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Authors: Luis Gutiérrez Maluenda

Tags: #Policíaco

Mala hostia (12 page)

—¿Y las otras fotografías no te dicen nada, Alina?

—No, nada, no sé qué son.

Mientras yo hablaba con la rubia, mi exesposa, Mabel, había entrado en el locutorio; hablaba con Lena y por su expresión parecían haberse puesto de acuerdo en algo. Las dos me miraban mal.

—¿Cómo puedo ponerme en contacto contigo, si es necesario? —le dije a Alina.

Me dio un número de teléfono móvil anotado en una tarjeta de color rosa en la que solo se leía su nombre en letra gótica al lado de un corazón, y se levantó para marcharse.

—Alina, una última pregunta: aparte de lo más evidente, ¿puedes imaginar alguna otra cosa que ellas tuviesen en común?

—Nada, aparte de lo que te he contado.

Y se alejó.

A mitad de camino, Alina se paró, dio media vuelta y se acercó taconeando, su cara mostraba una expresión concentrada.

Mabel y Lena de nuevo se pusieron de acuerdo. Las dos miraron mal a Alina, que de nuevo estaba frente a mí.

—Me acabo de acordar de algo, no sé si tiene importancia pero…

—Te escucho.

—Galina, de vez en cuando, tenía que seleccionar algunas chicas para una fiesta privada, Ania y Nadia fueron dos de esas chicas.

—¿Alguna más?

—Sí, Alejandra y Alexia.

—¿Y ellas dónde están?

—Regresaron a nuestro país. En un par de ocasiones han escrito, corre el rumor de que ganaron un dinero importante en esas fiestas.

—¿Tú has estado en alguna de ellas?

—No, los servicios acostumbran a ser especiales; hay drogas, tipos que quieren hacer cosas raras, mirones que quieren ver espectáculos más o menos exóticos, y por eso pagan más. Yo ya tengo bastante con lo que hago.

—¿Quién las organizaba?

—No lo sé, Galina era muy reservada a ese respecto.

—¿Dónde se celebraban?

—Fuera del club, no sé más. Quizás te cueste entenderlo, pero la mayoría de nosotras mantenemos una cierta reserva de pudor, y hay detalles que preferimos no comentar, solo en una ocasión alguien le preguntó a Alexia al respecto. Le contestó que ella había venido a España para ganar un dinero que necesitaba y que lo estaba consiguiendo, luego se encogió de hombros y se marchó sin dar mayores explicaciones, no deseaba que le preguntasen más.

—De acuerdo, ya te llamaré cuando sepa algo.

Mabel se cruzó con Alina y levantó la nariz con aire ofendido. Conforme se iba acercando a mi mesa, consiguió dotar a su aire ofendido un toque de dolor que no me llegó al alma.

—Atila…

—Rey de los hunos, para servirte.

—Deja de hacer payasadas o me voy.

—Adiós.

—Eres un cabrón.

—Todos los hunos lo somos, reina.

—¿Quién era esa puta, una nueva?

—¿Desde cuándo tengo que darte cuenta de mis putas?

—Bueno, de acuerdo, no he venido para eso.

—Amén.

Mabel puso cara compungida, suspiró, dudó, se retorció las manos, volvió a suspirar y lo soltó:

—Mi novio me maltrata. Cuando yo estaba casado con Mabel, un maltrato doméstico que yo le infligiese podía consistir en no sostenerle la puerta cuando ella pasaba, así que la noticia no causó ningún contratiempo en mis constantes vitales.

—Nunca has tenido suerte con los hombres, reina.

—Me pega. —Mabel se levantó el jersey y me mostró un morado a la altura de la cintura—. Tengo otro en las nalgas —dijo.

—¿Qué quieres que haga?

—No lo sé, pero no quiero que me pegue más.

—Déjale.

—Si le echo de casa, me mata.

—¿Le tienes en casa?

—Sí.

Me alegré de retrasarme de forma habitual en el pago de la pensión, aquella casa la había pagado yo.

—¿Quién es? —pregunté.

—Se llama Carmelo, va al mismo gimnasio que tú.

—Claro, nos hacen descuento con el carnet de cabrón.

—No te rías de mí.

—¿Qué hace en el gimnasio?

—Culturismo, levanta pesas, esas cosas.

—Empaqueta sus cosas y tráemelas, ahora.

—¿Qué vas a hacer?

—Conseguir que tu novio me haga un par de morados a mí también.

—Ve con cuidado, es una mala persona.

—Yo también. Tienes una hora para traerme sus cosas; si no estás aquí en una hora, me olvido del asunto.

Mabel regresó al cabo de una hora y veinte minutos. Traía una maleta pequeña y una bolsa de deporte. Al parecer el tipo era de los que viajan ligeros de equipaje.

Cuando salí del locutorio, Lena no quiso mirarme. Carlos Gardel cantaba:

Y pienso en la vida,

Las madres que sufren,

Los chicos que vagan

Sin techo y sin pan,

Vendiendo la prensa,

Ganado dos guitas…

Qué triste es todo esto

quisiera llorar.

En el gimnasio el portero era el de noche, el de los comentarios ingeniosos; acababa de hacer el relevo.

—¿Quién es Carmelo? —le pregunté.

—Un tipo malcarado, muy fuerte, con perilla, acostumbra a estar en la sala de musculación. Le conocerás porque es el que levanta las pesas más grandes.

Una noticia para irme a casa y olvidarme de Mabel y del cabrón que la zurraba y vivía en la casa que había pagado yo.

En la sala de musculación, un tipo con perilla, grande como un gorila, levantaba unas pesas equivalentes a la fortuna de Bill Gates, sin apenas despeinarse. Le miré atentamente, no tenía fisuras. Lo aconsejable era fotografiarle y largarse.

Me quedé.

Yo tenía dos planes, el primero era machacarle los huevos a aquel hijo de puta, el segundo rezar para que el primero no fallase.

Me puse a su lado y le sonreí.

—¿Eres Carmelo?

Asintió con la cabeza en pleno esfuerzo. En el momento en que bajó las pesas y la barra descansaba sobre su pecho, le golpeé el codo con una mancuerna pequeña que corría por allí, luego la clavé sobre la boca de su estomago. Mientras el tipo boqueaba en busca del aire que se le había escapado, le golpeé con el puño en el mentón. Dentro del puño tenía una bola de acero. Un truco que me enseñó un matón que se gana la vida haciendo cosas así y le conviene no fallar a la primera; en ocasiones tiene que pegar a gente que lleva cuchillo y sabe cómo usarlo.

No sé si lo saben, pero un golpe así duele. Y sobre todo atonta, que era lo que a mí me convenía.

—Pero ¡qué coño! —logró balbucear Carmelo, y le golpeé de nuevo. Sentí cómo se le aflojaba una muela dentro de la boca.

Y le golpeé en el otro lado de la boca.

Para compensar.

Comenzó a sangrar. Por aquel lado ya estaba bien, entonces le golpeé en los riñones y las costillas, siempre con la bola de acero dentro del puño. Me dolía, pero a él le debía de doler más. Y eso me consolaba.

Aparte del consuelo, creo que le rompí un par de costillas.

Varios tipos miraban, pero habían decidido no tomar partido. Al fin y al cabo, aquel espectáculo era gratis y no lo pasaban todos los días. Además, ellos no sabían si yo estaba armado y preferían no averiguarlo.

Si alguno de ellos era amigo de Carmelo, cuando yo me marchase le diría que mientras yo le pegaba, él estaba meando. Y listo, al fin y al cabo por estos barrios lo normal es que cada uno limpie sus porquerías, especialmente cuando no sabes a quién te diriges. De vez en cuando puedes tropezar con gente mala de verdad.

Me levanté y fui a buscar la maleta y la bolsa que había dejado en la entrada de la sala de musculación, las dejé a su lado y le dije:

—Esto te lo envía Mabel, es para que no vuelvas. Y si vuelves, yo también volveré. Di que sí para que yo sepa que no he estado trabajando en vano.

El fulano movió la cabeza afirmativamente, creo que le costaba hablar. Quizás en algún momento un golpe de los que le propiné hizo que sus mandíbulas se cerrasen sobre la lengua, y ahora, aparte de la disminución de sus habituales recursos amatorios, le costaba articular las palabras. Respiraba trabajosamente y la sangre le corría por la cara ensuciándole la perilla; el resultado era patético. Me prometí no dejarme nunca perilla.

—Oye, Carmelo, sin rencores, ¿vale? —le dije antes de marchar.

Por supuesto después de aquel incidente me echaron del gimnasio, y ni siquiera me devolvieron la parte de la mensualidad. Algo más que tenía para agradecerle a Mabel.

El día que la conocí, mi ángel de la guarda, borracho perdido, se había ido de putas.

Aquella noche quise ver a Valentina. Era temprano, pero si no estaba le preguntaría a Carrito a qué hora la esperaba. El colombiano estaba hablando con uno de esos tipos aplastados que dan la impresión de haber sido depositados en la barra por algún fenómeno de la naturaleza, y han preferido quedarse allí a perpetuidad antes que arriesgarse a un nuevo accidente.

Detrás de mí entraron dos fulanos, eran altos y fuertes, tenían el pelo engominado cortado al uno por el centro y algo más largo alrededor, con lo cual su cabeza ofrecía el aspecto de un corral para ovejas diminutas o piojos de tamaño normal. Apestaban a matón, se situaron uno a cada lado y me miraron sin entusiasmo:

—¿No quieres dar un paseo? —dijo el de mi derecha.

Se me ocurrían cien maneras distintas de entretenerme aquella noche, la que hacía ciento veintidós era salir a dar un paseo con aquel par de desgraciados.

Y supongo que mi cara lo expresaba claramente.

—¿Prefiere el whisky de costumbre o salir a pasear con estos dos señores? —preguntó Carrito. Su cara mostraba el gesto impasible de siempre y su voz era neutra y servicial.

—Creo que optaré por el whisky.

—De acuerdo, señor.

—El señor prefiere no acompañarles, amigos —les dijo el colombiano a los dos gorilas que no sabían a qué estábamos jugando.

Y, sinceramente, yo tampoco.

—¿Y a ti quién cojones te ha dado vela en este entierro, indio de mierda? —le espetó el que antes se había dirigido a mí. El otro no parecía demasiado sociable y se mantenía callado. Quizás solo tenía un mal día y en realidad era un tipo de lo más divertido.

En un solo movimiento, el colombiano me puso en las manos una escopeta de cañones recortados que sacó de debajo del mostrador, y él se quedó con una navaja automática de aspecto disuasorio que plantó bajo el cuello del gorila que llevaba la voz cantante. Yo, por hacer algo, apoyé la escopeta en el ombligo del gorila poco sociable, quien pareció perder las pocas ganas de hablar que le quedaban. El tipo aplastado al que un tornado había depositado un buen día en la barra nos miraba sin demasiado interés. Todo aquello debía de parecerle banal al lado de sus propios problemas.

Y quizás tenía razón.

—Le serviré el whisky en cuanto estos dos señores decidan marcharse —me dijo el colombiano.

—¿No me dejas que les dispare, Carrito?

—Mejor no, señor, solo si es necesario, no sabe usted lo que cuesta limpiar este local.

Los dos matones se miraron calibrando la situación. El que se había dirigido a mí le señaló a su compañero la puerta con una ligera inclinación de cabeza.

A mí me dijo:

—Nos veremos, muñeco. En cuanto aquellos tipos se marcharon, el colombiano cogió la escopeta de cañones recortados de mis manos, la guardó bajo el mostrador, hizo desaparecer la navaja en uno de sus bolsillos y me sirvió el whisky.

El primero me lo tomé de un solo trago.

El segundo, también.

—¿Cómo puedo agradecerte esto, amigo? —le dije.

—No tiene por qué agradecérmelo, señor, pero vigile cuando esté en la calle, sus amistades no son de fiar.

El mensaje me pareció claro: dentro del local podía contar con él, estaba incluido en el servicio, pero en la calle mi seguridad ya no formaba parte de sus preocupaciones. Si me mataban, se olvidaría hasta de la marca de whisky que yo acostumbraba tomar.

—Señor —añadió el colombiano para despedirme, y acompañó la palabra con un ligero movimiento de cabeza.

—Con Dios, muchacho —dijo el tipo aplastado, que luego señaló su vaso vacío al colombiano y se encogió algo más en su asiento. Algo que yo no hubiese creído posible.

La noche en mis barrios es el momento en que las calles y edificios derraman la tristeza de todo un día sin alicientes, los que vivimos en él husmeamos cualquier rastro de felicidad, real o ficticia, que podamos hallar y nos prometemos que mañana será mejor. Esa mejora era algo que yo no podía asegurar.

Mientras caminaba captaba las miradas de mujeres y algún hombre que buscaban prenderse de la mía. La sexualidad desenfrenada de la gente de este barrio —su único asidero a la realidad— se aprecia mejor por la noche, inunda todas las aceras, farolas, cada una de las piedras, cada mirada y cada gesto, es el aliento que mantiene al barrio en pie. Es su perdición al tiempo que su redención.

La visita de aquellos tipos me había sorprendido. A esas horas Carmelo estaría en el hospital, así que aún en el caso de que tuviese deseos de seguir la fiesta, enviándome a algún amigo suyo, la reacción me parecía demasiado rápida.

Averiguar si la visita de los dos matones había sido cosa de Carmelo, era una de mis prioridades para el próximo día.

Fuera como fuese, el problema inmediato era mi seguridad de aquella misma noche. Arriesgarme a seguir mi vida normal me parecía una temeridad, me convenía no dormir en mi casa. Estaba seguro de que Valentina me albergaría en la suya si se lo pedía, pero no quería involucrarla.

Otra posibilidad era ir a dormir a casa de Mabel, allí no se les ocurriría buscar. El problema era que ella podía suponer que quería cobrarme el favor.

O lo que aún era peor, que estuviese dispuesta a pagármelo.

Mi vida y yo nunca hemos acabado de entendernos. Yo intento controlarla, ella no para de joderme. Decidí, a pesar de todo, dormir en casa, pero antes pasaría por El Rincón Rondeño, por allí paraba un gitano que tenía lo que yo necesitaba. El Morlaco es la clase de tipo que uno espera encontrar en un lugar oscuro y sucio, por tanto, encontrarle en El Rincón Rondeño, era lo más adecuado. El tipo es un gitano de pelo grasiento que se riza en la nuca abundantemente poblada; sus camisas, siempre abiertas a la altura de una barriga de crianza esmerada, muestran un penacho de pelo negro que escapa a cualquier intento de recato. El chaleco de fantasía, siempre desabrochado, necesitaba un lavado ya en tiempos de la Olimpiada de Barcelona, pero si entonces no le preocupaba, ahora que ha tenido quince años para irse acostumbrando, aún le preocupa menos.

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