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Authors: Luis Gutiérrez Maluenda

Tags: #Policíaco

Mala hostia (15 page)

»Se movió al azar a lo largo de todo un día sin alejarse demasiado del puerto, en la miseria de las callejas aledañas se sentía más protegido que en las zonas más lujosas que solo llegó a vislumbrar. En el puerto seguía el barco, un lugar donde en caso de necesitarlo pensaba que aún le acogerían, un lugar, al que sin embargo había decidido no regresar.

»Una noche entró en el bar e intentó, discretamente, averiguar dónde podía vender el resto de cocaína que le quedaba, y un lugar barato donde guarecerse. Ya sabes que el desespero ejerce sobre mí una especie de fascinación, estuvimos hablando, algo le impulsó a contarme su historia. Hablé con el dueño del bar —un hombre gravemente enfermo que en un momento de mi vida había representado algo—, y una vez conseguida su aquiescencia, le propuse a Carrito un trato: la cocaína la tiraríamos por el desagüe, a cambio él se quedaría de camarero en el bar y cobraría una mensualidad anticipada para conseguir alojamiento.

»Me dio las gracias una sola vez, y nunca más hemos hecho mención a su vida anterior, pero sé que me protege. Sé también que es muy capaz de hacer daño si se lo propone, por lo que me contó deduzco que tiene unas cuantas vidas en su conciencia y la violencia es para él un escenario en el que se mueve con comodidad. La escopeta de cañones recortados que viste, el antiguo dueño ya la tenía allí, pero estaba descargada, ahora está cargada y no dudo que Carrito sabe usarla.

»Un día me asustó, estaba detrás de la barra, hablábamos de cualquier cosa, una cucaracha salió de un rincón y se paseó por la pared. Carrito, con un movimiento rápido, sacó la navaja del bolsillo y la lanzó, la cucaracha quedó clavada en la pared, luego se acercó a la mancha negra ensartada en su navaja, la arrancó con una servilleta, dejó caer al animal en el cubo de desperdicios y volvió a guardar la navaja en el interior de su bolsillo. «Disculpe si la he asustado, señora, ha sido un acto reflejo, nos entrenábamos así, allí había muchos bichos, de esos y de muchas otras clases, pero eran más grandes». Luego se volvió y se puso a limpiar vasos.

—Haces bien en contarme eso, procuraré no pelearme nunca con él.

—No tienes ninguna razón para hacerlo. Y ahora, ¿no quieres contarme en qué andas?

—Ya te lo he dicho, me han contratado para encontrar a una chica, una bielorrusa, pero no sé qué está pasando, cuando lo sepa te lo contaré. Suceden cosas que no estaban en el guión, ya han muerto dos personas, y ahora esos dos tipos de anoche, quizás todo sea un gran cúmulo de desafortunadas casualidades, pero prefiero estar prevenido.

—¿Quieres que Carrito te acompañe? Cerrar el bar un par o tres de noches no representa un perjuicio para mí.

—Es posible que acabe aceptando tu ofrecimiento si Carrito no tiene inconveniente, pero de momento lo único que tengo en mente es aclarar mis propias dudas.

—¿Esa es la razón por la que no has querido pasar por casa a recogerme?

—Sí, posiblemente es un exceso de precaución. No quiero equivocarme y verte involucrada en algo peligroso. Me sentiría muy mal.

—¿Cómo de mal te sentirías?

—Lo suficiente para no arriesgarme.

Aquella tarde, con Valentina paseamos y hablamos, y nos contamos algunas cosas de nuestra vida.

Las que nos atrevimos a contar. Otras las ocultamos, supongo que pensamos que encontraríamos momentos más propicios. Entre las cosas que preferimos reservar, estaba averiguar si mientras paseábamos éramos felices o estábamos locos. No creo que ninguno de los dos se diera cuenta de que era la misma cosa.

Por la noche, en la cama, le pregunté a Valentina si le apetecía escuchar unos tangos.

Carlos Gardel nos cantó:

Decí por Dios que me has dao,

que estoy tan cambiao,

no sé más quien soy…

Ya no me falta pá completar,

más que ir a misa e hincarme a rezar.

Ese tipo no deja de sorprenderme.

Nos despertamos a tiempo para escuchar las noticias. Una locutora con la sonrisa recién maquillada intentaba componer una expresión dramática para contar las novedades que se habían producido alrededor del caso de los dos tipos encontrados cosidos a balazos en una urbanización de la Costa Brava.

Los Mossos d’Esquadra, en sus investigaciones por los alrededores del lugar donde habían sido encontrados los cuerpos, al ver una puerta sin seguro habían entrado en la villa propiedad del señor Borja Tutusaus. En el interior de la vivienda descubrieron el cuerpo del señor Tutusaus colgado en el soporte de una lámpara del salón. Según el médico forense la muerte se había producido el día anterior, a primeras horas de la mañana.

Del BMW que debía de estar lleno de las huellas dactilares de los dos tipos que yo me había cargado no decían nada.

¡Fantástico! Si antes de esta noticia me encontraba sumido en un desconcierto casi absoluto, ahora el casi había desaparecido. Por mucho que quisiera entender lo que estaba sucediendo a mi alrededor, no le encontraba ningún sentido.

Tampoco encontraba a Galina.

Entré en el locutorio como un rinoceronte en celo, necesitaba un teléfono y un ordenador. Lena me miró con aire de preocupación.

—¿Te encontrás bien, Atila?

—Bien perdido, Lena.

—Lo siento, podés creerme que lo siento, ha sido una cosa tan repentina que ni yo misma…

—¿Qué? ¡Ah, sí! No te preocupes, sobreviviré, así es la vida, chiquilla. —No tenía tiempo para contarle a Lena que mis preocupaciones en aquel preciso instante no tenían que ver con su matrimonio con Samuel.

Me conecté a Google mientras Lena me observaba cada vez más apenada. Creo que en aquel momento sentí por ella más afecto del que había sentido hasta entonces.

Pueden llamarlo complejo de culpa. Pueden llamarle agradecimiento perruno.

Mejor olvídenlo.

Conseguir los teléfonos de todos los tanatorios de Barcelona resultó tarea sencilla. Luego fui llamando por orden alfabético, a la tercera acerté. El entierro de Borja Tutusaus tendría lugar a las once de la mañana del día siguiente en el tanatorio de Les Corts. Sus restos serían incinerados tras la misa de difuntos.

Aquel era un funeral que no me quería perder.

Repasé mentalmente mi guardarropa, fue algo rápido y descorazonador.

La única corbata que tenía no era la más adecuada para asistir a un entierro. Sobre un fondo amarillo, un Bugs Bunny sonriente le ofrecía una zanahoria gigante al Correcaminos. El Coyote debía de estar quejándose al productor de la serie por el maltrato al que le sometían.

Opté por un jersey negro de cuello alto y cazadora de cuero. En una ocasión alguien me dijo que con ese atuendo parecía un asaltante de pisos.

Me aceptarían mejor de delincuente que de payaso.

Decidido.

Y me ahorraba la corbata.

Lena estaba escuchando a Julio Iglesias.

Casi me pongo a llorar, añoré a Carlos Gardel.

Si aquello era una consecuencia de su inminente paso a la estabilidad emocional y social, no era una buena señal. Pero era un problema de Samuel.

Al pasar hacia la puerta, una de las Adoradoras del Ballenato alargó su mano hacia mi entrepierna en un falso remedo de caricia, mientras el resto de la congregación estallaba en risitas sofocadas.

Me acerqué a ella, el vaho de su perfume me hizo pensar en desnudarla lentamente. Entonces recordé a su marido, un tipo que trabajaba descargando bultos en el muelle y cuya musculatura anunciaba que no sería buena idea hacerlo. Le devolví el remedo de caricia desde la distancia adecuada. Las risas sofocadas de la congregación alcanzaron categoría de masa coral.

Julio Iglesias babeaba quedamente una melodía tonta mientras yo salía del locutorio.

Entré en el metro. Había decidido acercarme a casa de Silvina y charlar un rato con ella, le enseñaría las fotografías por si cualquiera de ellas despertaba algún recuerdo que resultara de utilidad. En realidad, no tenía gran confianza en la gestión pero tampoco se me ocurría una idea más brillante.

Bajé en la estación de Sagrada Família. En cuanto salí a la calle, el tono de aviso de mi teléfono móvil me indicó que alguien había intentado comunicarse conmigo mientras estaba fuera de cobertura. La llamada perdida correspondía al teléfono del locutorio.

La voz de Lena no contenía urgencias.

—Te he llamado pero tu móvil no tenía señal, han venido a entregarte el paquete que estabas esperando.

—¿Qué paquete?

—Y yo que sé, che.

—¿Te lo han dejado?

—No, vos tenés que firmar la entrega. El pibe me ha pedido la dirección de tu casa, ha dicho que iría allí para entregarte el mandado.

—¿Se la has dado?

—Claro.

—¡Joder!

—¿La jodí, Atila?

—No lo sé, yo no espero ningún paquete. ¿Cómo era ese tipo?

—Normal, bien vestido, elegante incluso, de unos treinta años, delgado, alrededor de los setenta kilos escasos, un metro setenta y cinco, trigueño, ojos azules, una sonrisa agradable, muy educado, tenía acento catalán. No sé, no me he fijado muy bien.

—Bueno, pues otro día fíjate bien y me dices qué numero de calzado usa, sin eso no puedo hacer nada. ¿Llevaba uniforme de alguna agencia de mensajería?

—No, ya te digo que iba muy bien vestido.

—¿Y el paquete? ¿Lo has visto?

—Pues ahora que lo decís, no; lo tendría en la furgoneta.

—Probablemente en el asiento de atrás, junto con el uniforme. ¿Cuánto rato hace de eso?

—No sé, recién, cuarenta minutos quizás. Yo te he llamado en cuanto he acabado de atender a un par de clientes, quizás haga algo más de cuarenta minutos, pero no más de una hora. ¿He hecho algo mal, verdad?

—No lo sé, de cualquier manera no te preocupes, pero si viene de nuevo, que te dé detalles, quién le envía, para quién trabaja, lo que puedas.

—De acuerdo. Ahora estoy preocupada.

—Bueno, no te cargues de culpa, ahora. Ya te llamaré dentro de un rato.

Volví a entrar en el metro y me dirigí a casa, algo me decía que tendría visitas.

La puerta estaba cerrada, tal como yo la había dejado. Respiré aliviado. Abrí y entré.

Aquello parecía un accidente de aviación. Mi cama estaba destripada, mis pocas pertenencias, dispersas por toda la habitación, cualquier rincón, violentado. Entré en el cuarto de aseo, creo que lo hice para consolarme viendo algo en orden.

También habían husmeado por allí, pero lo poco que había en aquel rincón era difícil de destrozar. Solo tuve que recoger algunas cosas del suelo, guardarlas en el armarito de pared donde estaban, y volver a colgarlo.

Recogí como pude aquel desastre y busqué inútilmente algún objeto que se les hubiese caído. No había nada. Habían sido más cuidadosos con sus pertenencias que con las mías.

Cuando terminé eran las ocho de la tarde.

No hacía falta ser un lince para adivinar lo que estaban buscando aquellos fulanos. La pequeña colección de fotografías que tenía en el bolsillo era la clave de muchas cosas.

Solo tenía que adivinar qué cosas eran esas. Valentina me encontró sentado en los restos de mi cama. Tenía los restos de una botella de Vat 69 en la mano, y apuraba los restos de confianza que aún tenía en mí mismo.

Por cierto, la confianza que tenía en mí mismo hacía ya años que no estaba para afrontar grandes pruebas.

Así que ya ven.

—¿Qué ha sucedido, Atila? —dijo Valentina.

Me encogí de hombros.

—¿Quién ha hecho esto?

Me encogí de hombros.

—Necesitas eso. —Valentina señalaba la botella de Vat 69. Me encogí de hombros. Era algo que comprometía a poco. Valentina me cogió suavemente la botella de las manos y la dejó al lado del fregadero.

—¿Quieres que vayamos a pasar la noche a un hotel? —le dije.

—No, arreglemos esto.

—Ya lo he hecho.

—¿De verdad? —Me miró con la cabeza ladeada y una sonrisa en los labios. Era evidente que su idea del orden y la mía mantenían serias discrepancias.

Al cabo de una hora y media, aquello tenía un aspecto bastante normal. O sea, era un desastre aseado.

Valentina lanzó una mirada circular por toda la habitación y dijo:

—¿Quieres que vayamos a mi casa a pasar la noche?

—Ni se te ocurra. Y en caso de que por tu casa aparezca alguien a quien no conozcas, no le dejes entrar. Y avísame. O mejor, avisa a Carrito. Valentina me abrazó y recostó la cabeza en mi hombro. Repentinamente se puso rígida y alargó la mano hacia mi cintura, allí donde reposaba la Glock.

—¿Qué es esto, Atila?

—Justo lo que parece, una ocarina.

—¿Por qué la llevas?

—Porque esa es la única música que entiende la gente que ha hecho esto. —Y señalé con el brazo extendido la habitación y los restos de objetos rotos apilados en un rincón. No me gusta ir armado pero me parece que ahora no me queda más remedio que hacerlo.

—Atila, escucha…

—Valentina, escúchame tú a mí, deberías largarte, al menos mientras esto no se aclare.

—Déjalo, marchemos hoy mismo un par o tres de semanas fuera de Barcelona, sé quién nos dejará una casa en un pueblo del Pirineo, un lugar tranquilo. O cojamos un avión y vayamos a Tenerife, da lo mismo, donde tú quieras. Quizás cuando volvamos, sea lo que sea que ahora está creando problemas, ya se habrá solucionado. Por el dinero no te preocupes, yo tengo dinero para los dos. Y si es necesario que nos ausentemos durante más tiempo, también podemos hacerlo.

—Valentina, ¿qué haces tú aquí, conmigo? Ahora le tocó a ella encogerse de hombros.

—Ya te lo dije, siempre me fijo en el hombre equivocado.

—Pues en esta ocasión has batido tu propio récord, pequeña.

—¿De verdad quieres que me vaya?

—Sí.

—Pues échame.

Soy un mierda. No la eché.

A la mañana siguiente, me puse mis mejores galas y me dirigí al tanatorio de Les Corts. La familia Tutusaus ocupaba la sala número 7. Una sala amplia y llena a rebosar de gente mucho mejor vestida que yo. Yo no era el único que llevaba un jersey de cuello alto, pero los suyos tenían esa distinción que da el dinero. Los habíamos comprado en tiendas diferentes, en las suyas no aceptaban tarjetas de crédito robadas.

Además, el mío estaba reclamando a gritos un lavado con agua fría y un viaje al contenedor.

Me paseé entre mujeres que charlaban mundanamente, iban maquilladas a conciencia, sonrisa incluida. Parecían recién peinadas en Llongueras, quizás el peluquero tenía un diseño especial para acudir a velatorios. Los tipos mostraban un aire más contenido, excepto cuando admiraban la caída del vestido de las señoras, en especial la zona comprendida entre la cintura y las rodillas.

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