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Authors: Luis Gutiérrez Maluenda

Tags: #Policíaco

Mala hostia (14 page)

BOOK: Mala hostia
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Cuando saqué la Glock, se miraron sorprendidos.

Disparé primero al tipo más sociable, al que hablaba.

Tres veces, lo mío no es la puntería, pero con tres disparos en un tipo tan grande como aquel, el acierto era casi una garantía.

Cayó como un saco.

Luego pude escuchar la voz del otro por primera vez. Me llamó hijo de puta y cargó contra mí con el bate levantado.

No paré de disparar hasta que se derrumbó a mi lado. Recuerdo que su boca quedó muy cerca de mis pies, se movía como si quisiera decirme algo, probablemente nada agradable, luego dejó de moverse.

Nada de lo que estaba sucediendo me parecía real, pero tenía un subidón de adrenalina tremendo, creo que fue por eso que me acerqué y les rematé. Aunque probablemente ya estaban muertos.

¿Qué me impulsó a rematarles?

Lo de la adrenalina es demasiado fácil para cerrar el tema.

Miedo.

Un miedo absurdo a que se levantasen y me pasaran factura por lo que yo acababa de hacerles. Por eso les rematé. Para que no se levantasen.

Por miedo.

¡Menudo estropicio en poco menos de un minuto! Luego eché a correr y solo paré al llegar a la carretera, los ladridos furiosos del par de perros que habían quedado encerrados y estaban terriblemente excitados por los disparos y mi presencia, me siguieron una buena parte del camino hasta la carretera.

Mi madre ya me había avisado:

—Atilano, hijo mío, algún día harás algo de lo que te arrepentirás.

Aquella era una ocasión magnífica para darle la razón a mi madre, pero no estaba arrepentido en absoluto. Era la primera vez que mataba a alguien, pero yo no lo veía así, solo pensaba que había salvado mi vida. Podía quedarme pensando durante el resto de mi existencia acerca de si lo que había sucedido era moralmente correcto o no lo era, de si podría aceptarlo o lo tendría sobre mi conciencia para siempre. Pero solo una cosa era indiscutible, aquellos dos tipos estaban muertos y yo vivía. Podía haber sido al revés y entonces no tendría nada sobre lo que dudar. La paz eterna no me compensaría, mejor así.

Amén y gracias, Señor, yo fui el más rápido.

Conduje prudentemente durante todo el camino de vuelta a casa.

El Pepe Car olía a pólvora cuando lo devolví.

El paki del supermercado ya no tenía el Vat 69 en oferta, pero le dije que le compraría dos botellas y me las dejó al mismo precio que el día anterior.

Esa gente lleva el regateo en la sangre, aunque también es posible que viese la Glock en mi cintura y se asustase, la cuestión es que no puso el menor problema.

Llegué a casa y me acabé de un largo trago los restos de la botella del día anterior. Y aún tenía dos botellas enteras.

Yo era un tipo afortunado, creo que ya lo había dicho.

La noche ya ocupaba los rincones de la habitación. A través de la ventana que daba al patio interior, aún podía ver los últimos vestigios de un día que se mostraba remiso a desaparecer.

Me sentía como un pez gordo, no como alguien importante, solo como un pez gordo, con las escamas pringosas y llenas de algas troceadas.

Cerré los ojos y el mundo junto con mis problemas desapareció con brusquedad.

Al abrirlos de nuevo, el mundo se recompuso con esfuerzo. Mis problemas seguían allí.

Mierda de mundo implacable.

En algún momento recé. No creía que funcionase, solo lo hice por si acaso, en realidad no perdía nada probando.

Conté las balas que quedaban en el cargador.

Siete. Había disparado once veces.

Eran las once de la noche.

A la una de la madrugada, Valentina entró empujando la puerta que inconscientemente yo había dejado abierta.

—¿Qué sucede, Atila?

—Nada, será mejor que te alejes de mí.

—Si lo hago no podré cuidarte. —Se acercó y apartó la botella de Vat 69 de mi mano, se sentó en la cama, me miró y dijo—: ¿Qué voy a hacer contigo?

Yo me puse a llorar. Aquellos dos hijos de puta, muertos…

A las diez de la mañana me despertó el rumor del agua corriendo en la ducha. Me asomé, el cuerpo desnudo de Valentina me sonrió, sus labios y sus ojos también. Me sentí mejor, aunque no sabía por qué.

Las noticias, en la televisión, hablaban de dos muertos hallados en un camino ciego de una urbanización de la Costa Brava situada en la carretera que une Lloret de Mar con Tossa. Unos vecinos habían escuchado disparos, luego encontraron los cuerpos de dos hombres a los que no reconocieron como vecinos de la urbanización.

Aquello me sonaba.

No era extraño que hubiesen encontrado tan pronto los cuerpos, once disparos hacen mucho ruido.

Aquellas muertes tenían todo el aspecto de un ajuste de cuentas entre traficantes de droga. El hecho de que les hubiesen cosido a balazos y que los cadáveres no hubiesen sido expoliados —en sus cuerpos se encontró dinero y objetos de valor—, parecía confirmarlo, según la opinión de los Mossos d’Esquadra. El que los rematasen una vez en el suelo, también.

Buen ojo, muchachos, buen ojo, nada que objetar por mi parte. Seguid trabajando duro.

Después de desayunar, Valentina tomó un taxi y se fue. Me prometió que por la noche vendría a verme.

Pasé por el locutorio por si había algo nuevo.

Había algo nuevo.

—Atila, creo que vos y yo debemos platicar —me dijo Lena.

—Bueno, pasa a mi despacho. —Y me dirigí a la mesa del fondo.

—Creo que no voy a pasar más por tu casa, Atila. —La expresión de Lena tenía una mezcla de pena, orgullo por demostrar su independencia y cariño más o menos contenido. En conjunto le sentaba bien.

—¿Y eso para ti, son buenas o malas noticias? Lena se encogió de hombros, miró hacia la entrada y mantuvo sus ojos allí más tiempo del necesario para comprobar si había entrado alguien, algo por otra parte innecesario ya que yo estaba encarado a la puerta y la avisaría si ese fuera el caso.

—Samuel me ha pedido que me case con él. —Ahora a su expresión le añadió un punto de vergüenza o tal vez orgullo herido. En conjunto seguía sentándole bien.

—Podría ser peor, supongo que lo que debo hacer es felicitarte.

—Sí, supongo, sería un detalle por tu parte.

—Felicidades, Lena.

—Me da bronca decírtelo así, pero yo ya no soy chica, Atila, crecí y me cansé de estar permanentemente en precario, Samuel es la estabilidad y no es mala gente.

—Claro, Lena, luego recogeré mis cosas.

—No, no es necesario, pórtate bien, ya sabés lo que quiero decir. Yo me encargaré de Samuel, no habrá problemas, seguís siendo mi primo de Salta. Y no tengas apuro, buscá y encontrarás a alguien bueno para vos.

—Seguro, por ahí hay toda clase de gente buscando. En el fondo, consiste en encontrar a alguien lo suficientemente desesperado para que yo le parezca una opción aceptable en su vida.

En aquel momento me di cuenta de que me acababa de jugar mi puesto de trabajo en la mesa del rincón. Pero Lena debía de haber pensado eso mismo en más de una ocasión. Y lo encajó bien.

Pensando en la mesa del rincón, fue que no le dije a Lena que, en realidad, no era necesario buscar a alguien. Justo en aquellos momentos Carlos Gardel cantaba:

Nada debo agradecerte, mano a mano hemos quedado

no me importa lo que has hecho, lo que hacés ni lo que harás.

Los favores recibidos, creo habértelos pagado,

y si alguna deuda chica sin querer se me ha olvidado,

en la cuenta del otario que tenés se la cargás.

Desde que Gardel había tomado posesión de mi alma, sus canciones me perseguían como la «condena de una maldición», según sus propias palabras.

Salí del locutorio al poco rato. Entre Lena y yo se había establecido un puente que de momento resultaba difícil de cruzar, rehuíamos nuestras miradas y cada uno de nosotros temía las próximas palabras del otro. Probablemente era cosa de dejar pasar un par de días para ser capaces de burlarnos de nosotros mismos y convertir la situación en un simple recuerdo. Un recuerdo amable de una relación que nunca había trascendido los aspectos de la mutua necesidad.

En la calle, hice un repaso a la situación en la que me encontraba, no llegué muy lejos. Sin embargo una necesidad destacaba ante cualquier otra consideración: a tenor del desarrollo de los acontecimientos, no era previsible que Borja Tutusaus aceptase deportivamente la muerte de sus gorilas. Era preferible que me encontrase preparado, si él decidía pasar a la acción.

El Morlaco estaba sentado en su habitual mesa del rincón, una mesa cercana a la puerta trasera, con buenas vistas a la entrada del local. En alguna ocasión aquella ubicación le había resultado útil.

—Necesito munición para la Glock, Morlaco.

—Con munición de ese tipo se cargaron ayer a dos fulanos en una urbanización de la Costa Brava, payo. —Los ojillos del gitano me miraban especulativos.

—9mm Parabellum, Morlaco, debió de ser ETA, yo solo he hecho prácticas de tiro.

—¿Y qué tal andas de puntería?

—Nadie se quejó.

La sonrisa del Morlaco mostraba que mi respuesta no le había defraudado. A mí solo me dejó la impresión de que sus dientes necesitaban un buen cepillado. Después de dudar levemente, hurgó durante un momento en una mochila negra que tenía a sus pies, sacó una caja de munición, la metió en una bolsa de plástico opaco y me la entregó.

—Toma, payo, es un regalo, me gustan los tíos con los huevos bien puestos.

Yo acababa de subir un par de peldaños en la escala de valores de aquel hombre, un honor un tanto dudoso teniendo en cuenta los méritos que había hecho para merecerlo. Cuando echas a rodar una piedra cuesta abajo, no sabes la cantidad de bichos que va a dejar al descubierto, ni si aprovecharán para esconderse en tus propios zapatos.

—Gracias, muchacho. —Le estreché la mano y me giré para marchar, pero su voz me detuvo.

—Oye, payo, que esas balas no conozcan carne de gitano, ¿entendido? —Lo dijo mirándose las uñas. Posiblemente no estaban más limpias que sus dientes.

Cabeceé en señal de asentimiento. Ya en la calle le comenté a una pared:

—Las balas no conocen a nadie, solo matan, capullo.

En la pared, alguien había escrito: «Presos a la calle». Una letra distinta, un poco más abajo, rezaba: «Dios te ama».

En la pared del edificio vecino, en trazos apresurados habían garrapateado: «Chúpame un huevo».

Tres visiones poco conciliables del mundo.

Todas ellas respetables.

Con aquella caja de balas que tenía en la mano, recordé a un tipo que en una ocasión me contó que en situaciones límite hay que jugar a todo o nada. Luego puntualizó que normalmente te quedas con nada.

Yo no podía dejar de pensar en ello.

Mientras pensaba en el entierro del tipo que se quedó con nada, me llamó Valentina al móvil, quería que la pasase a recoger por su casa.

—Ni se te ocurra —le dije.

—¿Pero quieres verme?

—Claro.

—Bueno, entonces donde tú quieras. Quedamos citados en la entrada del parque de la Ciutadella, un lugar donde resulta fácil ver si alguien anda detrás de ti.

Cuando Valentina apareció, yo estaba sentado esperándola en uno de los bancos. Aquel banco en concreto estaba a cien metros de la entrada, si alguien hubiera entrado siguiéndola lo hubiese visto sin demasiada dificultad. Me estaba convirtiendo en un psicótico.

—¿En qué andas? —preguntó.

—No lo sé, yo solo busco a una chica, pero debe emitir vibraciones erróneas, porque la gente se va muriendo a su alrededor, o al mío. Por eso no quiero que sepan dónde vives. Si Carrito no me hubiese echado una mano la otra noche, posiblemente ahora no estaríamos hablando tu y yo. Deberías subirle el sueldo a ese muchacho.

—Me lo contó.

—¿Y no te dijo que no te acercases a mí?

—Carrito sabe que yo tomo mis decisiones. Él me informa, si puede me protege, pero deja que yo escoja mis propios riesgos.

—¿De dónde lo has sacado?

—Apareció un día por el bar cuando aún no era mío, andaba perdido, quizás por eso me contó su historia. Debo de tener algo que atrae la atención de los que andan perdidos. O son ellos los que me atraen a mí.

—¿Yo te di la impresión de andar perdido?

—No, tú me diste la impresión de andar terriblemente perdido. Pero ahora estábamos hablando de Carrito. Tiene veintisiete años, aunque parece mucho mayor, en ocasiones parece muy viejo. En Colombia estaba con la gente de las FARC, lo reclutaron cuando todavía era un niño, tenía catorce años, pero era ya fuerte y decidido. Estuvo con la guerrilla, andaba por la selva, viviendo a salto de mata, intimidando a los cocaleros, a los campesinos, matando para que no le matasen, en ocasiones matando simplemente por cumplir órdenes. Traficó con droga, asaltó y fue asaltado, creo que también hizo cosas que prefiere no recordar.

»Cuando tenía veinticuatro años se aparejó con una muchacha de dieciséis, también militante de las FARC, pronto tuvieron un hijo y desde aquel momento permanecieron juntos. Quizás se debió a la paternidad, o simplemente que el hacerse mayor le hizo comprender que no sabía por qué, ni por quién luchaba. Hasta aquel momento su vida había sido una huida permanente, huía del ejército que les perseguía, de la Contra, huía de la droga en la que nunca confió. Entonces comenzó también a huir de sí mismo, de la vida que llevaba, pero abandonar a las FARC no es tan sencillo, mucho menos cuando se tiene una esposa y un hijo. Un día el ejército localizó el campamento donde paraban, y les atacaron por tierra y aire, en la batalla su compañera murió y en la desbandada el niño se perdió. Carrito intentó encontrarlo, pero el niño ya se había convertido en una más de esas criaturas que nadie sabe de quién son y que pueden acabar en cualquiera de los dos bandos. Carrito tomó entonces una decisión, huiría.

»En la primera ocasión que se le presentó, embarcó en Barranquilla, en un barco de bandera panameña que se dirigía a España. Pagó el pasaje con cocaína, algo más fácil de conseguir que el dinero, allí de donde venía, y acabó arribando a Barcelona de la misma manera que podía haber acabado en Valencia o en Bilbao, eso no le importaba. Al desembarcar se sintió perdido, la ciudad era un monstruo extraño que podía devorarle en cualquier momento, el mismo aire que respiraba le resultaba ajeno, sospechaba que cualquier persona que pasaba por su lado podía representar un peligro, que su aspecto levantaba sospechas, y algo de razón tenía, su mirada tenía algo de animal acechado por los cazadores. Luchó contra el deseo, cada minuto que pasaba más apremiante, de tomar un barco de regreso, de volver a ocultarse en la selva que le resultaba familiar. Sabía, sin embrago, que no era posible hacerlo, que sus antiguos compañeros no le perdonarían, que en su país los errores como el que había cometido se pagan con la vida.

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