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Authors: Luis Gutiérrez Maluenda

Tags: #Policíaco

Mala hostia (11 page)

BOOK: Mala hostia
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—Especiales no, muy especiales. Soy la dueña, compré el bar hace una semana.

—¿Es buen negocio?

—Claro, me hacen precios muy especiales. Y cuando no sé qué hacer con mi tiempo, me siento en la barra y espero que alguien tan desesperado como yo se deje caer por allí.

—Sí, no parece mal negocio.

—¿Tienes que trabajar, ahora?

—Sí, tengo un par de ideas para que mi clienta no me denuncie y me apliquen la ley de vagos y maleantes.

—¿Aún existe esa ley?

—La ley, no sé, los vagos y maleantes seguro, mírame a mí.

—¿Me voy ahora?

—No, espera, te acompañaré.

Salimos a la calle, lucía un sol espléndido según todos los indicios. Pero eso, en las calles del Raval se nota poco, al sol le cuesta retorcerse para entrar en según qué callejones. Justo lo contrario que en la avenida Pearson, el lugar hacia donde me dirigí un poco más tarde con la intención de visitar a la familia Tutusaus.

La primera vivienda que vi en la finca de los Tutusaus tenía más o menos el tamaño de mi casa.

Era la caseta del perro. El habitáculo donde dormitaban un par de guardas uniformados, anchos y pesados era bastante mayor.

La mansión que se divisaba al fondo de un jardín pulcramente cuidado podía ser la residencia de los Tutusaus o el Palacio de Belvedere. Aunque creía recordar que eso quedaba algo más lejos.

Informé a uno de los guardas de mi intención de mantener una conversación privada con el señor Borja Tutusaus; le di mi nombre, él usó un teléfono móvil para comunicarse con la casa.

Cuando regresó me mandó a tomar por culo.

Bueno, de hecho sus palabras fueron:

—El señor Tutusaus lamenta no poder atenderle, últimamente esta muy ocupado.

Sus ojos fueron los que me mandaron a tomar por culo.

Aquel día había tenido la precaución de alquilar un Pepe Car; por aquellos barrios si paseas mucho rato a pie, los tipos de seguridad te miran a los ojos. Al menos con el Pepe Car me tomarían por el ayudante del jardinero.

Me aposté en la esquina y esperé hasta que vi que las puertas de la mansión de los Tutusaus se abrían y salía un Mercedes. Era uno de esos modelos que se adaptan perfectamente a los caminos de montaña, y que ni Dios usa para ir a la montaña. El tipo que lo conducía rondaba la cincuentena.

Mi Pepe Car también era un Mercedes, un Smart concretamente. Me dijo: «Dale caña, tío». Le agradecí los ánimos.

El viaje fue corto. El tipo, que bien podía ser Borja Tutusaus, condujo relajadamente hasta un club de tenis en las cercanías del Tibidabo. Nadie impidió que mi Mercedes entrara detrás del otro.

El aparcamiento estaba lleno de modelos apropiados para circular por Nepal, todos con ambientador Chanel Car Nº 5. Si salían tres de aquellos monstruos al mismo tiempo colapsarían la avenida Diagonal mucho antes de llegar a Nepal.

¡Pero qué cojones!, alguna servidumbre debe de tener ser ecologista y amar los parajes de montaña.

El conductor del monstruo salió de sus entrañas con una bolsa de piel de la que sobresalía el mango de una raqueta. Era de estatura media y cuerpo razonablemente conservado. Si no fuera por el coche que usaba, podría pasar por un tipo convencional.

Desde el bar del club, que estaba en un plano elevado, se divisaban las pistas, me dirigí allí y nadie cuestionó mi derecho a hacerlo. Me senté en una mesa y pedí una cerveza, sin atreverme a especificar marca. Posiblemente en aquel lugar las cervezas tenían pedigrí.

Me trajeron una Estrella Dorada de Damm.

El pedigrí debía de estar en el precio.

Transcurridos quince minutos, el tipo al que había seguido y que podía ser Borja Tutusaus, entró en una de las pistas. Allí le esperaba un hombre joven ya vestido de corto, se saludaron educadamente y comenzaron a calentar. Imaginé que era un monitor.

Estuvieron jugando durante una hora, el fulano del Mercedes tenía un revés lamentable; sin embargo, cuando empalaba alguna bola buena, el otro le aplaudía con cierto entusiasmo. Evidentemente era el monitor.

Permanecí sentado. Era más que probable que pasase por el bar para refrescarse y tener con el barman una de esas charlas sociales que ayudan a sentirse confortable dentro de la propia piel.

—Buenos días, Paco.

—Buenos días, señor Tutusaus. ¿Cómo ha ido hoy el partido?

—Bien, parece que el drive va mejorando.

—Me ha comentado Manel que está usted en una forma magnífica.

—No me quejo, Paco, no me quejo, otros se cambiarían por mí.

—Ya lo creo, ¿qué ponemos, lo de siempre, señor Tutusaus?

—Sí, mantengamos las buenas costumbres.

—¿Le apetecen unas almendritas? Las acabo de tostar.

—Hombre, pues ahora que lo dices, sí.

El tipo entró a los quince minutos. Al barman ni le miró, se sentó en una mesa cercana a la mía, desplegó un periódico y levantó una mano hacia la barra. El barman asintió.

Lo de siempre era zumo de naranja natural con dos cubitos de hielo de tamaño mediano.

Antes de llegar a las páginas de política internacional, con las de política nacional ya acumulé suficiente aburrimiento, me levanté y me dirigí a su mesa. Al llegar me quedé parado frente a él.

Levantó la cabeza y me miró brevemente, luego siguió leyendo.

Aparté una silla y me senté, puse el sobre de las fotografías de Galina en la mesa y esperé. Cuando me miró con una cierta alarma reflejada en sus ojos, pregunté:

—¿El señor Borja Tutusaus?

Me miró como si yo fuese una papelera.

Me encogí mentalmente de hombros, de hecho no andaba muy lejos de la realidad: todo el mundo procura echarme su mierda encima. Al menos aquel fulano tenía el dinero suficiente como para compensarme si llegaba el caso.

—Sí, ¿nos conocemos? —dijo Borja Tutusaus.

—No, pero ahora tenemos una magnífica oportunidad para hacerlo. Hace un rato usted no ha tenido tiempo de atenderme y no me ha quedado más remedio que seguirle. Igual que en las películas, ¿sabe? —Visto de cerca, su cara no hacía juego con el Mercedes, era mucho más triste.

—Me parece que mejor será que haga venir al servicio de seguridad del club, señor…

El hombre quería que los tipos de seguridad del club me echasen a la calle, pero antes se interesaba por saber cómo me llamaba. No sabía si achacarlo a la buena educación que imparten en los colegios privados o a la intranquilidad que mi presencia pudiese producir en el señor Tutusaus.

—Eso es cosa suya, pero antes eche una mirada a esas fotografías. Y por cierto, puede llamarme Atila, como el rey de los hunos. —Saqué del sobre las dos fotografías de Galina con las chicas y las arrastré hasta ponerlas junto a sus dedos.

Tomó las fotografías y las miró.

—Si me está ofreciendo sexo con estas mujeres, pierde el tiempo, tengo todo el sexo que necesito sin salir de casa.

Su expresión no mostraba más que un ligero aburrimiento que no me sorprendió. El aburrimiento y el sexo sin salir de casa acostumbran a mantener una cierta relación. De eso sabemos en mi oficio.

—¿No conoce a ninguna de las chicas?

—No, ¿debería conocerlas?

Me encogí de hombros y arrastré hasta sus dedos la fotografía de la puerta de entrada del cementerio de Sant Andreu.

—¿Y eso qué es? —Seguía pareciendo muy aburrido, pero ahora daba muestras de indignarse. Aunque no le interesase ninguna de ellas, entre las fotografías de las chicas y la entrada de un cementerio, no tenía dudas.

Yo también sé poner cara de aburrido, la usé y le alcancé la fotografía del panteón.

La miró con un rictus de sorpresa en su rostro.

—¿Me puede explicar a qué estamos jugando? Este es el panteón de mi familia.

—Tranquilícese, aún faltan tres fotografías, luego hablaremos.

Le tendí el resto de las fotografías y esperé mientras las miraba; la prisa por llamar a la gente de seguridad había desaparecido. Apartó la de la carretera a un lado, hizo lo mismo con la que mostraba el club de alterne, y se quedó mirando fijamente la fotografía de la cala y las escaleras. Al cabo de un momento la dejó sobre la mesa y preguntó:

—¿Qué hace usted con la fotografía del panteón familiar y con la de la cala de Tossa?

—¿A usted no le dicen nada estas fotografías?

—No, ¿cómo las consiguió usted? Si se trata de alguna especie de chantaje, déjeme decirle que pierde usted el tiempo.

—Son de una chica que ha desaparecido.

—¿Y…?

—No sé, esperaba que usted pudiese aportar algo de luz a este caso, al fin y al cabo las fotografías le afectan.

—Eso parece, pero no se me ocurre ninguna manera de relacionarlas. El panteón familiar, la cala donde está situada mi casa de verano, unas chicas que no conozco. No sé qué decirle, tal vez la explicación sea muy sencilla, y yo no esté a la altura de las circunstancias para adivinarla.

Sus palabras tenían toneladas de lógica pero no ligaban con su expresión atenta. Además, cuando alguien se culpa de algo innecesariamente, yo pienso en la mentira que estará ocultando detrás de la humillación voluntaria. Hice acopio de toda mi capacidad de simulación y dije:

—Supongo que debe de ser una enrevesada casualidad, señor Tutusaus, de cualquier manera le dejaré mi tarjeta. Si en algún momento se le ocurre algo que considere de interés, llámeme. Por cierto, tiene usted un coche muy bonito.

Mientras alargaba la mano para coger la tarjeta, me miró con curiosidad. Creo que sopesó la posibilidad de partirme la raqueta en la cabeza.

Sopesó bien.

Y salimos ganando los dos.

Aquella tarde había buen ambiente en el locutorio, las Adoradoras del Ballenato celebraban algo, había pastelillos y cava malo.

Me invitaron a cava, los pastelillos eran cosa suya.

El cava me lo trajo una Adoradora nueva, jovencilla, una de esas chicas que dudan entre pedirle al Señor un buen marido o la felicidad eterna. Tenía un cuerpo deseable en el que ya se insinuaba una barriga prominente que pronto alejaría el deseo. Me sonrió con timidez.

Buen rollo, pero luego la cosa mejoró.

La rubia que le susurraba dulzuras al difunto Andreu Torcal vino a verme. Vestía una falda de punto roja que le ceñía el culo desnudándolo, y una camisa impúdicamente abierta bajo una chaquetilla de cuero rosa.

Mientras la rubia avanzaba entre las mesas, las Adoradoras del Ballenato la repasaron buscándole defectos, luego miraron la bandeja de pastelillos ya vacía con expresión culpable.

Lástima que la rubia no hubiera llegado antes, algún pastelillo me hubiera tocado.

La rubia se llamaba Alina y tenía algo que contarme.

Pero no sabía muy bien qué era. Alina había visto las fotografías que le enseñé a Andreu Torcal. Y la intranquilizaron hasta el punto de decidirse a venir a verme. La muerte de Andreu Torcal la intranquilizó aún más. Unió las dos intranquilidades, se asustó y bajó a recoger la tarjeta que yo le había dejado al muerto y este había dejado en la barra.

—¿Por qué te inquietaron las fotos, Alina?

—Aquellas chicas trabajaban conmigo, las tres se marcharon, Andreu nos contó que habían cancelado el contrato.

—¿Podían hacerlo?

—Sí, sí podemos hacerlo, pero éramos amigas y ninguna de las tres me dijo que pensara hacerlo.

—¿Y no te extrañó?

—Sí, pero no tanto como para preocuparme. A veces una de nosotras encuentra a alguien que le conviene de una u otra manera y eso generalmente significa dejar el club, pero más pronto o más tarde busca el momento oportuno para contarnos cómo le va.

—Y ninguna de las tres lo hizo.

—No, ninguna de las tres.

—¿Cuánto tiempo hace que desapareció la primera?

—¿Ania? Cuatro meses aproximadamente; Nadia dos meses y Galina muy poco después.

—¿Por qué crees que se suicidó tu amigo Andreu?

—¿Por qué dices que era mi amigo?

—Por lo que vi el otro día, erais bastante amigos.

—Sí, pero no especialmente. En otro momento podía serlo cualquier otra de las chicas, era parte del trabajo. Y no creo que se suicidase.

—¿Por qué dices eso?

—Andreu estaba algo nervioso después de hablar contigo en la primera ocasión que viniste al club. También me pareció preocupado, pero de ninguna manera desesperado, ni deprimido. Cuando le viste aquel día jugueteando conmigo, te aseguro que tenía muchas ganas de divertirse, no puedo imaginar que estuviera pensando en acabar con su vida. En una ocasión, una de las chicas se mató con una sobredosis de barbitúricos, pero ya hacía días que su comportamiento no era el habitual; estaba triste, cabizbaja, no se acostumbraba a aquella vida, pero tampoco se resignaba a regresar a nuestro país sin el dinero que ella necesitaba. Su comportamiento no tuvo nada que ver con el de Andreu. A él, quizás un par de días antes, le vi algo pensativo, pero luego se le pasó y su comportamiento era el habitual.

—¿Sospechas que alguien tuviera motivos para matarle?

—No.

—¿Por qué has venido a contarme todo eso, si no sospechas de nadie?

—Porque no hace falta saber que alguien te va a hacer daño para que te lo haga. Y después de lo que ha sucedido con Andreu, no estoy tranquila. Ania, Nadia y Galina eran amigas mías, hacían lo mismo que hago yo, vivían donde vivo yo y alternaban con la misma gente que alterno yo. Creo que hay suficientes motivos para no estar tranquila.

—Ya veo. ¿Qué hacéis ahora en el club?

—Nada, esperamos que alguien se haga cargo de él. Algunas chicas hablan de regresar, otras de ir a otro club parecido, alguien ha hecho correr la voz de que el club no solo pertenecía a Andreu, que la gente que tiene dinero allí se hará cargo. ¿Tú puedes hacer algo para ayudarme?

—¿En qué crees que puedo ayudarte?

—No sé, protegerme.

—¿De quién debo protegerte? Estoy investigando el paradero de Galina, y quizás alguno de los sucesos esté relacionado. Si es así, quizás pueda ayudarte en el caso de que corras peligro. ¿Has pensado en acudir a la policía?

—¿Y qué les cuento?

Era una buena pregunta.

Las buenas preguntas necesitan buenas respuestas.

Yo no tenía respuestas. Ni buenas ni malas.

Se me ocurrió que si le enseñaba las fotografías de Galina a Alina, quizás alguno de los muchos detalles oscuros de aquel asunto se iluminaran. Saqué las fotografías, las extendí sobre la mesa y le pedí a Alina que las mirase y me dijese si alguna de ellas le decía algo. La chica separó las dos fotografías donde Galina estaba acompañada y dijo señalando la primera: Ania con Galina, luego señalando la segunda: Nadia y Galina. Separó la última y dijo: el club de Andreu, aquí trabajo yo.

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