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Authors: Luis Gutiérrez Maluenda

Tags: #Policíaco

Mala hostia (7 page)

Yo tenía lo que quería, o al menos todo lo que se podía sacar de aquella ruina. En aquellos momentos podía optar por dejarle o limpiar con sus morros babeantes alguna de las numerosas pintadas que decoraban las paredes.

—Casimiro, creo que no me encuentro muy bien, me voy para casa, ¿puedes llegar a la tuya?

—¿Fooo? Alffin del mundundo fi hafealta.

—Dabuten, tío, otro día nos vemos.

—Ffflogos fois os gófenes, cafffrón.

Nos apartamos para dejar paso a un coche patrulla de los Mossos d’Esquadra que había parado frente al Filmax; los agentes, dos hombres y una mujer, pedían la documentación a un par de árabes de pobladas barbas. Uno de ellos se empeñaba en desenvolver un paquete de buen tamaño para enseñarles a los agentes que no tenía nada que ocultar, los agentes seguían reclamándole la documentación sin prestar atención al paquete.

No me quedé para ver si finalmente acababan de ponerse de acuerdo.

En casa, el regusto del sorbo de whisky de garrafa del Alegría hizo que saltase de la cama y tropezase con la botella de Jack Daniels que Lena había traído de casa de Samuel. Me senté en la cama y bebí lentamente. Conforme la botella se iba vaciando, el mal sabor de boca iba desapareciendo. Aunque tardó un buen rato.

El tiempo suficiente para emborracharme.

Me desperté bien entrada la mañana y observé mi cara en el espejo, la bebida aún no había conseguido abotargarla y dotarla del típico color rojizo que debido a los capilares rotos presentan los alcohólicos. Era una cuestión de tiempo, o de dejar de beber. Contemplé la cuestión temporal con cariño y suspiré. En mi televisor, la sonriente presentadora habitual comentaba que unos etólogos australianos habían descubierto que las condiciones climáticas de la isla de Borneo eran la causa de la alteración del comportamiento de la boa constrictor en relación a sus congéneres de otras latitudes.

Un tema apasionante, si eras una boa constrictor.

Me sentía tan en forma como un enfermo terminal. Tomé un vaso de sales hepáticas, me duché, salí a la calle y caminé hasta la calle de la Rosa. Trataba de encajar la historia que me había relatado Casimiro Veciana con el escenario de los hechos, aunque no hacía falta ser un genio para constatar que era falsa.

Aquella historia apestaba como pescado podrido bronceándose al sol.

En primer lugar, si Casimiro había estado en la calle Robador y desde allí había regresado a su casa, no podía pasar por la calle de la Rosa, que está más cerca del puerto que la calle de la Lleona donde él había manifestado vivir. Y teniendo en cuenta el estado de embriaguez que normalmente acompañaba al Ciego, no creía que a aquellas horas se dedicase a pasear por los turbios callejones de la zona.

En segundo lugar, había mencionado la presencia de dos mujeres, algo que en el informe de la policía no había declarado, ni se había mencionado en ningún medio de comunicación.

Recorrí lentamente la calle de la Rosa, un callejón de apenas veinticinco metros de longitud, y no tardé en encontrar el tercer y cuarto motivo para acabar de convencerme de que el Ciego mentía. Según me contó, había presenciado la escena escondido en un portal. Desde su escondite había visto cómo al primer golpe con un bate de béisbol la cabeza de Néstor se abría contra la pared en la que aliviaba la vejiga. En la pared lisa de lo que antiguamente debía de ser un almacén, no era posible encontrar señales de sangre y menos de masa encefálica. Ni siquiera rastro de una limpieza reciente. En la acera opuesta de la corta calle sí había portales donde esconderse, siempre que estuvieran abiertos, claro, porque una vez cerrados, la distancia entre la puerta de acceso y la calle era inexistente, impidiendo que un corpachón como el del Ciego pudiera ocultarse.

Para acabar de redondear mi teoría, no creía que los vecinos de aquella calle, situada en una zona del barrio especialmente conflictiva, por muy confiados que fueran, dejasen la puerta de acceso abierta en ningún momento del día, mucho menos por la noche. Lo menos que podía pasar es que la escalera se les llenase de los «sin techo» o borrachos que abundaban por la zona.

Por tanto, si Casimiro hubiera estado presente, los agresores se habrían percatado de su presencia, algo nada recomendable para su salud. Nadie desea ser reconocido como el autor de un homicidio. Y ya puestos, una cabeza rota más o menos no era motivo para arriesgarse.

Todo ello reforzaba mi sospecha de que Néstor había sido arrojado allí tras ser agredido en alguna otra parte. Un lugar en el que hubiese arena o tierra.

Ahora ya sabía dos cosas:

Casimiro había mentido a la policía.

Ya no tenía un duro para seguir investigando.

Metí la mano en un bolsillo y miré con esperanza la dirección que me había dado Silvina. Después de hacerla saltar en mi mano durante unos instantes, me puse en camino.

La chica vivía en el entresuelo de un edificio moderno de la calle Provença, por los alrededores de la Sagrada Família. Un lugar en el que diariamente los autocares dificultan el paso y vomitan manadas de turistas que pululan alrededor del templo, disparan sus cámaras y lanzan exclamaciones admirativas. Cuando estoy por allí, no puedo dejar de comparar los pantalones cortos de las guiris que fotografían el templo con los pañuelos en la cabeza de las guiris de mi barrio.

Entre los turistas circulan las gitanas rumanas y los chorizos de todo pelaje, vigilan el mínimo descuido para hacerse con una cámara de vídeo, un teléfono móvil o una cartera. Las terrazas de los bares son el lugar preferido del ejército de ladrones y descuideros, aunque ya hay bares que han llegado a un acuerdo con los chorizos habituales para que no actúen en sus terrazas. Pero eso no está anunciado en la carta, no sería correcto, aunque para compensar tampoco gravan el precio.

Pulsé el timbre del domicilio de Silvina. Tras unos breves instantes de espera, ella misma abrió la puerta. Durante unos segundos no dio muestras de reconocerme y apoyó el brazo contra la jamba de la puerta, en clara señal de que no me permitiría el paso si no le daba buenas razones.

Me fijé en sus uñas postizas, seguían siendo tan largas como las que llevaba el día que nos conocimos, aunque había cambiado el diseño. Aquel día eran palmeras bajo un sol radiante en un cielo sin nubes.

La hostia, palmeras asesinas capaces de degollarte.

Cuando me reconoció, bajó el brazo y se apartó ligeramente para que pasase. No pude evitar rozarla y me gustó. Lamenté tener que pedirle dinero en los próximos minutos. No se le puede pedir dinero a una mujer a la que le has hecho proposiciones amorosas, a no ser que sea vieja y fea.

Mejor si es muy vieja, muy fea o ambas cosas a la vez.

No era el caso, así que sonreí y compuse la expresión de fulano eficiente que en ocasiones ensayo ante el espejo.

—Usted me dirá, señor Atila.

Se había sentado en un sillón y la bata ligera que la cubría se abrió lo suficiente para que el color fucsia de sus bragas me llamase la atención. Si se dio cuenta de la dirección de mi mirada no mostró señales de preocupación.

Yo seguía de pie. No me había invitado a sentarme y me sentía estúpido. Si la situación no cambiaba, en pocos momentos me iba a sentir igual de estúpido pero mucho más cabreado. Así que me senté frente a ella con la mirada clavada en sus piernas desnudas.

Silvina descruzó lentamente las piernas, luego acomodó la bata, recogiéndola, y repitió:

—Usted me dirá, señor Atila.

—Creo tener indicios suficientes para pensar que a su hermano no le mataron en el callejón donde fue encontrado su cuerpo. Es más, estoy convencido de que el testigo presencial que declaró ante la policía miente, aunque desconozco las razones.

—Fue la gringa, ¿no es cierto?

—Eso ya es más difícil de demostrar, Silvina. En primer lugar, no sabemos dónde está ella ahora. Usted me dice que tiene un móvil y que la muerte de su hermano la beneficia económicamente. En otro sentido la muerte de su hermano presenta suficientes puntos oscuros que permiten pensar que haya sido ella, sin embargo hace falta mucho más trabajo para llegar hasta donde usted quiere llegar.

—Pues siga investigando.

—Temo que me veo obligado a pedirle un adelanto de cierta importancia para poder hacerlo. Hasta el momento, y para llegar a las conclusiones a las que he llegado, he tenido que sobornar a determinadas personas, y no descarto tener que recurrir al mismo método en alguna ocasión de aquí en adelante.

—¿Cuánto?

—He pensado que dos mil euros serían suficientes.

—¿No es mucha plata?

—Mañana recibirá un informe y la justificación de todos los gastos efectuados hasta el momento.

Informe y justificación de gastos avalados por la palabra del Pato Donald y los Jóvenes Castores en pleno, pensé.

—De acuerdo, espere un momento —dijo Silvina, que se alejó hacia el interior de la vivienda. Su culo se movía con una libertad inquietante bajo la bata.

Viendo el culo de Silvina danzando, se me ocurrió un plan maravilloso: necesitaba enamorarme de nuevo.

Aunque fuese durante un par de horas.

Cuando regresó, traía en la mano un pequeño fajo de billetes de cien y cincuenta euros. Mis malas intenciones, a la vista del dinero, se desvanecieron como el humo de un cigarrillo en la ventisca. Tomé el dinero que me tendía y dije:

—Ahora le extiendo un recibo. Querría pedirle algo más.

—¿Sí? —La expresión de Silvina decía claramente que no debía equivocarme en mi petición.

—En el caso de que usted las conserve, me gustaría revisar las pertenencias de Galina.

—Las tengo, he estado a punto de deshacerme de ellas en más de una ocasión y aún no sé por qué no lo he hecho. Ella ya no tiene derecho a ocupar una habitación en esta casa. Pero de momento he decidido arrinconarlas en el cuarto de los trastos. —Sus ojos brillaban como piedras mojadas al sol mientras decía estas palabras—. Venga, se las mostraré.

Pasamos por un amplio salón decorado con motivos étnicos peruanos hasta un patio interior con macetas de plantas bien cuidadas. Un cobertizo prefabricado ocupaba el ángulo más alejado del patio. Silvina abrió la puerta y señaló una maleta y dos cajas de cartón de tamaño mediano.

—Eso es de la gringa; le dejo solo, cuando termine vuelva a dejarlo todo tal como estaba.

Por el contenido de las cajas se podía deducir que Galina sentía una fuerte añoranza de su tierra natal. Para combatirla había traído consigo todos los álbumes de fotografías familiares y una serie de CD de música de su patria, cantantes y grupos totalmente desconocidos para mí. Entre ellos destacaba, por su falta de coherencia, un CD de Alejandro Sanz comprado en el «top manta», fotocopias de color en la caja y CD virgen grabado y rotulado a mano en el interior: «Alejandro Sanz. Grandes Éxitos».

En la maleta, grande y con ruedas, solo había ropa, especialmente ropa interior, casi toda roja, negra o de ambos colores. Rebusqué en bolsillos y dobladillos, pero fue en vano. Miré en el doble fondo de la maleta, allí donde se esconde el asa plegable, pero solo había unos restos de migas de pan o algo parecido. El inevitable bolso de mano que yo echaba a faltar lo encontré en una estantería cercana. Lo abrí con avidez y volqué su contenido sobre la maleta. Lo que tenía expuesto ante mí era: lápices de labios de tres colores distintos, espejo de mano, lápiz de cejas, una agenda sin ninguna anotación, un bolígrafo barato de color rojo brillante, dos paquetes de pañuelos de papel, un pañuelo para el cuello de color amarillo bastante arrugado, los imprescindibles tampones, un tubo de aspirinas efervescentes, una cajita de pastillas aromáticas, un estuche de estética en el que faltaba el lápiz de labios y el de cejas, dos pilas de tamaño mediano de larga duración, uno de esos huevos de cristal pintado en colores de tonos pastel, unos auriculares de reproductor de MP3 sin el reproductor, un reloj de muñeca parado en las quince treinta, dos compresas, una cantidad impresionante de monedas de uno, dos y cinco céntimos de euro, una caja de preservativos con sabor de fresa, una tarjeta de una compañía de taxis, una libreta tipo diario con algo que parecían pequeños poemas escritos en un idioma imposible, todo ello recubierto de una fina capa de polvo.

Volví a guardar las cosas en las cajas. El contenido del bolso intenté dejarlo como estaba pero no cabía, así que un par de cosas fueron a parar a la caja. Cuando ya estaba en el exterior, regresé al cobertizo y metí el CD de Alejandro Sanz en mi bolsillo. Pensé que a Lena le gustaría y a mí no me vendría mal variar de música durante un rato. Antes de marchar, Silvina me reclamó el recibo de los gastos que le había prometido. Cuando se lo tendí, retuve su mano un momento más de lo necesario, ella retiró la suya y me dijo que la excusara, que tenía prisa. Hubiese jurado que disimulaba una sonrisa.

Me alegró, un hombre no se da cuenta de que se hace viejo hasta que se lo dice la indiferencia, o en el peor de los casos, el asco de una mujer más joven. Una sonrisa en determinadas circunstancias es mejor que nada. Y ni siquiera había salido corriendo a lavarse las manos.

También es cierto que conformarse con poco no es buena señal.

Eché a andar hacia la Sagrada Família. Me preguntaba qué sensación producirían aquellas uñas al deslizarse por mi espalda desnuda. Caía una fina lluvia, unas gotas entraron por el cuello abierto de mi camisa y se deslizaron a lo largo de mi columna vertebral. No era esa la sensación que yo imaginaba que producirían las uñas de Silvina corriendo por mi espalda.

Dejé de pensar en ello.

Un cosquilleo en la entrepierna me anunció que mi teléfono móvil tenía algo que decirme.

Era Lena, que me invitaba a comer si yo pagaba la cuenta. Le dije que sería un placer. No le mentía. Tenía hambre.

Además tenía dinero, lo que me permitiría rematar la comida con el postre especial de la casa, un surtido de pastelillos árabes, exquisitos en comparación con el menú, que es más bien lamentable. A Lena los pastelillos la ponen juguetona, así que probablemente aceptaría compartir media hora de soledad en el locutorio antes de abrir al público. Los pastelillos cumplieron. Mientras follábamos de pie en una de las cabinas, Lena me dijo:

—He puesto ese CD de Alejandro Sanz que me has traído en el equipo de música y no funciona, ¿tú lo oyes?

Yo estaba trabajando en uno de los pezones de Lena, y en aquel momento Alejandro Sanz me preocupaba tanto como una lluvia de hojas marchitas revoloteando en un bosque umbrío de Baden Baden. Lena dice que follar le activa la multiprogramación, que no puede evitar que su mente haga rápidas incursiones en lo cotidiano, solo el orgasmo acaba con esas incursiones. Justo en aquel momento, se le ocurrió olvidarse del CD y comenzó a gemir y morderme el cuello con cierta violencia hasta que exploté en su interior.

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