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Authors: Luis Gutiérrez Maluenda

Tags: #Policíaco

Mala hostia (18 page)

BOOK: Mala hostia
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No se me ocurrió nada que mereciese la pena considerar.

Bajé el listón y pensé que salir de allí con vida no estaría nada mal, luego ya pensaría en Galina.

Conclusiones: cero.

Luego ya no pensé más.

Aquello ya se me dio mejor.

Más tarde, mientras me dirigía al cruce de la calle Casp con paseo de Gràcia, volví a meditar en la inminente visita al domicilio de los Tutusaus.

Pensé si Carrito traería la escopeta de cañones recortados, luego mis pensamientos se diluyeron en un vacío confortable.

El Saab 9000 frenó con suavidad frente al teatro Novedades, el lugar donde yo esperaba. Carrito bajó la ventanilla y me saludó con la mano. Entré en el coche y me senté a su lado, intenté ver en sus ojos lo que aquel hombre sentía al pensar que iba a jugarse la vida por alguien a quien apenas conocía.

Sus ojos estaban tan muertos como el loro de Flaubert.

Intenté alcanzarle con palabras.

—Gracias por venir, Carrito.

—No se merecen, señor.

—¿Te ha dicho Valentina que esto puede ser peligroso?

—Claro, señor, en caso contrario no hubiese hecho falta venir.

—Quizás no pase nada, y todo se reduzca a una conversación estúpida.

—Eso estaría muy bien, señor, la violencia siempre trae problemas.

—Me gustaría que dejases de tratarme de usted.

—Eso me cuesta, señor, en mi país es lo más habitual.

—¿También le pedís a una mujer que haga el amor con vosotros tratándola de usted?

—En muchas partes del país, sí, señor.

Me imagine a un tipo moreno, con pantalones y camisa de una blancura inmaculada, sonriéndole a una muchacha de curvas espectaculares y mirada ansiosa, diciéndole: «¿No querría usted chupármela, mi amor?».

Sonaba extraño. Pero si había algún niño por los alrededores, le quitaba hierro al asunto, no podría decir que alguien le faltaba el respeto a su hermana.

Carrito conducía con suavidad, parecía conocer bien la ciudad. Momentos antes le había dado las instrucciones para llegar a la residencia de los Tutusaus y no demostraba tener dificultades para seguirlas.

—¿Te puedo hacer una pregunta personal?

—Hágala.

—¿Por qué te llaman Carrito?

—Es un apodo, señor; allí en la selva, cuando se tenía que transportar mucho peso, me daban la mayor parte a mí, decían que tengo mucha fuerza.

—Claro. La verdad es que esta no era la pregunta.

Carrito giró la cabeza y me miró brevemente, luego siguió conduciendo sin decir palabra.

—¿Siempre haces lo que te pide Valentina?

—¿Esa era la pregunta que quería hacerme?

—Sí, era esa.

—Sí, siempre hago lo que me pide la señora. Pensé que no era buena idea seguir incidiendo en aquel tema, pero Carrito no pensaba lo mismo.

—¿No quiere saber por qué lo hago?

—¿Por qué lo haces?

—Es bueno serle fiel a alguien. En ocasiones ni siquiera es necesario tener una buena razón.

—Pero tú la tienes.

—Sí, yo la tengo. ¿Ha estado en alguna ocasión en un país extraño, un lugar donde no conoce a nadie, sin documentos y sin apenas dinero, con solo un paquete de cocaína en el bolsillo y sin saber a quién ofrecérselo, sabiendo que tienes tantas posibilidades de conseguir dinero como de acabar en la cárcel?

—No, nunca.

—Pruébelo, señor, aunque dudo que le guste la sensación. La señora me ayudó, aunque en aquellos momentos lo más sencillo era apartarse de mí.

—Creo que te entiendo. Pero hoy, como te he dicho antes, quizás estés arriesgando tu vida.

—Eso es malo señor, pero estoy acostumbrado. Y, ¿sabe una cosa?, en ocasiones me asalta una especie de añoranza hacia el peligro, es como si necesitase sentir de nuevo la excitación del riesgo. Ya sé que no tiene sentido, pero el hombre es un animal muy extraño, señor, es un animal de costumbres, podría decirle que de costumbres muy malas.

—¿Dejarás de llamarme señor de una puta vez?

—Si hoy salimos con vida, haré un esfuerzo por complacerle, señor.

Me rendí, aquel tipo que aceptaba con semejante tranquilidad la posibilidad de perder la vida por alguien a quien no debía nada, podía conmigo.

La mansión de los Tutusaus nos recibió con las luces encendidas y las puertas cerradas. Carrito dio la vuelta completa alrededor de la casa. Bajó la velocidad al hacerlo, aunque no lo suficiente para levantar las sospechas de alguien que pudiese estar observando. No inició una segunda vuelta. Aparcó en el comienzo de una calle lateral a escasos metros de la puerta de entrada de la casa.

Al salir del coche, Carrito abrió el maletero y sacó una gabardina larga y pesada que le llegaba hasta más abajo de las rodillas.

—¿Tienes frío? —le pregunté.

—Vengo de un país muy cálido, señor. —Mientras lo decía, sacó la escopeta de cañones recortados y la escondió bajo la gabardina, miró alrededor y añadió—: Usted vaya a lo suyo. Si nos tenemos que ver, ya nos veremos.

La cámara del circuito cerrado de televisión me miró con absoluta indiferencia. Llamé al interfono esperando escuchar la voz del agente de seguridad de turno, en su lugar me respondió una voz que creí reconocer como la de Raimon Tutusaus. Me identifiqué y me respondió con un lacónico:

—Abro.

La cabina de los guardias de seguridad estaba desierta. Me pareció ver que en su interior el monitor de televisión del circuito interno estaba apagado. El tufo a trampa me revolvió el estomago.

Aquel era un buen momento para largarse, contarle un cuento a la peruana y olvidarse de Galina. Caminé por el sendero de lajas de piedra, custodiadas a ambos lados por parterres de flores que no supe clasificar. Algo que no me preocupó; el momento no me pareció el más adecuado para interesarme por la jardinería.

Nadie salió a recibirme cuando llegué a la casa. Pulsé el timbre y los dos tipos grandes y pesados que estaban en el entierro y parecían rondar a todas horas por aquellos pagos, me abrieron la puerta. Uno de ellos me cacheó, mientras el otro me miraba con mala cara, y me quitó la Browning.

Nada para sorprenderse. Pero me jodió. Ni siquiera tuvo que esforzarse para encontrarla.

Seguramente pensó que yo era estúpido.

En eso estábamos de acuerdo.

En un salón lleno de retratos de gente seria, cuyos gestos adustos hablaban bien a las claras de que no estabas en presencia de cualquiera, me esperaban Raimon Tutusaus y Heribert Costa sentados en sendos sillones. María se apoyaba en la barra de un pequeño bar y por su expresión ausente no parecía esperar a nadie. Sonreía con levedad y sus manos acariciaban la superficie pulida del bar. De una manera poco definida, la presencia de María me tranquilizó un tanto.

Raimon Tutusaus miró a los dos gorilas y les dijo simplemente:

—Gracias. Los tipos desaparecieron como succionados por una fuerza generada desde la habitación contigua. Raimon me miró, señaló un sillón y dijo:

—Siéntese, señor Atila, creo que tenemos que hablar. Curiosamente, sus palabras parecieron desencadenar una especie de coreografía anteriormente ensayada: yo me senté en un sillón profundo y blando que me hizo sentir como Dante bajando por el ascensor del infierno. Pensé que aquella sería la última sensación confortable antes de que Maese Satanás te jodiese por toda la eternidad. María se despegó de la barra donde se apoyaba y se sentó en un sillón cercano, puso las manos sobre las rodillas y miró al vacío con absoluto desinterés, componiendo un cuadro de una belleza un tanto abúlica. Heribert Costa, por su parte, se levantó y se acercó al bar, allí destapó una botella de agua y se concentró en el gorgoteo del líquido al caer en el vaso que sostenía con la otra mano.

Casi lamenté no dar unos cuantos pasos de claqué. Aquello estaba resultando mucho más aburrido de lo que yo había imaginado.

Entonces comenzó a animarse.

Raimon inauguró la fiesta:

—Aunque usted, señor Atila, no debería estar aquí esta noche, he decidido que asista a nuestra reunión, ya que hay algunos puntos oscuros, detalles desgraciados que quizás pueda aclararnos. Tenemos entre las manos una situación que por desgracia ha llegado demasiado lejos. Como responsable de esta familia, en ausencia de mi padre, tengo el deber de asumirla, y poner en práctica las soluciones más adecuadas por dolorosas que estas resulten.

María continuó la fiesta.

Sin dejar de mirar al vacío, tomó un pequeño bolso de mano que reposaba en el suelo, junto al sillón donde se sentaba, sacó un diminuto revolver de cachas nacaradas y descerrajó dos tiros en el pecho a su hermano.

Raimon se despatarró en el sillón con una mirada cargada de incredulidad dirigida a María, mientras una mancha roja comenzaba a extenderse por su camisa.

Heribert Costa se acercó de un salto a María, le arrancó el revólver de las manos sin que ella hiciera el menor gesto de resistencia y le dijo:

—Tranquilízate cielo, ahora se arreglará todo.

Luego la besó con suavidad en los labios.

María sonrió dulcemente y comprobó con un gesto leve que su falda no estuviese arrugada.

El gorila que me había cacheado y su compañero aparecieron en la puerta nada más escuchar los disparos. Uno de ellos empuñaba una pistola negra de aspecto ominoso con la que me encañonó.

—David y Óscar, ustedes son testigos de que este hombre le acaba de disparar al señor Tutusaus.

La mano de Heribert Costa me señalaba.

El gorila que me había cacheado me miró distraídamente, cabeceó y dijo:

—Claro, lo que usted diga, señor Costa.

El otro paseó la mirada por toda la habitación, antes de observar mis manos vacías, y luego masculló:

—Por supuesto. Raimon Tutusaus movía los ojos espásticamente y un leve tic sacudía su mano derecha. La izquierda colgaba inerte, mientras el vaso que había sostenido en sus manos había derramado su contenido por el suelo manchando una alfombra persa preciosa.

—Este hombre se está muriendo —dije sin dirigirme a nadie en particular.

—Sí, eso parece —respondió Heribert Costa.

Bueno, finalmente habíamos conseguido ponernos de acuerdo en algo, aunque no sabía si el detalle ofrecía alguna clase de futuro prometedor. María daba la impresión de haberse desconectado de los hechos que ocurrían a su alrededor. Me miraba a mí y seguía sonriendo dulcemente.

Ahora, su sonrisa me producía una sensación de escalofrío que comenzaba en la base del cuello y terminaba en la columna vertebral.

Yo miré las pistolas de Heribert y del gorila, ninguna de ellas me apuntaba a mí. De momento. Atila, el afortunado.

De momento, claro.

—Solo falta Galina —se me ocurrió decir.

—Usted sabe muy bien dónde está Galina —dijo Heribert Costa.

—¿En la cripta familiar? —aventuré.

—Premio, señor Atila.

—¿Las otras dos chicas también?

Heribert Costa compuso una expresión de falsa tristeza y afirmó con la cabeza.

—Es un buen lugar, ¿no le parece?

—Así que la colección de fotografías que iba tomando Galina eran una pista que condujese a ustedes por si a ella le pasaba lo mismo que a las chicas. Un mapa fácilmente interpretable.

La cabeza de Heribert Costa siguió afirmando tristemente.

—¿Pero a qué vienen tantas muertes?

—¿No lo ha adivinado todavía? Mi querido amigo, no es usted tan listo como yo le había juzgado.

—No me llame querido amigo, señor Costa; de hecho, me encantaría partirle la cara.

—¡Oh, claro! Disculpe, ha sido una figura retórica, no volverá a suceder. Me preguntaba usted la razón de tantas muertes. Se lo voy a contar, no creo que a estas alturas importe mucho, y si he de ser justo, usted ha hecho méritos suficientes para conocer con detalles los hechos. Desgraciadamente también ha hecho usted méritos para no salir vivo de esta habitación, pero nadie vive eternamente, ¿no es cierto, señor Atila?

María escuchaba las explicaciones de Heribert con una total placidez, y en ningún momento dirigió la mirada hacia el cadáver de su hermano. De vez en cuando sonreía para sí misma, como si recordase algún hecho especialmente placentero.

—Mi prometida, María, y yo mismo, tenemos ciertas costumbres sexuales que gente de poca imaginación podría calificar de enfermizas. Esas costumbres eran la base de nuestra sociedad con el desafortunado Andreu Torcal. El club de carretera, además de un negocio altamente lucrativo, era una manera fácil y poco conflictiva de conseguir chicas para nuestras fiestas. Por cierto, a Andreu le tuvimos que eliminar a causa de sus repetidas visitas, señor Atila, usted consiguió ponerle nervioso. Obviando esas visitas, Andreu seguiría vivo. A él, la suerte de las chicas le importaba bien poco, de hecho ni siquiera tenía la seguridad de que hubiesen muerto, aunque lo imaginaba. Fue al ver las fotografías de Galina cuando llegó a la conclusión de lo que había sucedido, no era tan difícil de adivinar; como usted mismo ha dicho, eran un mapa de fácil interpretación. Nos telefoneó preso de la histeria en un momento en que todos debíamos mantener la cabeza muy fría. No nos quedó más remedio que emprender acciones contundentes.

—Me hace sentir culpable.

—Lo es en cierta manera, señor Atila, pero permita que continúe. Galina era la encargada de conseguir chicas en el club para que nos acompañasen en nuestras fantasías. Las chicas que accedían recibían una compensación económica muy generosa, era un trato justo. Por desgracia, María tiene lapsos de conciencia en los que, por decirlo de alguna manera, sus deseos van más allá de los límites que el cuerpo humano es capaz de soportar.

—Todo eso debía suceder en la urbanización de la Costa Brava, corríjame si me equivoco, señor Costa.

—No, no se equivoca, un lugar idílico, muy apropiado para las efusiones amorosas.

—¿Y qué sucedió?

—Un desgraciado accidente. Un mal día en el que todos estábamos muy excitados, dos chicas no soportaron la fiesta, y Galina, quien nunca había participado pero sabía lo que sucedía allí —y repito que era ella quien reclutaba a las chicas y en un par de ocasiones alguna de ellas había regresado con ciertos daños imprevistos, aunque sin gran importancia—, se asustó y desapareció. Imagino que se sentía segura con su colección de fotografías y así nos lo hizo saber. El mensaje incluía una petición de dinero, una cantidad considerable, si me permite decirlo…

Raimon Tutusaus había dejado de moverse, su cara tenía un aspecto más plácido, aunque apestaba a muerto.

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