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Authors: Luis Gutiérrez Maluenda

Tags: #Policíaco

Mala hostia (19 page)

BOOK: Mala hostia
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—El dinero era un problema relativo, sin embargo no podíamos dejar que alguien pudiese manejar la información que estaba en poder de Galina, así que comenzamos su búsqueda. Nos costó un tiempo, pero una persona no puede desaparecer sin dejar rastros. Cuando finalmente la encontramos y la convencimos de la conveniencia de hablar, nos dijo que la colección de fotografías estaba en poder del hombre en cuya casa vivía. Luego le aplicamos una muerte piadosa, un tiro en la nuca sin que ella llegara a saber que alguien se había situado a su espalda mientras hablaba conmigo. Solo tuve que hacer un gesto, ella pasó de la vida a la muerte sin una dolorosa espera. Casi me atrevería a afirmar que le hicimos un favor, no todos tendremos una muerte tan plácida.

—Lamentablemente, con el peruano no tuvimos ocasión de ser tan considerados. Con la información que nos había dado Galina, fue sencillo cazarle y trasladarle a la casa de la Costa Brava que usted ya conoce. Allí le interrogamos, pero se negó a decirnos dónde estaban las fotografías, y a nuestros muchachos se les fue la mano mientras trataban de convencerle. Ellos están más acostumbrados a mantener a raya a algún borracho que alborota en el club que a obtener información por la fuerza, a pesar de que demostraron unas aptitudes excelentes para ello. En fin, el resultado, usted ya lo conoce, y dadas las circunstancias, creímos más prudente abandonar al pobre hombre en un callejón del Raval y pagar a uno de los muchos tipejos repulsivos que pululan por aquellos barrios para que dijera que había sido testigo de un ataque racista contra el amigo de Galina. Abandonar el cadáver cerca de la urbanización podría haber desencadenado una serie de investigaciones que no resultaban convenientes para nuestros intereses.

—Él no sabía dónde estaban las fotografías, Galina nunca se lo dijo, le mataron en vano.

—Una lástima, pero ¿cómo íbamos a saberlo? Por cierto, ¿fue usted quien mató a nuestros dos hombres?

Ahora me tocó a mí mover la cabeza afirmativamente, remedando el mismo gesto triste que él había usado.

Heribert sonrió complacido.

—A David y Óscar les encantará saberlo, eran íntimos amigos de esos dos chicos. Sabrán agradecérselo, no le quepa la menor duda.

Me encogí de hombros.

—¿Y Borja Tutusaus?

—Eso también fue culpa suya, amigo mío. ¡Oh perdón!, ya no recordaba que no quiere ser mi amigo. Borja no sabía nada de las fiestas y usted levantó sus sospechas enseñándole aquellas fotografías. Quiso hablar con María, él sabía que su hija tenía ciertas connotaciones especiales, y no nos quedó más remedio que tomar esa decisión. Borja era un hombre íntegro, muy chapado a la antigua, no hubiese permitido que María siguiese en libertad, y por supuesto a mí también me hubiese afectado, así que decidimos silenciarle.

—¿Quién tomó la decisión?

—María y yo. Raimon hubiese apoyado a su padre de haber sabido cual era el punto de discrepancia. A él nunca le dijimos lo que iba a suceder, él estaba convencido de que Borja se suicidó. No sé cuánto tiempo hubiese tardado en sospechar, tal vez no hubiese sospechado nunca.

—¿Así que Raimon no era un asiduo a las fiestas?

—No, era muy convencional. Solo acudió en un par de ocasiones y nos preocupamos de que no sucediese nada que la moral convencional rechace. Más o menos, usted ya me entiende.

—Y finalmente, Raimon, ¿por qué razón ha tenido que morir?

—De su muerte también podríamos culparle a usted, señor Atila; está usted resultando una verdadera Némesis para esta familia. En el entierro de Borja usted le hizo sospechar, hizo preguntas que jamás debería haber hecho. No fue posible engañarle y cuando supo los detalles de lo sucedido, no todos los detalles por supuesto —a él le contamos lo que había sucedido con las chicas y que su padre, al enterarse, no tuvo valor para afrontarlo y se quitó la vida—, quiso poner a María en manos de los médicos. No iba a denunciarla a la policía si no era estrictamente necesario, pero exigía que María tuviese el tratamiento que consideraba adecuado. Eso significaba, además de la privación de libertad de nuestra querida María, un riesgo de escándalo poco deseable.

—¿Habían previsto matarle hoy, así, tal como ha ocurrido?

—No exactamente. Aún manteníamos ciertas esperanzas de convencerle, pero María, como ha podido usted comprobar, es muy espontánea. Ahora eso ya no tiene importancia.

—Muy espontánea, ya veo.

—¿Alguna cosa más, señor Atila?

—Sí, la última, ¿quién me telefoneó haciéndose pasar por Galina?

En ese momento, me sorprendió volver a escuchar la voz de Galina.

—Señor Atila, usted me está buscando, no se preocupe por mí, estoy bien. —Miré en la dirección de donde venía la voz. María me sonreía pícaramente, pasándose la punta de la lengua por los labios. Mientras la miraba, dijo usando su propia voz—: Señor Atila, es una lástima que no pueda invitarle a una de nuestras fiestas. —Luego, mirando a Heribert, añadió—: Porque no puedo, ¿verdad, querido?

—Me temo que no será posible, el señor Atila va a estar ausente durante un largo tiempo. —Y dirigiéndose a mí, repitió—: ¿Alguna cosa más?

—No, ya es suficiente, ahora con su permiso me marcho, mi médico me recomienda que no me retire tarde.

—Muy ocurrente, pero antes tendrá que hablar con David y Óscar. Antes permita que le agradezca que haya asistido a esta reunión, su presencia nos regala un asesino para asignar al cadáver del pobre Raimon. Ya acabaremos de pulir los motivos que usted ha tenido para matarle, probablemente algún tipo de chantaje, de hecho no estará tan lejos de la verdad.

Uno de los gorilas, el que me había cacheado, nunca sabré quién era David y quién Óscar, sacó mi Browning. El otro me apuntó y preguntó mirando a Heribert Costa:

—¿Aquí?

—Aquí —dijo Heribert Costa.

El tipo levantó la pistola y apuntó a mi pecho.

Casi en el mismo momento en que el tipo levantaba la pistola escuché un silbido casi inaudible, el ruido que hace un cordón de seda al frotar con fuerza una copa de cristal. La pistola cayó al suelo mientras el gorila se llevaba las dos manos al cuello, un pequeño río de sangre se escapó entre sus dedos, el mango de un cuchillo sobresalía entre ellos.

Óscar, o David, vayan a saber, movió mi Browning sin saber con certeza hacia dónde dirigirla. Mientras lo pensaba, Carrito, apareciendo por la misma puerta por donde yo había entrado, descargó la escopeta de cañones recortados contra él. El tipo giró el cuerpo como un monigote y dio varias vueltas antes de caer; mientras giraba, su dedo actuaba independientemente de su voluntad y disparaba a ciegas. Vi salir esquirlas de una pared y cómo un jarrón de porcelana volaba en pequeños pedazos que se esparcieron por la habitación.

Lo que no vi fue la bala que entró por el ojo derecho de María, quien se había levantado al ver como se desplomaba el primer gorila. Cayó con la falda levantada hasta casi la cintura, llevaba unas bragas blancas de algo que parecía seda, su mano derecha había caído sobre el pubis, tapándolo en un gesto tardío de pudor virginal.

Heribert miraba aterrorizado la carnicería mientras Carrito recargaba con calma la escopeta de cañones recortados.

Se la cogí de las manos.

Heribert Costa dijo:

—Podemos negociar, alguna salida habrá que nos beneficie a todos.

Descargué la escopeta sobre su cara.

No soy capaz de determinar la razón, pero le descargué la escopeta en la cara. Aunque algo sí puedo asegurar: en esta ocasión no fue por miedo. Quizás pensé que aquel tipo aún tendría recursos para salir de aquel embrollo. Al fin y al cabo, él no había matado a nadie y había muchos muertos sobre los que descargar la culpa sin que se quejasen.

Quizás en aquel momento estaba harto de la prepotencia de aquel cabrón y de su cinismo criminal.

Quizás pensé en qué demonios podríamos contarle a la policía un desgraciado inadaptado como yo y un clandestino de carrera como Carrito.

Quizás el ambiente olía a pólvora cuando yo le arranqué a Carrito la escopeta de las manos. La pólvora emborracha, o al menos eso dicen. Mis borracheras nunca son con pólvora, no puedo estar acostumbrado, yo prefiero las cosas que se destilan.

Quizás yo me estaba acostumbrando a matar, a la sensación de poder que proporciona acabar con la chulería, o la maldad de un semejante.

Sea como sea, le había descargado la escopeta de cañones recortados en la cara y la había convertido en una masa informe de carne machacada.

Dicen que el primer muerto es el que cuesta, que a los que siguen resulta más sencillo matarlos. En realidad no fue más sencillo. Fue mucho más sencillo.

No voy a afirmar que resultase placentero, pero sí que fue mucho más sencillo.

Entre Carrito y yo borramos las pocas huellas de nuestra estancia en aquella casa. Nadie se quejó.

A los muertos esas cosas no les afectan.

Antes de marchar, Carrito arrancó la navaja del cuello del gorila, la limpió en los pantalones del tipo y la guardó en el bolsillo.

Es sorprendente la cantidad de sangre que puede contener el cuerpo humano. La estancia era amplia, pero se veía sangre por todos los rincones.

Raimon Tutusaus, despatarrado en el sillón, nos miraba con absoluta indiferencia. Sentí lástima por él.

Luego nos fuimos.

Antes de salir, miré hacia atrás. Los cadáveres de Heribert Costa y sus dos gorilas yacían en el suelo, ocupaban el centro de un charco de sangre y dirigían una mirada vacua a la eternidad. No quise mirar a María, un extraño y enfermizo pudor me lo impidió.

En la esquina donde estaba aparcado el coche había una señal de prohibición que antes no había observado.

No nos habían multado y pensé que éramos un par de tipos afortunados.

Llegando a la avenida Diagonal, nos cruzamos con un par de coches de los Mossos d’Esquadra que atronaban la noche con la sirena.

Yo eché la cabeza hacia atrás y soplé con fuerza hacia el techo del Saab, luego miré a Carrito y le dije:

—Lo conseguimos, hermano.

—Haré un esfuerzo por tutearle, señor —me contestó.

—¿Cuándo lo harás?

—¿Mañana le parece bien, señor?

Solté una carcajada que sonó como un lamento. Carrito sonrió levemente. Le pedí al colombiano que me dejase en la misma esquina en la que me había recogido. Si uno de los numerosos coches de los Mossos que patrullaban las calles del Raval le paraba, tendría serias dificultades para explicarles qué hacía con una escopeta de cañones recortados y recién disparada en su poder.

Caminé por la Rambla en dirección al mar. Desde un escaparate iluminado, un individuo de complexión fuerte que hundía sus manos en los bolsillos con gesto de fatiga me miró con cara de mala hostia.

El individuo era yo.

Caminé lentamente Rambla abajo, algunos tipos de aspecto poco fiable vigilaban a algún turista fácil de sorprender. En el escaparate de una inmobiliaria acababan de garrapatear con pintura roja: «Compórtate con civismo, lucha contra la especulación». La sección vecina del escaparate la habían apedreado hasta convertir el cristal de alta resistencia en un amasijo de grietas y pequeños orificios.

Lo hacen con tirachinas y bolas de acero, raramente con palos o piedras.

Doblé por la calle Hospital y me dirigí directamente a casa.

Alguien con la sensibilidad de un poeta diría que la luz de la luna disolvía la oscuridad y arrancaba reflejos ambarinos de las calles de mi barrio. Yo solo veía una luz pálida que descubría paredes garrapateadas con consignas salidas de la mano de algún necio. Eso y un exceso de mugre.

Pero yo nunca he sido un poeta. En la esquina de la calle de la Unió, un yonqui de edad, raza y color indefinidos, le lanzaba lastimeros aullidos a la luna, era esa clase de aullidos que solo puede escuchar el que los lanza. Me aparté sin disimulo, no podía hacer nada por él, la escopeta la tenía Carrito.

Valentina me esperaba sentada en la cama. Cuando entré se levantó de un salto y me abrazó.

—¿Qué ha pasado?

—Demasiadas cosas para que te las cuente ahora.

—¿Carrito está bien?

—Gracias a él estamos bien los dos.

—¿Se acabó el problema? —La voz de Valentina tenía tintes de esperanza.

—Se acabó el problema.

La mía era solo de cansancio.

Al día siguiente todos los medios de comunicación se hacían eco de lo que bautizaron, en un alarde de imaginación, como «La Matanza de Pedralbes». Algún periodista se acordó del asesinato de los marqueses de Griñón y otros casos poco claros; otros se acordaron de la familia Manson y hablaron de rituales satánicos. Yo esperaba que en un par o tres de días, cuando se produjese el sepelio de los integrantes de la familia Tutusaus, al abrir la cripta familiar descubrieran los cadáveres de las tres chicas, y el revuelo aún sería mayor.

El sepelio se produjo a los cuatro días de la matanza y nadie dijo una sola palabra de las chicas. La viuda y única superviviente de la familia abandonó la casa de reposo donde sus hijos la habían recluido tras la muerte de su marido para acudir al entierro, luego se recluyó de nuevo.

Esperé durante días el estallido del escándalo. En esta ocasión tuve el buen sentido de no llamar a mi amigo Mosso d’Esquadra. Aunque quizás a aquellas alturas ya solo era mi examigo.

Un día me cansé de esperar y entonces pensé que tal vez Andreu Torcal era un vulgar hombre de paja y que quien estaba asociado con Heribert Costa y María Tutusaus seguía en el anonimato. Tal vez el tipo era tan importante que ni siquiera con el convencimiento de que yo iba a morir Heribert Costa quiso decírmelo.

Fue un pensamiento voluntariamente fugaz.

Los medios de comunicación pronto abandonaron el tema en aras de otros más actuales, las hambrunas de África, las matanzas sectarias en Irak, el precio del petróleo, cosas así. El partido político en el poder y el principal partido de la oposición se arañaron e insultaron como meretrices en celo por el bien de todos nosotros, su pueblo bien amado. Los pantanos se vaciaron hasta desear que algún chamán bailase la danza de la lluvia, o se saturaron y fue necesario abrir las compuertas para evitar un desastre. El Fútbol Club Barcelona ganó algún título, o quizás le eliminó de la Copa de Catalunya un equipo de tercera división, no lo recuerdo.

La cuestión es que en poco tiempo «La Matanza de Pedralbes» fue uno de los muchos recuerdos que jalonan la vida de una gran ciudad y sus habitantes. Los Mossos d’Esquadra no habían dado carpetazo al asunto, pero ocupaban su tiempo con otros casos.

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