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Authors: Luis Gutiérrez Maluenda

Tags: #Policíaco

Mala hostia (17 page)

BOOK: Mala hostia
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La pareja que se refrotaba estaba añorando con furia el camarote.

Regresé a los asientos de cubierta y traté de dormir.

Tenía frío y no era capaz de quitarme de la cabeza la imagen de la bolsa con la pistola y las dos latas de Coca–Cola hundiéndose en el mar. La veía bajar lentamente entre una miríada de peces indiferentes, tan acostumbrados a ver bajar porquería lanzada desde el barco que ni siquiera le prestarían atención.

Vi entrar a la pareja que intentaba follar apoyados en la baranda de popa, parecían algo más relajados, pero no mucho.

Ellos no me miraron, ni siquiera se habían percatado de mi presencia en el barco. Aquello estaba bien.

No pude dormir ni un solo minuto.

Con los ojos cerrados no veía a la pareja que añoraba un camarote. Pero les oía cuchichear.

Probablemente se prometían un polvo cómodo en cuanto llegasen a Palma. Cuando llegamos yo estaba hecho una mierda. Imaginé que la pareja también lo estaba. Aunque yo hubiese cambiado gustosamente mis motivos por los suyos.

Llamé a Valentina y le conté que estaba allí por encargo de un cliente, que era una gestión corta y que aquella misma noche estaría en Barcelona y me gustaría verla. Al menos en este aspecto no le mentí.

En Palma paseé por el barrio comercial hasta que me dolieron los pies, me senté en el paseo del Born, comí ensaimadas rellenas de cabello de ángel y observé a unos turistas japoneses fotografiando con escaso entusiasmo la estatua de Ramon Llull. No estaban demasiado convencidos de que en realidad fuera Rafael Nadal o el rey de España el día de su graduación. Luego tomé el barco de regreso.

Me senté en la cubierta de butacas e intenté dormir.

No lo conseguí, por supuesto. Cuando llegué a Barcelona seguía estando hecho una mierda.

En mi ciudad nada había cambiado, la gente se apresuraba hacia algún lugar para ellos importante, los automóviles se atascaban sin sentido en las calles, las cajas registradoras gemían quedamente realizando transacciones, los niños se resistían a tomar sus papillas, y la mayoría de adultos renegaba de sus jodidas vidas, aunque de vez en cuando se oían algunas risas dispersas de gente feliz.

Lo mismo de siempre, pero yo tenía un estado de ánimo especial.

Tenía el estado de ánimo apropiado para charlar con el Morlaco.

El tipo estaba sentado en la misma mesa del fondo del bar El Rondeño. Me acerqué a la barra y le pedí al camarero una botella de cerveza. Cuando iba a abrirla le cogí la muñeca con suavidad, puse un billete de cinco euros sobre el mostrador y me llevé la botella sin abrir en una mano y el abridor en la otra.

El Morlaco me dirigió una sonrisa turbia cuando me senté en su mesa y dejé el abridor sobre ella sin dejar de aferrar la botella de cerveza.

—Morlaco, eres un hijo de puta.

—Cuidao, payo, mide tus palabras. —Tenía un cigarrillo entre el dedo índice y el medio, y le sonreía a la punta encendida.

Su mano se acercó levemente a la cintura.

—Si acercas esa mano un centímetro más al bolsillo, te estamparé la botella de cerveza en los sesos y luego te meteré el abridor por el culo. Los médicos van a tener que usar tu propia navaja para sacártelo.

—¿Qué porfía tienes tu conmigo, payo?

—La pistola que me vendiste. Tenía un muerto.

—¡Ah, eso!

El tipo lo dijo con tal calma que casi me sentí culpable por causarle tantas molestias.

—¿Te parece poco?

—Se puede arreglar, hombre de Dios, se puede arreglar, pero sin amenazas, que eso siempre deja huella.

—Mira, estoy cansado, jodido y triste, necesito una pistola y la necesito limpia.

—Se puede arreglar, hombre de Dios, se puede arreglar.

—Deja de rezar, Morlaco, y dime qué es lo que vas a arreglar.

—Pistola nueva, pistola limpia; tú me devuelves la sucia, que algo siempre vale, y yo te doy la nueva. Y aquí paz y en el cielo gloria.

—La sucia la tendrás que ir a buscar con un buzo, la nueva la necesito ahora.

—Vamos a ver, te voy a tratar como a un amigo. En estos momentos tengo dos joyas, aparte de la morralla que guardo pa los pringaos. Si quieres una cosa precisa, tengo una Browning PRO9, carga quince cartuchos de 9mm Parabellum y te la dejo con un puntero láser acoplado, por si tienes que trabajar de noche. Ahora bien, si quieres una joyita pequeña, manejable y discreta, tengo una Walter PPK, aunque esa solo carga siete cartuchos.

—A tomar por culo la discreción, quiero la de quince cartuchos.

—Bueno, pero esa no es del mismo precio que la que te llevaste… Si al menos me devolvieses aquella.

—A ver, deja que yo la vea.

El Morlaco se levantó y fue hasta el mostrador, habló un momento con el barman y este le entregó un pequeño paquete envuelto en un plástico opaco, que me dio nada más regresar a la mesa. El tacto duro y la solidez de aquel cuerpo me infundieron confianza. Fui con el paquete al servicio, allí el olor de orines se pegaba a las paredes como una capa de maquillaje espeso. Respirando con la boca abierta, saqué la pistola de su envoltorio y comprobé el cargador, accioné el mecanismo de carga, puse y quité el seguro.

Mientras manipulaba la Browning, entró un tipo en el aseo. Parecía uno de esos productos urbanos acostumbrados a interpretar el papel de saco de arena en las disputas ajenas. Me miró, cerró la cremallera de su pantalón que había comenzando a bajar y dijo:

—Perdón, no sabía que estaba ocupado. —Y se largó como alma que lleva el diablo.

Guardé la pistola de nuevo en el plástico opaco y salí. El Morlaco me dedicó una sonrisa poco amable. El tipo discreto había desaparecido buscando un sitio más tranquilo para mear.

—Me la quedo. Y estamos en paz, Morlaco, ni me debes ni te debo.

El gitano se encogió de hombros.

—Estamos en paz, payo. Y no vuelvas a mentar a mi madre, nunca más, eso es sagrao.

Le alargué la botella de cerveza junto con el abridor y asentí con la cabeza, luego me largué.

Salí a la calle y respiré hondo. Miré a mi alrededor; en medio de toda aquella gente que pululaba por allí, podía haber perfectamente un montón de enemigos. No me hubiese costado nada sacar la Browning y empezar a disparar indiscriminadamente. Me sentía viejo, cansado e inútil, y cuando se tiene un arma, eso son motivos más que suficientes para cargarse a alguien.

Por supuesto no lo hice.

Si lo hubiese hecho, ahora les estaría contando otra historia.

Ni mejor ni peor, pero otra historia.

Me conformé con vigilar que no circulase nadie con la misma idea y algo más de desespero del que tenía yo. Hay mucha gente cansada y que se siente vieja e inútil por estos barrios. Nadie sacó una pistola.

Quizás simplemente no la tenían.

Me estaba convirtiendo en un paranoico.

Un paranoico con una pistola.

¡Menudo consuelo!

Pero era algo pasajero, ocho horas de sueño lo arreglarían.

Esperaba poder dormir aquella noche.

Aquella noche Valentina llegó pronto, algo en mi voz le habría dicho que yo necesitaba descansar, porque trajo una botella de whisky de malta Bowmore Legend y unos cuantos canutos de maría.

Le dije que no fumaba, pero le agradecí el whisky; era mucho mejor que el de mi vecino el paki.

Dormí diez horas seguidas.

Al despertar ya no sentía la tentación de matar a nadie.

Nada me garantizaba que no tuviese la necesidad de hacerlo, sin embargo.

La botella de Bowmore Legend se había ido evaporando mientras dormía. Del todo.

Acaricié el brillo rojo de los cabellos de Valentina, ella sonrió entre sueños y movió su cuerpo en dirección al mío.

Entonces sonó mi teléfono móvil.

—¿Señor Atila?

—Rey de los hunos, para servirle.

—Veo que tiene usted buen humor por la mañana.

—No confíe mucho en eso.

—Ahora ya me resulta usted más familiar, soy Heribert Costa.

—Qué agradable sorpresa, señor Costa. ¿Tiene usted a Galina?

—Sí, podrá hablar con ella en cuanto nos entregue lo que deseamos.

—Ahora.

—Bueno, hemos pensado que podríamos fijar el encuentro para mañana por la noche.

—No, me refería a que quiero escuchar la voz de Galina ahora, antes de reunirme con ustedes. No es un capricho, no confío en Raimon Tutusaus y mucho menos en usted.

La vacilación de Heribert Costa quedó flotando en la línea, le di todo el tiempo que necesitase para digerir mis palabras. No fue mucho.

—Creo que eso no va a ser posible, señor Atila. Tenía la esperanza de que fuera usted un poco más razonable.

—La esperanza es la celada de nuestros deseos, lo dijo uno de esos fulanos a los que todo el mundo da crédito, así que debía de tener razón. No hay trato, amigo. Nueva vacilación. Esta vez, Heribert Costa tardó un poco más en reaccionar. Miré a Valentina, que, apoyada en un codo sobre la cama, escuchaba con expresión preocupada. Me agaché ligeramente para besar su pecho desnudo, de nuevo se dejó oír la voz de mi interlocutor.

—¿Le parece bien que la propia Galina le llame a lo largo del día?

—De acuerdo.

—Buenos días, pues, señor Atila.

Y colgó. La llamada de Galina no iba a garantizar nada, pero ya no sabía qué más decirle a aquel fulano. Mientras la chica no llamaba tenía tiempo para pensar en algo coherente con la situación en la que me encontraba.

Atila, el incoherente, buscando opciones coherentes.

Todo un espectáculo.

Valentina apoyó su cabeza en mis piernas y me pasó el brazo por la cintura.

—Por tu tono de voz, debe de ser algo peligroso —dijo.

—Sí, posiblemente.

—Deja que te ayude.

—No sé como podrías hacerlo.

—Le puedo pedir a Carrito que te acompañe.

—¿Y quién abrirá el bar? —Una pregunta estúpida, muy propia de Atila el duro, los años no me mejoran.

—Los borrachos siempre encuentran un bar abierto, no te preocupes.

Tenía razón, eso yo lo sabía perfectamente, siempre hay un bar abierto para un borracho; no importa cuánto tenga que andar, siempre lo encuentra.

—¿Me dejas que se lo pida? Un machismo estúpido me exigía que me negara para así quedar como todo un hombre ante Valentina, pero el instinto de supervivencia trabajaba por su cuenta. Y lo que me decía era que si yo no tenía ganas de vivir, él se buscaría a alguien menos lerdo que yo para cumplir la misión que le había encomendado «Mamá Naturaleza». Y que el último servicio que me prestaría sería derramar un par de lágrimas poco sentidas en mi funeral.

Recordé la escopeta de cañones recortados de Carrito y su mirada inexpresiva mientras les enseñaba la navaja automática a aquel par de matones. Recordé la historia que Valentina me había contado acerca de la vida de aquel muchacho.

¡Pobre Carrito! ¿Cómo iba yo a negarme a que me protegiese?

—De acuerdo, Valentina, pero solo si él quiere.

—Querrá.

La mirada de Valentina me explicaba que yo era importante para ella. Una vez más una mujer que podía aspirar a alguien decente, trataba de redimir a un tipo que no lo merecía. Ese es el deporte preferido de muchas mujeres, el segundo es quejarse por no haberlo conseguido.

—¿Tienes prisa, Valentina?

—No, ¿por qué?

—Porque cuando estás preocupada eres una mujer bellísima.

—Atila, no me asustes, ¡Si hasta eres capaz de decirle cosas bonitas a una mujer!

Estuvimos casi una hora acariciándonos de todas las formas posibles, luego la penetré lentamente y no eyaculé hasta que ella experimentó uno de esos orgasmos múltiples que me hacen pensar que Dios no es justo con los hombres. Quizás se basen en eso para decir que Dios es hembra.

Fue la manera que se me ocurrió para darle las gracias a Valentina.

Sé que no fue la mejor, pero en aquel momento no supe manejar las palabras adecuadas.

Tal vez en otro momento. Cuando recordase dónde había dejado el mapa de mi vida.

A media tarde, una voz le dijo a mi teléfono móvil que era Galina y que quería hablar conmigo; hablaba castellano con un fuerte acento de consonantes duras, muy parecido al de Alina.

Podía ser Galina, ¿por qué no?

También podía ser la alcaldesa de Minsk o una de las chicas del club de carretera, ¿por qué no?

—Señor Atila, usted me está buscando, no debería estar preocupado por mí, estoy bien.

—Yo no estoy preocupado Galina, pero alguien sí lo está.

—¿Quién?

—Silvina, ya sabe lo que ella la aprecia.

—Sí, claro, pobre Silvina; debe de estar sufriendo, siempre nos hemos querido mucho.

Como dos panteras en celo en presencia del último macho fértil de la selva, pensé. Si era cierto que aquella chica era Galina, cualquier cosa bajo la capa del sol podía ser cierta, hasta las palabras de un político. Sin embargo, era el cebo que yo debía morder si quería llegar a lo que se escondía detrás de su desaparición.

—¿Podré verla, Galina? —le pregunté.

—Claro, ahora le paso con el señor Heribert, fijen ustedes la cita, yo estaré allí para hablar con usted.

La voz de Heribert Costa resonó en mis oídos sin la menor pausa, señal inequívoca de que estaban hablando con un teléfono manos libres de sobremesa. La situación ideal para guiar a la chica aunque fuese con una seña, una anotación o la expresión adecuada.

Estaban preparando una fiesta para un solo invitado.

El invitado era yo. Atila, el lerdo. Recé para que Carrito no defraudase a Valentina y aceptara venir a la fiesta.

—¿Conoce usted la residencia de los señores Tutusaus en la avenida Pearson? —La voz de Heribert Costa resonaba en mi oído, suave y fría como la piel de una cobra.

—Sí, creo que sabré encontrarla.

—Bien, le esperamos allí alrededor de las once de la noche.

Y colgó. Llamé a Valentina y le pregunté si seguía pensando que Carrito podía acompañarme. Me dijo que el colombiano pasaría a buscarme por el lugar y a la hora que yo le indicase.

Quedamos que nos encontraríamos en el cruce de la calle Casp y paseo de Gràcia, a las diez de la noche.

Carrito vendría motorizado. Un Saab 9000 azul marino propiedad de Valentina.

El rato que faltaba hasta mi encuentro con Carrito lo pasé pensando en una estrategia que me permitiese desvelar el paradero de Galina, y al tiempo salir con vida de la residencia de los Tutusaus.

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