduras.

Los niños desaparecidos habían sido hallados.

Dentro del predio de San Agustín, en Barnwell, se encontraba la iglesia de San Andrés, un templo de unos doscientos pies de longitud, esculpido y ornamentado para mayor gloria de Dios. Pero ese día, la luminosidad del sol estival que se filtraba por las altas ventanas ignoraba el artesonado del techo, los rostros de piedra de los priores cuyas tumbas rodeaban las paredes, la estatua de San Agustín, el fastuoso pulpito, el brillo del altar y el tríptico. En su lugar, caía como una saeta sobre los tres pequeños ataúdes colocados en la nave, cada uno de ellos cubierto con un paño violeta, y sobre las cabezas de los hombres y mujeres que, ataviados con sus ropas de trabajo, se habían reunido en torno a ellos. Los restos habían sido hallados esa mañana en una cañada, cerca del dique Fleam. Un pastor se había topado con ellos al amanecer, y desde entonces no había dejado de temblar.

—No estaban allí anoche, os lo juro, prior. No podía creer que fueran ellos. Los zorros no los habían atacado. Estaban tendidos uno al lado del otro, Dios los bendiga. Muy ordenados, podría decirse... —Una náusea le impidió continuar.

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