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Authors: Luis Gutiérrez Maluenda

Tags: #Policíaco

Mala hostia (10 page)

Esa voz interior podía ser un resto de dignidad. Hace falta mucho alcohol para acabar con ella definitivamente. Tenía que escoger entre echar más alcohol en mi organismo o ponerme a trabajar. Me puse a trabajar. Me di un paseo por los cementerios de nuestra ciudad. Al tercer intento encontré el correspondiente a la fotografía de Galina. La entrada, con sus columnas de piedra, los pequeños parterres con sus defensas de hierro forjado, los cipreses al fondo. Era más que probable que la fotografía del panteón también correspondiese a aquel lugar.

Era el cementerio de Sant Andreu. Un barrio de Barcelona tan poco aconsejable como otro cualquiera para que te entierren.

No tuve demasiados problemas en encontrar la zona del cementerio que, presumiblemente, Galina había fotografiado.

Familia Tutusaus Margarit, familia Gómez Gumbau, otras familias, los ángeles, las flores, en fin, ya saben.

Ya tenía algo más.

Tenía un buen montón de basura y no sabía en dónde echarla.

Si a continuación fui al club de carretera, se debió más a mi desconcierto que a mi sagacidad. Al menos por allí las cosas se movían, algo podría contarle a Silvina en mi informe final, aunque en el capítulo de las conclusiones, dijese: «Paradero de Galina, ni puta idea».

El club estaba cerrado, así que tomé el camino trasero que conduce a la playa, en la arena, al menos, había siete chicas. Todas ellas rubias, todas en bikini, todas aprovechando que el sol de España tiene bastantes más vatios que el de Bielorrusia. Solo viendo su cuerpo desnudo, tuve dos escalofríos, el primero de frío, el segundo de deseo.

Con toda probabilidad la muerte de Andreu Torcal había provocado la suspensión de las actividades nocturnas de las chicas y no necesitaban dormir en las horas de sol.

La muñeca rubia, la que en mi última visita le trabajaba la oreja a Torcal en la barra, estaba sentada de cara al mar. Se mantenía ligeramente separada del grupo principal, tenía la barbilla apoyada en las rodillas y parecía hipnotizada por el perezoso movimiento de las olas. Me acerqué y me senté a su lado, apoyándome en los talones.

—Hola, quiero hablar contigo —le dije.

Me miró brevemente haciendo visera con su mano sobre los ojos y se levantó con un movimiento ostensible de rechazo, al tiempo que decía:

—Pero yo no quiero hablar contigo, no ahora, te veré, tengo tu tarjeta.

Habló en un tono de voz sofocado mientras todavía estaba de espaldas a sus compañeras. Tenía un acento cargado de consonantes que tropezaban a lo largo de su garganta, pero hablaba un castellano sorprendentemente correcto. Se marchó en dirección al grupo principal y les dirigió unas palabras con gesto de disgusto. Las otras chicas me miraron con curiosidad.

Me largué haciendo la misma ostentación de disgusto que había hecho ella hacía unos momentos, aquel era el juego que ella quería jugar. Y yo no podía hacer otra cosa que jugarlo según sus reglas.

De regreso a Barcelona, usé mis influencias y un par de billetes de cien euros para averiguar algo de los Tutusaus Margarit.

Óscar Tutusaus, fallecido a los ochenta y tres años, de eso hacía quince años. Residente en la cripta familiar del cementerio de Sant Andreu que yo conocía y que Galina, por alguna razón, había considerado necesario fotografiar.

Celia Margarit, su fiel esposa y compañera, fallecida a los setenta y ocho años, de eso hacía diecisiete años. Seguía residiendo con su esposo en la cripta familiar.

Borja Tutusaus Margarit, cuarenta y nueve años, casado con Carmen de las Heras Salcedo, dos hijos, María, de veinte años, y Raimon, de veinticuatro. Ninguno de ellos había fijado, de momento, su residencia en la cripta familiar, preferían su residencia de Pedralbes, en la avenida Pearson.

Mientras me dirigía a casa, un tipo con aspecto de árabe se acercó a mí. Aunque él no se acordase éramos viejos conocidos. Desde la primera vez que hablamos hasta aquel momento habían transcurrido más de diez años; durante ese tiempo había envejecido decentemente, sus modestas entradas de entonces eran ya una respetable calvicie, unas arrugas de expresión que antes no tenía se dibujaban en su cara morena y expresiva. El tiempo pasa para todo el mundo.

Pero seguía usando el mismo truco que en sus inicios.

¿Para qué inventar si la cosa funciona?

Se acerca y te pregunta la hora, casi sin solución de continuidad te pregunta, añadiendo a sus palabras una expresión de dolor bastante convincente:

—¿Te ofende hablar conmigo porque soy árabe?

Le aseguras que no, entonces te cuenta alguna historia acerca de lo que se sufre sintiendo el rechazo de la sociedad que debería acogerte con cariño, ya que al fin y al cabo él ha venido a trabajar.

Entonces te pide dinero.

En la mayoría de los casos y a pesar de que ha estado hablando durante diez minutos o más, no has tenido tiempo de decirle qué hora es.

Vive así desde hace muchos años. De trabajar nada.

A mí ya me ha soltado el rollo tres veces.

Si le dices: «Hermano, que ya nos conocemos», él responde: «Bueno, hombre, bueno», te palmea el brazo amablemente y se larga a buscar a otro que no le conozca. Gente con reloj hay mucha en esta ciudad.

Y aunque no tenga reloj, qué más da. A él lo que le interesa es tu dinero.

En esta ocasión, sin embargo, noté una diferencia: se había dirigido a mí en catalán. «
Bon dia
», me dijo.

Luego dirán que la normalización lingüística no funciona.

De cualquier manera, la cosa era la misma, me pidió dinero para que yo pudiera sentirme aliviado al haberle despreciado por ser árabe. Lo del saludo en catalán, puro marketing, una concesión artística al país que le acoge.

Por supuesto no le di ni un euro, pero le despedí en catalán. Nobleza obliga. Al regresar al locutorio, Lena me dijo que aquella noche tenía «
homework to do
», lo que traducido quería decir que Samuel le había quitado el seguro a la Mágnum y andaba loco por dispararle a alguien.

Dicho así, en inglés, parece que le quitaba hierro al asunto.

Es conveniente quitarle hierro a los asuntos que no deberían tener hierro.

Yo me había prometido no pasar más por el bar donde conocí a la chica del pelo rojo, Valentina.

Aquella noche eché un vistazo antes de cenar. Acababan de abrir y ella no estaba. Eché otro vistazo inmediatamente después de cenar, tampoco estaba. El colombiano me miró desde detrás de la barra y sonrió, aunque sus ojos no decían nada.

Decidí irme a casa y dormir, el mundo está lleno de pelirrojas.

A la una de la madrugada, después de pasear por el puerto y recoger los piropos de todas las putas que rondan los alrededores de la parte baja de la Rambla, pasé de nuevo por el bar al que de ninguna de las maneras tenía intención de ir, porque como he dicho antes, el mundo está lleno de pelirrojas.

Valentina me miró, estaba sentada en el mismo lugar donde la vi la primera vez. Tenía frente a ella un vaso medio vacío de whisky que acunaba entre sus dos manos, y su pelo llameaba contra el cristal situado detrás de la barra.

El colombiano al que no le afectaba el jetlag me preguntó:

—¿Amigo?

Valentina me dijo:

—Atila, cuánto tiempo.

Al primero le respondí:

—Whisky, sin hielo.

Y a Valentina le dije:

—Tres días, ¿siempre estás aquí a esta hora?

—Desde hace una semana acostumbro hacerlo.

—¿Te hacen precio especial?

—Muy especial, ¿verdad, Carrito?

El colombiano, respondió:

—Muy especial, señora.

—Algún día me contarás el truco.

—Algún día, si te portas bien. ¿Has dormido abrazado a muchas mujeres estas tres noches?

—Yo nunca duermo abrazado a una mujer, quizás esta noche lo haga.

Valentina le sonrió al espejo.

Entramos en mi casa abrazados, tropezando como borrachos con nuestros deseos. Sobre la cama, vestidos, solo nos permitimos el tiempo de arrinconar sobre nuestros cuerpos la ropa que nos impedía unirnos, los tacones de Valentina rozando mi espalda me producía un dolor placentero mientras acometía su intimidad y buscaba una explicación, que sabía no existía, a mi desconcierto.

El orgasmo de Valentina fue un gemido largo y profundo, acopló su boca a mi oído y al terminar me dijo:

—Eres un desgraciado de mierda, Atila, lo sabes, ¿no es así?

—Me acabas de aclarar todas las dudas, nena.

—¿Por qué has venido a buscarme?

—Síndrome de abstinencia, supongo.

—¿De mí?

—De ti, de whisky, soy muy susceptible a las abstinencias.

—El whisky lo puedes encontrar en cualquier sitio.

—Y a ti solo allí, por eso vine.

—¿Ahora puedo desnudarme o prefieres que me vaya?

—Si te vas no podré abrazarte toda la noche.

—No sabía si querías hacerlo.

—Quiero hacerlo, aunque temo que es una mala idea. No te convengo.

Valentina no respondió mientras se desnudaba, al terminar puso sus bragas sobre mi hombro derecho y me dijo:

—Una idea muy mala, Atila, pero hagámoslo, creo que no te he contado la historia de mi vida. Te la cuento ahora de forma resumida: siempre me han gustado los perdedores, justo el tipo de hombre que no me conviene. Ese es el guión completo.

—¿No tienes una versión detallada?

—¿Te interesa conocerla?

—Me paso la vida escuchando la forma en que la gente echa a perder sus posibilidades de ser feliz. Quizás tú me cuentes algo distinto.

—No creo.

—Prueba.

—¿Sabes quién es Carl Jung?

—Claro, un asesino en serie, murió en Alcatraz, en la silla eléctrica.

—Me temo que fue anterior a eso.

—Entonces le ahorcarían.

—Fue un psiquiatra, discípulo de Freud, divulgó la teoría del complejo de Electra, la versión femenina del complejo de Edipo.

—El tipo que se enamoró de su madre.

—Todos lo hacemos, en un momento u otro, amamos u odiamos, que es el reflejo de la misma cosa.

—¿Te recuerdo a tu padre? ¿ese es el motivo por el que te atraigo?

—Eres su contrario, Atila. Él era un triunfador y el ser más sensible que he conocido jamás, recuerdo sus caricias una a una, aún me duelen. Desde que dejé de ser una niña lucho contra ese dolor, mi primer matrimonio fue con alguien que me recordaba a mi padre. No me sirvió más que para comprobar que la felicidad que sentí sentada en las rodillas de mi padre no la volvería a sentir jamás.

—¿Y qué sucedió?

—Le planté, por toda explicación le dije que era un pobre de espíritu y que yo necesitaba otra cosa.

—Tu padre se sentiría orgulloso de ti.

—No te burles, fui brutal pero no injusta. Realmente era un pobre de espíritu, ahora está casado con una mujer que le ha dado cuatro niños y ha engordado quince kilos, le acompaña a todas las reuniones sociales a las que debe asistir y no se preocupa demasiado cuando él se va de putas. Creo que es feliz.

—¿Y tú?

—Yo me volví a casar con alguien que me recordaba a papá. Ese me devolvió la moneda, ni siquiera esperó a tener cuatro críos y que yo engordase quince quilos para ir de putas. A ese, cuando le planté, le di más explicaciones, le conté todos los motivos por los que era un cerdo. Después de eso he pensado mucho intentando averiguar dónde ha estado el error de mi vida. Luego me he cansado de pensar.

—¿Y dónde estaba el error de tu vida, Valentina?

—En este momento quizás seas tú, en otros momentos han sido otros. He dejado de buscar hombres que me recuerden a mi padre, ahora busco sus contrarios.

—¿Te va bien?

—No, pero al menos lucho y cuando llega el fracaso tengo la opción de refugiarme en el dolor dulce de unos recuerdos no contaminados. ¿No quieres saber la razón por la que aquella noche, cuando te conocí, me entregué con tanta facilidad?

Me sorprendió comprobar que sí quería conocer la razón y cabeceé afirmativamente. Si aquella misma pregunta me la hubiese hecho la noche en que nos conocimos, probablemente hubiese bostezado. Pero tres días son mucho tiempo para alguien sin futuro.

—Cuando te vi, pensé que había encontrado a alguien con más necesidad de afecto que yo misma. Aquella noche, antes de entrar tú en el bar, hubiese jurado que aquello no era posible. Me diste más pena que la que me daba yo misma, Atila.

—¿No te sirve el colombiano para esas noches?

—No, Carrito es una buena obra, pero no le permito que me desee, me recuerda demasiado cosas que prefiero olvidar. Y él parece sentirse muy confortable con ese estado de cosas. ¿Eres celoso?

—¿Hay alguien que no lo sea? Pero no te preocupes, siempre se me ocurre algo mejor que mostrarme celoso. Me estabas contando que te di pena y que por eso viniste conmigo.

—Sí, a la mañana siguiente, cuando me marché, pensé que habías sido uno más de esos hombres despreciables que conoces una noche en la que estás sola y aburrida. Alguien a quien dejas que te posea, que con suerte te consigue un buen orgasmo que no tardas en olvidar, y al que si no vuelvas a ver, tanto mejor. Y posiblemente sea así, disculpa si soy demasiado franca.

—Hhhhmmmm —le contesté. En aquellos momentos tenía un insulto a flor de labios y pocas ganas de dejarlo salir.

—Pero cuando te he visto esta noche, casi me he puesto a llorar de alegría. No sé si eso te satisface o te molesta, pero aún estas a tiempo de decirme que me largue, puedo vestirme en un momento y desaparecer. Lo hago muy bien.

—No, no te vayas, quiero hacer el amor contigo.

—Ahora no, por favor. Me has dicho que querías dormir abrazándome y me lo he creído.

Dormimos abrazados tres horas, me despertó la lengua de Valentina recorriendo lentamente mi cuello, sus manos masajeando mi pecho. Cuando vio que abría los ojos se sentó sobre mí e hizo que la penetrase. Mientras se movía, yo miraba su pelo rojo y sus ojos entrecerrados. Me corrí al hacerlo ella.

Algo más tarde, dormimos abrazados tres horas más.

Cuando me desperté, eché un vistazo por allí.

Buscaba la botella, por supuesto.

Valentina se colgó de mi mirada y no tardó en saber lo que yo buscaba.

—¿Lo necesitas? —dijo.

—No, bueno, no del todo.

—Pues no la busques más.

—De acuerdo, lo aplazaré un rato, mientras, puedes contarme la razón por la que tienes precios especiales en el bar.

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